61. La caravana de la muerte (III)

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La caravana de la muerte (III)

El convoy llegó al punto de encuentro con los enlaces de Quintes. En el cruce de caminos que señala la entrada al pueblo y el desvío hacia los limítrofes no había ninguna toalla con rama de roble. Don Carlos descendió del vehículo y silbó. Esperó. Volvió a silbar.

—Al parecer aquí tampoco viene nadie —dijo con sorna el coronel a Vincén.

El Francesito se acercó al coche en el que iban Blanco Novo y el jefe falangista. Abrió la puerta y, apesadumbrado, anunció:

—Algo ha ocurrido. O han oído los disparos o han sido advertidos.

Fugaos, tres. Falange, dos —se burló Novo una vez más.

Pero Vincén mantuvo el gesto pétreo porque sabía que pese a la guasa, el coronel llevaba razón. Habían caído los Castiello y los de Onofre, pero Guerrero con los santanderinos, los de Caxigal y, ahora, los de Quintes no habían aparecido. El balance era muy pobre para presentar ante el Caudillo. Aun así, abandonó su flema y le respondió enfadado:

—Me tiene harto, coronel. ¿Usted se cree que esto es un partido de fútbol? Estamos ante un acontecimiento único que pasará a la historia.

—Por eso traje la cámara.

El jefe falangista hizo oídos sordos al comentario y se dirigió a don Carlos:

—¿Quiénes son los próximos?

—Los últimos son los de Bóger. Hemos quedado con ellos a las cuatro cuarenta y cinco en Santo Emiliano.

Vincén consultó el reloj.

—Tenemos tiempo. Vamos a ver, camarada. De los que se nos han escapado, ¿a quién podríamos localizar ahora?

—A los de Caxigal y Guerrero, por supuesto que no. De los Castiello nos quedó Alfredo Urdiales, alias Tarzán.

—¿Tenemos posibilidad de capturarlo?

—Sí. No acudió a La Franca porque se había citado con su novia. Se supone que a estas horas estará con ella.

—¿Se sabe dónde vive?

—En Peón, no muy lejos de aquí.

—¿Alguien conoce el paradero exacto?

—Hay un par de los nuestros que saben cuál es.

—De acuerdo. Esos se van hasta allí, ahora. ¿A quién más podemos localizar?

—A los de Quintes, a Emilio Rubiera Moro y al marino. El camarada Alvarado les instaló la emisora en el ático. Así que él conoce el sitio.

—Quiero dos grupos —ordenó Vincén a don Carlos—. El primero se viene conmigo a Peón a buscar a Urdiales. Asegúrate de que incluya a los dos que conocen la ubicación de la casa. El otro que vaya con Alvarado hasta la vivienda de Moro en Quintes. El resto que continúe viaje a Santo Emiliano.

—A tus órdenes, camarada —respondió el Francesito.

Vincén bajó del coche. Estiró su chaqueta blanca de Falange, se cubrió con el abrigo azul mahón, que llevaba bordados el yugo y las flechas en el bolsillo del pecho, y comprobó que su Luger P-08 estaba cargada. Palpó el bolso del abrigo para confirmar que llevaba otro cargador. Se dirigió a Blanco Novo, que continuaba en el interior del auto, y le dijo:

—Nos vemos a la hora fijada en Santo Emiliano.

—No me diga que va a descender a la arena.

Como contestación, cerró la puerta de un golpe. Después se encaminó al furgón que llevaba los cuerpos de los Castiello. Cuando los tres miembros de la contra que le iban a acompañar lo alcanzaron, dio la orden de subir al furgón y abandonar la fila del convoy, dirigiéndose al pueblo de Peón.

Otro camión, con Alvarado, también se apartó de la caravana, aunque con rumbo al otro extremo de Quintes, al caserío de Moro.

El convoy continuó camino hacia Santo Emiliano, al encuentro con la partida de Bóger.

El primero en llegar a destino fue Vincén. Aparcaron la furgoneta enfrente de la casa de la novia de Urdiales y efectuaron un disparo al aire.

—Tarzán, entrégate —gritó el jefe falangista—. Sabemos que estás dentro.

No hubo respuesta. Hizo un gesto a uno de la contraguerrilla, y este disparó a la cerradura. La puerta se abrió e irrumpieron en la vivienda. Los cuatro haces de las linternas cegaron a la muchacha que se encontraba en el interior. Fue retrocediendo en silencio hasta que su espalda golpeó la pared. En ese momento sus rodillas se flexionaron y quedó en cuchillas en el suelo, con la cabeza gacha, evitando los focos.

—¿Dónde está Urdiales? —gritó de nuevo Vincén.

La chica comenzó a llorar. El jefe falangista iluminó la cama: las huellas en la almohada indicaban que allí había pernoctado más de una persona. Extrajo su arma de la funda y, apuntando al cojín, efectuó un disparo. La muchacha gritó, temblando.

—Por última vez: ¿dónde está Urdiales?

El brazo de la chica se extendió tembloroso y su mano señaló debajo de la cama. Los acompañantes de Vincén apartaron el colchón. Después retiraron el somier y el bastidor de madera, dejando al descubierto una trampilla en el suelo de tabla. La elevaron.

El estruendo de los disparos apagó los gritos de la mujer. Dos descendieron y cogieron el cadáver de Tarzán, destrozado por impactos. Lo cargaron en el furgón junto a los Castiello.

Al llegar a la puerta, Vincén se giró, iluminó a la muchacha, que continuaba en el suelo chillando y mesándose los cabellos, y le dijo:

—Perdone las molestias, señorita. Y buenas noches.

El vehículo con los tres cadáveres arrancó y puso rumbo a Santo Emiliano para unirse al grueso del convoy.

Entretanto, el grupo que atravesó Quintes había llegado a la casa de Moro y su familia. No efectuaron ningún disparo al aire como los anteriores. Se limitaron a disparar a la puerta y a entrar en tropel con linternas y subfusiles. Primero registraron el salón. Después, la cocina. Subieron a la vivienda. Revisaron habitación por habitación, y luego el desván. No encontraron nada.

—Están en el sótano, seguro —dijo Alvarado.

Alzaron la trampilla y descendieron con precaución, iluminando los rincones. De repente, de un montón de rollos de papel, apareció el marino disparando con un naranjero. Cegado por los focos de las linternas, no acertó a ninguno, pero tras un par de segundos su cuerpo se retorcía ante las balas que le llegaban de todas las direcciones.

—El Moro, si no ha huido, debe de estar debajo. Vayamos con cuidado.

Buscaron, entre las virutas y los rollos de papel, la argolla que servía de agarre. La encontraron y, despacio, fueron levantando la tabla. Entonces arrojaron dos granadas, una Tonelete y una GR-3, y, cerrando la trampilla, se pusieron a cubierto. La explosión voló en mil astillas los tablones. Descendieron despacio, disparando por doquier. No se retrasó el hallazgo de los cuerpos de Moro, Carmina y Asunción, destrozados por la metralla.

A continuación se dividieron en dos grupos: uno se encargó de requisar los objetos de algún valor y el segundo se dirigió hacia la cuadra.

Estos últimos se aseguraron de que los animales estuvieran atados. Luego diseminaron por el cobertizo dos alpacas de paja y les prendieron fuego. Introdujeron tres más en la vivienda y esperaron la salida del primer grupo con el botín. A continuación, encendieron otra cerilla.

Los miembros de la contra se quedaron a diez metros de la casa, contemplado la hoguera.

Mugidos y relinchos de las vacas, bueyes y tres mulos torturados bajo las llamas se convirtieron en bramidos en medio de la noche, despertando al pueblo.

Los vecinos acudieron con cubos de agua, corriendo espantados, pero se encontraban con cañones de escopeta o subfusiles que les impedían acercarse y les obligaban a retornar a sus viviendas. Las llamas se elevaban al cielo, desprendiendo cientos de chispas que la noche se tragaba.

Al cabo de una hora, las vigas de madera del caserío y las de la cuadra cedieron y todo se derrumbó. El marino, Moro y sus hijas, junto a los animales calcinados, yacían bajo los escombros: un gran brasero alimentado con cadáveres.

—En busca del convoy, camaradas —gritó Alvarado.

Todos se subieron al vehículo y se alejaron de Quintes.

A las cuatro de la mañana, la caravana se detuvo sin emprender la subida a Santo Emiliano. Aún quedaban tres cuartos de hora para el encuentro. Apagaron las luces y los motores. Y aguardaron.

—A Vincén lo esperamos sólo media hora. Si no está aquí, continuaremos sin él —dijo el coronel al sargento Fernández y a don Carlos, y regresó al coche.

Los dos encendieron sendos cigarrillos.

—Parece que no ha congeniado muy bien con su jefe —dijo Fernández.

—Tengo la impresión de que al coronel le molesta que unos paisanos hagamos su trabajo.

—A mí no me importa, con tal de que matemos a todos los fugaos.

—Eso es lo que no comprende Novo, pero le ocurrió lo mismo al comandante Gutiérrez Mellado y ahora se arrepiente.

—¿Qué le pasó al comandante?

La pregunta del sargento quedó sin respuesta. El furgón cargado con los cuerpos de los Castiello y de Tarzán había llegado. Paró a la altura del vehículo del coronel y Vincén descendió. Se quitó el abrigo y se sentó en el coche al lado de Novo.

—Viene muy contento, supongo que le ha salido todo bien.

—Nada más tiene que ver nuestro cargamento.

—¡Fernández!

—A la orden, mi coronel.

—Ordene que el convoy emprenda la marcha.

—Queda Bóger —dijo Vincén a modo de conclusión—, y misión cumplida.

—Bueno —añadió Novo—, aún le queda otro cabo suelto: Pin.

—No me preocupa. Estoy convencido de que Pasteles le ha dado caza.