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La caravana de la muerte (V)
El convoy se dividió en dos grupos. El compuesto por el coche de don Carlos y el camión que transportaba las cajas de armas, con el sargento al frente, sería el encargado de ir al punto prefijado para el encuentro. El resto, con Novo y el jefe falangista, se desvió por un sendero a doscientos metros de distancia, ocultó los vehículos con ramajes y esperó una posible llamada de apoyo.
El reloj marcaba las cinco menos veinte. Novo reclinó la cabeza en el asiento, cerró los ojos y, con voz pausada, le dijo a Vincén:
—Nuestra labor es esperar. Así que no se impaciente y relájese.
—No estoy nervioso, lo que ocurre es que me hubiese gustado acompañarles.
—¿Acompañarles? —El coronel irguió de repente su cabeza, le miró sorprendido y añadió—: Pero cómo se le ocurren esas mamarrachadas. Se supone que es una emboscada. Y se va a presentar usted vestido de blanco con el traje de gala de Falange.
—Podría haberme quedado dentro del coche…
—Ya está usted dentro de un coche y no va a salir.
Después de zanjar la conversación, Novo volvió a reclinar su cabeza en el asiento.
Una toalla blanca bajo una rama de roble indicaba que la partida había acudido a la cita. Don Carlos detuvo el vehículo, descendió y lanzó un silbido. Del camión bajó el sargento con un subfusil en bandolera; Artemio se situó a su lado, mientras el resto de guardias y falangistas fue bajando del camión y desplegándose a los flancos de sus mandos.
Bóger fue el primero en aparecer de entre los matorrales. Lo seguía Pepín, un enlace que aquella noche se había empeñado en acompañarles. Junto a él, David y Manuel García. En los extremos se desplegaron Gitano y Naranjo.
—Bóger —gritó don Carlos—, acércate, que te voy a presentar al experto en armas que ha venido desde Francia.
—Déjate de estupideces —le susurró Fernández—. En cuanto lo tenga a tiro, disparo.
Los guerrilleros se aproximaron a los vehículos, pero el enlace, Pepín, se les adelantó:
—Yo voy bajando una caja mientras vosotros habláis —dijo.
Llegó hasta la parte de atrás del camión y los guardias le ayudaron a subir. Había empezado a alzar uno de los paquetes cuando le encañonaron, indicándole que se mantuviera en silencio, tumbado con las manos en la nuca.
Al cabo de un instante, Bóger se extrañó de no percibir movimientos.
—Pepín —gritó—, ¿están todas?
Al no obtener respuesta, el sexto sentido de los montes hizo que los guerrilleros, a unos diez metros de la Brigadilla, aferrasen los naranjeros, apoyando el dedo en el gatillo.
—Pepín —volvió a llamar Bóger.
El sargento Fernández no esperó a que los hombres se acercasen. Una ráfaga alcanzó a Bóger en la parte alta del pecho y la mandíbula. El guerrillero perdió el equilibrio y cayó rodando por el terraplén. Las luces de los vehículos se encendieron, dejando en la sombra a los guardias. Inmediatamente comenzó el fuego cruzado. David y García, en el centro, llevaron la peor parte: les alcanzaron casi todos los proyectiles. A Naranjo le hirieron en un hombro, pero junto con Gitano emprendieron la huida a través del bosque.
Cuando cesó el tiroteo, el sargento se arrimó a la ladera por la que había rodado el jefe de la partida. Ordenó que un vehículo se arrimara, para enfocar la zona con sus faros. Escudriñó los alrededores y, entre los matorrales, distinguió una sombra corriendo con dificultad.
—¡Bóger está vivo! —gritó.
Don Carlos y el cabo Artemio se acercaron al borde del precipicio.
—De ese me encargo yo —afirmó el cabo, lanzándose en su persecución.
No fue difícil darle alcance, ya que el guerrillero se detenía a respirar cada tres pasos, aferrándose a cada tronco que encontraba para no caerse. Artemio le dio alcance, apartó el subfusil en bandolera hacia su espalda y extrajo la pistola. Pegó el cañón a la frente de Bóger, que se había apoyado en un haya para mirarle directamente a los ojos, y disparó.
El antiguo teniente de milicianos en la guerra civil se desplomó. El cabo se abalanzó sobre su cuerpo y le quitó la pistola de las cachas de nácar. Luego rebuscó dinero por los bolsillos y le quitó el reloj. Tenía el cristal roto y las agujas se habían detenido a las cinco y cinco.
—Artemio —se oyó la voz de don Carlos en lo alto, desde el camino—, el reloj y el dinero son míos.
Desde la caja del camión, el guardia que mantenía al enlace tumbado boca abajo con las manos en la nuca, preguntó al sargento:
—¿Qué hacemos con este?
—Mátelo.
El guardia acercó el arma a la sien de Pepín.
—Por favor —suplicó el enlace—, no lo haga. Yo no soy de la partida, sólo vine a ayudar a cargar las armas.
—Tu ayuda ya no es necesaria, muchacho.
Y disparó.
Los vehículos del segundo grupo, con el coronel y Vincén, habían llegado. Los guardias arrastraban los cadáveres y los cargaban en la parte de atrás del furgón, con los hermanos Castiello y Tarzán.
El jefe falangista se apeó y contempló los cuerpos de los caídos. Dirigiéndose al coronel, dijo:
—En total hemos terminado con veinte fugaos.
—Yo diría que con menos —contestó Novo.
—¿Menos? ¿Es que no sabe usted contar?
—Mire, Pepín era sólo un enlace de Bóger; Puertas, que se encontraba con los de Onofre, también. Y sobre los cuatro de Quintes, usted sabe que eran elementos de apoyo. Dejémoslo en catorce.
—Me da igual, para mí son veinte.
—Si lo que quiere es aumentar el número, sume los animales quemados vivos en la cuadra de Quintes.
Vincén no contestó. Se limitó a acercarse a don Carlos.
—Buen trabajo, camarada.
—Gracias. Espero que el Caudillo conozca de mi sacrificio y sepa recompensarme.
—Se lo haré saber nada más que llegue al Pardo. Y sabrá recompensarte.
El sargento, por su parte, se dirigió hacia Blanco Novo.
—Mi coronel, ¿qué hacemos con los cuerpos?
—Los llevaremos hasta la plaza Mayor de Sama. Que los vean todos nada más levantarse.
En ese momento, un autobús apareció por el camino. Los guardias dispararon al aire para que se detuviese. El conductor obedeció y el cabo Artemio abrió la puerta.
—Vayan saliendo con las manos en alto.
—Somos de la empresa Carbones Asturianos —balbuceó el conductor.
—Nadie le ha dicho que hable. Bajen.
Luego, los guardias les obligaron a tumbarse en el pasto. Los fueron cacheando mientras tres revisaron el interior del vehículo.
Falsa alarma: no eran un grupo de apoyo de la guerrilla.
—Pueden subir y continuar ruta —ordenó el cabo.
Al ponerse en fila para acceder al autobús, los mineros miraron de reojo hacia los cuerpos acribillados. Sólo reconocieron a los cuatro de su pueblo: Bóger, David, García y a Pepín, el hijo de Nati. Los otros tres les resultaron desconocidos. Pensaron que serían tres guardias muertos en el enfrentamiento. Y esa fue la versión que corrió por el valle en cuanto ellos llegaron a la bocamina.
A la media hora, el convoy se adentró en la ciudad de Sama de Langreo, bordeó el pozo Fondón y se dirigió hacia la plaza del ayuntamiento.
Aquella mañana los relevos de mineros no entraron en las bocaminas. La noticia de que en los camiones iban miembros de la guerrilla les había llegado de sus compañeros de Carbones Asturianos.
Todos se encaminaron en silencio hasta la plaza Mayor. Al llegar, vieron los siete cadáveres cosidos a balazos expuestos sobre el pavimento, junto a la fachada del edificio consistorial. No comprendieron por qué exponían los siete, si tres eran guardias. El resto de los vecinos se les fue uniendo, con el mismo comentario sobre los muertos.
Y la noticia comenzó a extenderse por el valle en cuanto salió el sol.