64. Regueros de sangre

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Regueros de sangre

Ventura me facilitó la información apenas llegué a la consulta.

—Dicen que han matado a Bóger y que tienen su cuerpo expuesto a las puertas del ayuntamiento de Sama.

—¿A Bóger?

—Creo que sí.

Enmudecí. No podía ser verdad.

—Me voy a Sama —afirmé, y me dirigí hacia la puerta.

Al notar mi determinación, Ventura añadió:

—Espera, que te acerco en el coche.

—Entonces vayamos a buscar a Ángela —dije.

Te recogimos en casa. Tú también necesitabas comprobar las habladurías.

Cuando llegamos nos tuvimos que abrir paso entre la gente que se arremolinaba alrededor de los cuerpos. Me fijé en los asesinados: todos presentaban un disparo en mitad de la frente.

—Al único al que dispararon en la cabeza estando vivo fue a Bóger —aseguró el doctor.

—¿Cómo lo sabe? —preguntaste.

—Es el único de cuya herida ha manado sangre.

Entonces me fijé más detenidamente en cada uno. Era cierto, los otros seis presentaban el orificio de la bala, pero la sangre no había corrido por sus facciones. El rostro de los siete… Aquellos tres no eran guardias, como se decía. Los reconocí: eran los hermanos Castiello y Tarzán.

—Uno es Pepín, el hijo de la Nati —dijo una señora a mi lado.

Y continuaron los comentarios:

—Dicen que también mataron a Onofre.

¿A Onofre? Imposible, me dije.

—También he oído que han matado a uno de los Caxigal.

Aquello nos angustió a las dos. Debíamos confirmar ese rumor o comprobar que no era cierto.

Pero no nos lo permitieron. Cinco guardias llegaban en ese momento abriendo un hueco entre la multitud para que entrase un furgón en la plaza. Al llegar, cargaron los cuerpos de Eduardo, Corsino y de Urdiales.

—Estos hay que llevarlos a Llanes. Que los tengan en la puerta del ayuntamiento un par de días —dijo el que parecía el jefe de la escuadra.

Aunque se hizo público entre la multitud que aquellos tres no eran guardias sino guerrilleros de la costa, las especulaciones continuaron.

—Han comenzado a incendiar las viviendas de los familiares de los fugaos.

—¿Qué culpa tendrá la familia?

—Los falangistas señalan las casas y la Guardia Civil entra a por ellos.

—Dicen que los fusilarán en el puente.

—No. Los van a arrojar vivos al río y les dispararán desde allí, como han hecho otras veces.

Intentábamos escuchar los comentarios, aunque no los creíamos todos. Hasta que de repente, alguien aseguró:

—Están entrando en las casas de los enlaces y de todo aquel del que sospechan que puede haber tenido alguna relación con la guerrilla.

La Tokarev, mi diario y los poemas de Miguel Hernández, pensé. Tú debiste de llegar a la misma conclusión: si hacían un registro en nuestra casa y los encontraban, estábamos condenadas de antemano. Salimos de inmediato a esconderlos.

Al atravesar el pueblo y emprender la subida por el sendero, vimos bajar a nuestra vaca, que al parecer se había soltado. Ventura detuvo el coche y me bajé para cogerla por el ramal. ¿Qué había ocurrido para que estuviese suelta?, me pregunté. Y comenzamos a ver humo en lo alto.

El coche inició el trayecto despacio, con cautela: Ventura debía de barruntarse lo que sucedía.

Habían prendido fuego a la casa y a la cuadra. Un grupo de guardias y de miembros de la Falange, con Mocu a la cabeza, alimentaban la hoguera.

Comencé a llorar. Ventura intentó encontrar una solución, pero sacudió la cabeza:

—Tampoco os podéis quedar conmigo. Seguro que vienen a por mí dentro de un rato.

—Cuide de usted, nosotras nos vamos a las montañas —aseveraste, rotunda.

Con Manolo, si aún estaba vivo, y con Ruso en la guerrilla, ese sería nuestro destino.

—Yo no os acompaño. Ya sabéis que los comunistas no me caen muy simpáticos.

—¿Qué va hacer usted?

—Lo pensaré. Seguro que hay una salida.

—Puede ir con la Chonchi —dije.

—No. Ese sendero se cerró hace muchos años.

—Decida lo que decida —supliqué—, no vuelva a beber.

—Tranquila —me acarició el pelo—, si me llega la muerte, quiero estar sobrio para conocer a esa puta.

Nos despedimos con un abrazo, y yo no paraba de sollozar. Arrancó el Ford T y se alejó de nosotras. Emprendimos el camino hacia las montañas con Peña Mayor en el horizonte.

Tras dos horas de caminata, nos detuvo un control de la Guardia Civil.

—¿Dónde van ustedes? ¿No saben que los montes están cerrados?

—Íbamos a por bellotas para los cerdos —alegaste.

—Cabo Artemio —intervino un guardia apartado del grupo—, creo que son las dos hermanas sospechosas de ayudar a los fugaos.