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La caravana de la muerte (IV)
Mientras el convoy continuaba su macabra ruta, seis integrantes de la contra, armados de naranjeros y granadas Tonelete, ascendieron por el sendero de la colina siguiendo el foco de la linterna de Pasteles. Llegaron al refugio: una mina abandonada. La entrada se encontraba oculta por ramajes que enmascaraban un portón.
Pasteles les hizo un gesto a los otros, indicándoles que se apartaran a los laterales sin hacer ruido. Golpeó en la madera que servía de puerta. No obtuvo respuesta. Y susurró al resto:
—Si Pin ha llegado, seguro que han huido por el pozo de ventilación.
Volvió a golpear y llamó, alzando la voz:
—Maestrín, soy el Pasteles. Ha sido una trampa. Abre.
El portón se movió y apareció el guerrillero con un candil en la mano que cubría de sombras su rostro.
—He oído disparos. ¿Qué ha pasado?
—Era una trampa. Sólo conseguimos escapar Pin y yo. A él lo han alcanzado.
—¿No viene contigo?
—No… Entonces, ¿aún no ha llegado?
—Aquí no.
—¿Estás solo?
—Sí.
En ese instante, le encañonó:
—Levanta las manos y retrocede.
—¿Qué estás haciendo?
—Vosotros, venid aquí.
Ante la sorpresa de Maestrín, los contraguerrilleros abandonaron su posición, surgiendo de entre los matorrales.
—¡Hijoputa! ¡Traidor!
—Uno de vosotros, aquí dentro, conmigo, custodiando a este. Que el resto siga oculto hasta que aparezca Pin.
Maniataron al guerrillero y le introdujeron pañuelos en la boca. Dentro del refugio se quedó Pasteles con otro miembro de Falange. «Nunca vayas a buscar a la presa: espera que ella venga a ti», rezaba el lema del buen cazador. Y esperaron.
Media hora después oyeron pasos irregulares en el sendero, que por momentos se detenían. Al acercarse, percibieron también la respiración forzada. Era el caminar propio de un herido.
Nadie se movió. Ni un ruido. Golpearon la puerta de la bocamina.
—Maestrín, abre. Soy Pin.
Como único respuesta, obtuvo tres tiros a bocajarro.
—Pasteles —gritaron desde el exterior—, este ya cayó.
Abrieron la compuerta e iluminaron el rostro del guerrillero. Pasteles se giró con el MP28 hacia Maestrín, que se retorcía en el suelo intentando zafarse de las ataduras, y efectuó un disparo directo al pecho. No dejó de retorcerse, aún con más violencia. Otro disparo. Y el último en medio de la frente.
—Venga, vosotros dos cargar con Pin. Nosotros llevaremos a este.
Los cadáveres irían al pueblo, a unirse a los de sus compañeros, para que por la mañana el teniente Padilla los paseara a lomos de mulos por todo el valle.
—Pasteles, este aún se retuerce —dijo un componente de la contra.
Pin, sangrando por la boca, gastaba sus últimas energías en arrastrarse, intentando huir. Pasteles se arrimó a él, enfocó el haz de luz de la linterna hacia el rostro del guerrillero. Se arrodilló, y le dijo:
—Es inútil, Pin. Estás muerto.
—Dile al Francesito… —balbuceó Pin.
—¿Qué quieres que le diga?
—Dile…
—Don Carlos te da las gracias, Pin. Tú fuiste el portador del virus.
—Por favor, dile que…
—¿Qué le digo?
Pasteles se acercó hacia los labios del guerrillero, para escuchar su último aliento. Y le colocó el cañón de la pistola entre las cejas.
—Dile…
—Habla.
La mano de Pin aferró las solapas de la zamarra de Pasteles, impidiéndole levantarse.
—Dile que le espero en…
Ahí fue cuando el antiguo legionario de la Muti se percató de lo que ocurría. Pin le sujetaba con la derecha mientras con la izquierda había quitado la anilla de una GR-3.
—¡Me cague…! —gritó inútilmente Pasteles.
—… la sexta del infierno.
El disparo de la pistola y la explosión de la granada fueron al unísono.