66. Balance

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Balance

El teniente Martín conocía todas y cada una de las losetas del pasillo de la segunda planta. Desde que le habían destinado al servicio de contravigilancia, aquellas baldosas recibían su visita una vez por semana. Y como siempre, los viernes.

—Anuncie mi llegada al coronel.

—Usía ha indicado que hasta que no termine de desayunar no se le moleste.

El teniente estaba acostumbrándose a los desayunos relajados de Novo. El brigada secretario cambió la hoja del almanaque, dejando a la vista la del primer día de febrero de 1948. «Hace casi diez meses que me relevaron del mando en la guerra de las sierras», pensó. Su mirada se perdió por los ventanales que daban al patio de armas. La bandera estaba izada y ondeaba dando vergajos al mástil a causa del nordeste que entraba bravo desde el mar.

—Mi teniente, dice el coronel que puede pasar.

Martín accedió a la antesala ocupada por el secretario y abrió la puerta del despacho del Jefe de Orden Público.

—Da usía su permiso.

—Pase, teniente.

Se situó sobre el águila imperial bordada en la alfombra.

—A la… —comenzó el saludo reglamentario, pero el coronel le interrumpió:

—Teniente, he de llamar de inmediato al teniente general para trasladarle las novedades. Así que céntrese en lo importante. —Y volviéndose hacia el brigada que había entrado a hurtadillas a recoger los restos del desayuno, le ordenó—: Póngame al teléfono con su excelencia.

—Ahora mismo, mi coronel.

—A ver, teniente. A lo nuestro.

—Aquí tiene mi informe acompañado de fotografías.

Depositó el dossier con cuidado sobre la mesa del despacho. «Operación Exterminio. Conclusiones», rezaba en la carátula. Novo lo abrió directamente por el final, donde aparecían las fotos del expediente. Se quedó mirándolas detenidamente y preguntó:

—¿Qué ferry es este en el que se ve a don Carlos?

—El que une Tarifa con Tánger.

—O sea, que nuestro amigo está fuera de la península.

—Desde ayer.

—¿Cuáles fueron sus movimientos?

—El martes, nada más finalizar la operación en Santo Emiliano, acompañó a don Luis González Vincén a Madrid. El miércoles esperó la salida del Pardo por parte de Vincén. Este le entregó un sobre y a continuación don Carlos partió con destino a Tarifa.

—Un sobre, ¿eh? Supongo que sería una comisión sobre las trescientas veintitrés mil pesetas de las armas, como pago a sus servicios…

—Lo dudo, señor.

—¿Por qué dice eso, teniente?

—Está en mi informe.

—Teniente, ¡me importa una mierda que esté en el informe! —exclamó el coronel, y Martín se cuadró—. Quiero que me lo diga usted, y rápido.

—Don Carlos no informó a su superior en la Falange de que había cobrado el dinero por adelantado.

—¡Qué hijo de puta! ¿Y cómo hizo para que aparecieran las armas?

—Esgrimió el argumento de que los guerrilleros eran muy desconfiados y no pagarían hasta que no las vieran.

—Pero ninguno llevaba el dinero encima…

—Para justificar eso, dijo que la última partida, la de Bóger, era la que pagaba. Concretamente citó como tesorero al guerrillero David.

—Y cuando se comprobó que el tal David no llevaba nada, ¿qué alegó?

—Que estaba claro que los fugaos no pensaban pagar.

—¡Hijo de puta! O sea, que las más de trescientas mil pesetas que la guerrilla obtiene de sus robos a empresas y bancos, y de los secuestros a ilustres ciudadanos durante un mes… van a parar al bolso de ese pajarraco.

—Así es, mi coronel.

—Y nosotros sirviéndole de comparsa.

Novo abandonó el sillón y comenzó a pasearse por detrás del teniente como un perro de caza. Después se dejó caer en el sofá del fondo.

—Teniente, haga un balance de lo ocurrido desde el martes.

—Mi coronel, desde el día 27 se han detenido a doscientos supuestos enlaces y se han quemado las viviendas de treinta y dos familiares de los fugaos.

—Pero ningún muerto más, supongo.

—¿Por nuestra parte, por la suya o por la de los otros?

—Déjese de juegos, teniente. ¿A qué se refiere con ese galimatías?

—Por nuestra parte, me refiero a la Guardia Civil. Y no, no ha habido bajas que lamentar. Al contrario que en Falange.

—Supongo que las represalias han caído sobre ellos.

—Efectivamente, mi coronel. Todos los guerrilleros que sobrevivieron de las partidas de Onofre y Bóger se han integrado bajo el mando de Manolo Caxigal. Desde lo de Monte Goya, Santo Emiliano y Quintes, socialistas y comunistas han unido sus fuerzas bajo una dirección común. Y desde el martes han centrado su punto de mira en los falangistas.

—¿Cuántos van ya?

Martín desabotonó el bolsillo superior izquierdo de su guerrera y extrajo un papel mecanografiado. Lo desdobló y comenzó a leer los datos.

—Sin contar a Pasteles, han matado a Prudencio García Alonso, alias Pantuxu, a Robustiano Fueyo, cobrador de arbitrios y miembro de las contrapartidas…

—«Y así el carrusel del tiempo trae sus venganzas».

—Perdón, mi coronel. No le comprendo.

—No me haga caso, Martín. Citaba a Shakespeare.

—Ah —murmuró, desconcertado.

—Todos esos nombres, ¿están en su informe?

—Sí, mi coronel.

—Entonces no siga, ya lo leeré. ¿Algo más?

—A todo esto hay que añadir dos muertos más: uno de nuestros guardias y una supuesta colaboradora de…

—Antes me dijo que no había caído ninguno de los nuestros. Explíquese.

—Le he hecho un sucinto informe…

—¿Ya está de nuevo con sus puñeteros papeles? Cuéntemelo ya.

—No he incluido a ese guardia entre las bajas por la guerrilla porque creo que los motivos son otros.

—Al grano.

—Se le encontró con los pantalones bajados en una celda del calabozo del cuartelillo de…

—¿Pantalones bajados? Pero… ¿qué cojones ocurrió?

El coronel abandonó el sofá del fondo y regresó a su mesa de despacho. Antes de que se sentara, Martín contestó:

—Quiere que le dé el resultado de mis investigaciones o que le cite el informe oficial.

Novo cogió un puro, lo encendió y, reclinándose hacia atrás, expulsó el humo hacia la llama.

—Primero su investigación.

—En esa celda se encarceló a dos hermanas como posibles enlaces de los fugaos. La mayor solía tontear con uno de nuestros guardias para sonsacarle información. Este, al enterarse de que había sido detenida por colaborar con los rebeldes contra el Estado, entró en un ataque de ira. Fue directamente hacia la celda para darle un escarmiento. Cuando la estaba violando, la pequeña le clavó una bayoneta en la espalda, asesinándolo. Le quitaron la pistola y escaparon. Nuestros guardias pudieron alcanzar a la mayor y matarla, pero la más joven consiguió huir.

—¿Qué versión oficial hemos dado?

—Que sólo se había encarcelado a la mayor, Ángela Llaneza García, como sospechosa de colaborar con los rebeldes. Esta, valiéndose de artimañas, intentó seducir a uno de nuestros guardias. En un descuido de este, le clavó un cuchillo directo al corazón. Pero no consiguió huir, por la diligente y eficaz vigilancia de nuestros guardias. Y fue abatida mientras atentaba contra la vida de ellos.

—Acepto esa versión. —Novo dio otra calada al puro y, después de expulsar el humo, preguntó—: ¿Sabemos algo de la hermana menor?

—No. Ha desaparecido.

—Mejor. No dé orden de buscarla, así nunca aparecerá un testigo que contradiga la nota oficial.

—A la orden. Pero si me permite que…

—¿Si le permito qué, teniente?

—Que fuera de servicio inicie su búsqueda.

—¿Con qué objeto, teniente?

—Es una sospecha que me corroe.

Novo le miró. Se llevó el puro a la boca y, sin quitarlo, preguntó:

—¿A qué sospecha se refiere?

—Es personal, mi coronel.

—Ay, teniente, está visto que nos pierde la bragueta.

Martín cambió de inmediato de tercio.

—El caso más relevante de lo anterior, mi coronel, es que en el momento que sucedían esos hechos en el calabozo, el cura de Blimea se encontraba en el Obispado pidiendo clemencia para las dos hermanas.

—Un cura, curioso. Supongo que lo tendrá vigilado.

—Sí, mi coronel.

Sonó el teléfono del despacho. El coronel lo cogió.

—¿Ya está disponible el general? Pues páseme con él. —Hizo un gesto a Martín para que se sentase—. A la orden de su excelencia, mi teniente general… Sí, tengo sobre mi mesa el informe final… Las represalias se están centrando en nuestros colaboradores de Falange. Sobre la Guardia Civil no ha habido ningún atentado… Una recompensa… Ya… Ah, ya… Sí, sí, por supuesto, mi teniente general. No se preocupe, la grabación de la playa de La Franca se la envío de inmediato… A la orden de su excelencia, mi teniente general.

Novo colgó el teléfono y Martín regresó a su posición de pie. El coronel dio otra calada y, mirando para el teniente, dijo:

—«Tienen que aprender de cómo trabajan los falangistas», me ha dicho. ¿Qué cojones habrá contado Vincén al Caudillo?

Volvió a sonar el teléfono y lo descolgó.

—Bien, pásemelo. —Volvió a hacer el mismo gesto al teniente—. Buenos días, señor Vincén… Veo que ha regresado al Pardo a seguir haciendo política… Ah, que Falange no hace política… Ah, ya. O sea, que el Caudillo ha entregado cien mil pesetas como recompensa… Ah, claro… Usted ya le entregó cuarenta mil a don Carlos… Claro, claro… Tocarán a mil por guardia y dos mil por cada mando… En nombre de mis subordinados, muchas gracias, don Luis… ¿Cómo? Sí, comprendo que a don Carlos se le entregara más, por supuesto… Antes de despedirnos, quería hacerle una pregunta: ¿don Carlos le entregó a usted o a Falange, o dio cuenta al Caudillo, de las trescientas veintitrés mil pesetas que recaudó de la ficticia venta de las armas?… ¿Don Luis? ¿Está usted ahí?… Ah, pensé que se había cortado… ¿Cómo dice? Pues no es así: sí le pagaron… En efecto, una barbaridad… Fíjese, se ha embolsado un dinero equivalente a quince años de sueldo de un modesto coronel de la Guardia Civil. A lo que hay que añadir doce relojes, quince anillos, dos colgantes de oro… Ajá, me parece bien. Y puede decirle además que tenga cuidado con el contrabando, que a lo mejor un día se lleva una sorpresa… ¿Perdón? No, si no insinúo que usted… No, por supuesto que no. Pues sí… Hala, un placer hablar con usted, don Luis… Siempre a su servicio, don Luis. ¡Arriba España! —Dio una calada y, tras colgar cuidadosamente, añadió—: Vete a la mierda, querido Luis. Tú y tu Falange.

Martín había regresado a su posición de firmes esperando órdenes del coronel. Este quedó en silencio, apurando las últimas caladas. Cuando la llama se acercó a la vitola, la retiró con cuidado. Aspiró una vez más y estampó lo que quedaba del Romero y Julieta en el recipiente de latón.

—¡Increíble! —exclamó Novo—. Franco paga cien mil pesetas por la operación. Vincén valora el trabajo de don Carlos en cuarenta mil. Y el pájaro vuela con un total de trescientas sesenta y tres mil pesetas a Tánger a seguir con el contrabando.

—¿Quiere que intervengamos contra don Carlos, mi coronel?

—No es el momento más adecuado, teniente. —Novo hizo una pausa y añadió—: Desde este instante queda de nuevo al mando de nuestras unidades en el monte y abandona la contravigilancia.

—Gracias, mi coronel.

Martín no podía ocultar su satisfacción. Blanco Novo comenzó a revisar la letra del informe, como siempre por la parte final.

—Nada de gracias, teniente. Limítese a cumplir las órdenes.

—¿Alguna en concreto?

—Sí. Aquí dice usted. —Desplegó el dossier delante de Martín señalándole unos renglones—: «Los líderes socialistas en la guerrilla son los comandante Flórez y Mata».

—Así es, mi coronel.

—Y continúa: «Los hechos del 27 han dejado tocada la guerrilla comunista, pero la socialista parece que se encuentra intacta y ha incrementado sus actividades con extremada virulencia».

—Sí. La quema de la casa de Quintes y la represión sobre algunos enlaces han provocado que se radicalizaran, abandonando su posición de espera.

—Creo que es el momento de dar un escarmiento también a los socialistas.

—¿Tiene algo en mente, mi coronel?

—No. Pero cuando sustituya a toda la fuerza de Padilla no releve al cabo Artemio. Le encarga la misión de centrarse en los fugaos socialistas y le deja plena libertad de movimientos. Seguro que a él se le ocurre algo. Así aprenderán también esos desgraciados.

—A la orden, mi coronel. Cuando releve al teniente Padilla, ¿cuál es la misión central que se me asigna?

—A partir de ahora, usted sólo tiene un cometido en esta vida: capturar, vivo o muerto, a Manolo Caxigal.