60. La caravana de la muerte (II)

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La caravana de la muerte (II)

Ocultos entre la espesura de las hojas acorazadas de los avellanos silvestres, se encontraba Manolo acompañado de cuatro guerrilleros: Camblor, Rubio, El Peque y Ruso. Al resto de la partida le había ordenado mantenerse en el campamento. «Si es una trampa, con que nos maten a nosotros es suficiente», les había dicho cuando distribuyó los destinos.

Todos mantenían la vista en el sendero que bordeaba la ladera. Aquella noche, sus únicos aliados eran la iluminación de una luna pletórica y el instinto que otorgan los bosques a los animales salvajes.

—Manolo —dijo Ruso en voz baja—, ¿pongo la señal?

—No. Esperemos a ver lo que ocurre.

Se divisaba la luz de los focos de un coche ascendiendo por el camino hasta su posición.

—Ahí vienen. ¿La coloco ahora?

—No. Ya daré yo la orden.

El vehículo se encontraba ya a escasos veinte metros. Pero al no encontrar la señal que le indicase el punto exacto no se detuvo.

—Es el coche del Francesito. ¿Salimos?

—Ni os mováis.

—Pero si no nos ve, puede pasar de largo.

—Se supone que tiene que llevar ocho cajas con subfusiles. En ese coche no caben.

—Vendrán más atrás, en un furgón.

—Pues sigamos esperando.

La impaciencia de Ruso contrastaba con la precaución de Manolo, pero ninguno se movió. Desde su trinchera vieron cómo el auto proseguía su ruta sin detenerse.

—Se va.

—Relájate, Ruso. Si traen las armas, no se van a largar a ninguna parte.

El coche del Francesito dio la vuelta medio kilómetro más adelante. Pasó una vez más por delante de sus puestos, pero al no ver señal ni movimientos prosiguió su ruta.

—Hay que poner la señal.

—He dicho que no. —La rotundidad de Manolo obligó a Ruso a desistir.

Al cabo de diez minutos el vehículo regresó. Nadie pronunció ni una sílaba, y pasó por delante de ellos sin detenerse. En el mismo punto de la primera vez, el coche volvió a girar hacia ellos.

—Tenías razón, Caxigal —apuntó Camblor—, ahí no pueden llevar las armas.

—Pongamos la señal y sabremos lo que ha ocurrido.

—No, Ruso. Si no trae las armas, no quiero oír excusas. Ese tipejo tiene nuestras trescientas mil pesetas y las tendrá que devolver.

—Ahí regresa —indicó Camblor.

El vehículo realizó la misma maniobra por tercera vez y se volvió a perder colina abajo.

—Nos vamos de aquí —ordenó Manolo—. No hay armas. Ruso, ahora sí, déjale la señal. Si vuelve a pasar que se dé cuenta de que nosotros hemos cumplido.

Eloy descendió la ladera; en medio del camino, extendió una toalla blanca, colocando sobre ella una rama de roble, y regresó a su posición.

—Caxigal, mira —dijo Camblor, señalando una repentina iluminación en la falda del monte.

Todos giraron sus rostros hacia el lugar indicado. En el llano, en medio de la oscuridad, se habían encendido los faros de tres camiones que acompañaban al coche en un nuevo ascenso a la colina.

—Era una puta trampa —exclamó Manolo—. Habían dejado escondidos los camiones esperando que apareciéramos. Nos vamos de aquí, y rápido.

—Habría que avisar a las otras partidas.

—No hay tiempo, me caguen Cristo —se lamentó Manolo—, no lo hay. Monte Coya está a diez kilómetros, llegarán ellos mucho antes. Aunque Onofre es muy confiado, tengo esperanzas en que Raque y Aurelio se percaten de la jugada. Avisar a Bóger es imposible, son setenta kilómetros hasta Santo Emiliano. Lo único… —Al decir esto, se volvió hacia Ruso y le ordenó—: Coge uno de los mulos y sal hacia Quintes. Avisa a Moro y al marino de lo que ocurre.

—Si atravieso los montes tardaré mucho.

—Coge caminos asfaltados si es necesario, pero no te detengas ni a mear.

—¿Qué habrá pasado con los Castiello y con Guerrero?

—No lo sé, Camblor. Prefiero no pensarlo.

La partida se dispersó entre las brañas con destino al refugio. Allí sólo quedó el viento silbando entre los ramajes de los avellanos.

Eloy emprendió camino hacia Quintes espoleando a un viejo mulo en el que apenas tenía confianza.

El coche del Francesito, seguido de los tres camiones, llegó al lugar de la señal. El convoy se detuvo y don Carlos se apeó. Recogió la toalla. Colocó dos dedos en su labio inferior y silbó. Volvió a silbar. El eco le respondió por segunda vez. En mitad de la ladera, sólo su figura cubierta por la gabardina blanca y el convoy. Arrojó al suelo la toalla con furia y, después, el cigarro.

—A Monte Coya —gritó.

Con un gesto de su mano, indicó a los conductores de los otros vehículos que se reanudaba la marcha hasta el próximo objetivo. El convoy comenzó a moverse.

—¿Por qué continuamos viaje? —preguntó Blanco Novo.

—Parece que Caxigal no ha aparecido —respondió Vincén.

—Vaya racha que lleva su camarada. —El coronel sonrió—. Ni Guerrero ni Caxigal. Si esto sigue así, lo mejor es que regresemos a la comandancia y nos tomemos un café caliente con unas gotas de coñac.

El jefe falangista no respondió, pero no pudo ocultar su rabia. No sólo estaba en juego su puesto, también el lugar de Falange en los resortes del poder en el nuevo Estado.

Entretanto, en Monte Coya, la partida de Onofre había atravesado el puente romano que delimita el monte con las casas diseminadas, y se había situado en el lugar del encuentro.

—Colocad la señal.

—No me fío, Onofre —dijo Raque—. No deberíamos haber venido tantos. Con tres bastaba. Recuerda lo que dijo Caxigal.

—Ya estáis con vuestras suspicacias. Con que en el refugio se quedara sólo Maestrín, es suficiente. Y si Aladino con su gente no hubiese tenido que ir a la Robla, también estaría con nosotros. Recuerda que hemos pedido tres cajas y alguien tiene que llevarlas.

—Pero venir nueve es excesivo.

—De todas formas hay que ser prudentes —añadió Aurelio—. Raque puede tener razón.

—¿De qué desconfiáis? ¿Del Francesito? —intervino Pin—. No seáis tontos, es de los nuestros. Y os lo digo yo, que compartí la vida en la sexta con él.

Nadie cuestionó a Pin. El trozo de roble sobre la toalla ya se encontraba en el lugar acordado. Y esperaron.

El coche de don Carlos fue el primero en detenerse al lado de la señal; después lo hizo el primer camión, el que llevaba a los hombres armados de la Brigadilla. Los otros habían estacionado a la entrada del pueblo para que los guardias civiles se dirigiesen al lugar del encuentro en una maniobra envolvente.

El Francesito se bajó del coche y con él los falangistas de la contra, con sus subfusiles en bandolera. Onofre salió a su encuentro, abriendo los brazos.

—¿Qué tal por Francia, camaradas? —les gritó.

Todos sonrieron, pero ninguno abrió la boca. Don Carlos tomó la iniciativa cuando aparecieron los otros ocho desde las sombras. Con una mirada, indicó al jefe de la contrapartida que no disparasen: Pasteles, el infiltrado, aún se confundía en el grupo de Onofre.

—Venid aquí —gritó don Carlos—, que os voy a regalar más bolígrafos pistola.

—No quiero más juguetitos de esos. Yo voy llevando una.

Mientras Onofre cargaba sobre sus hombros una de las cajas del camión, don Carlos consiguió que los guerrilleros se agruparan en corrillo alrededor de los sofisticados bolígrafos, permitiendo a Pasteles apartarse de ellos y unirse a los miembros de la Brigadilla.

Entonces el Francesito se separó del grupo.

—¡Eh, mirad! —les gritó.

Cuando dirigieron su mirada hacia él, ya era tarde. El Francesito los encañonaba con el subfusil, del que salió una ráfaga que impactó en el pecho de Aurelio y en el de Raque. El resto de falangistas también abrieron fuego. Los cuerpos de Loeto, Maqui y Puertas se desmoronaron ante la avalancha de impactos. Pin y Ordieres, aunque heridos, consiguieron huir.

Onofre había atravesado el puente cuando oyó los disparos. Arrojó la caja al suelo y salió corriendo hacia el lugar en el que se encontraban sus compañeros. No pudo llegar. El cabo Artemio le había seguido, sin ser descubierto, y abrió fuego sobre él. Una ráfaga a su espalda obligó a Onofre a arrojarse al suelo. Otra, dirigida a las piernas, se las inutilizó. Onofre intentó levantase para hacerle frente, pero la tercera ráfaga le abrió el pecho. Antes de desmoronarse, su mano se abrió sobre el pequeño pretil y el naranjero cayó al río. Artemio se acercó al cadáver, lo iluminó con su linterna y gritó:

—Este tiene un parche en el ojo.

—Es Onofre —aseguró un guardia que le acompañaba en las sombras.

—¡Ordieres se escapa! —les avisó don Carlos.

El cabo y el guardia siguieron con su linterna los restos de sangre. Iba herido en una pierna y las huellas cada vez eran más evidentes: un charco carmesí en la orilla indicaba que había intentado cruzar el río.

Pero no llegó a atravesarlo. Se había refugiado debajo el puente romano, pegado a uno de sus pilares. Hubo fuego cruzado. Los disparos de Ordieres no alcanzaron a los guardias. Las balas de la Brigadilla terminaron con la vida de Ordieres, que quedó sentado en las aguas con la espalda pegada a la piedra. La sangre comenzó a manar del pecho y la boca. Se fue ladeando despacio hacia la derecha, hasta que quedó boca abajo en el cauce del río.

—Onofre —nombraba don Carlos, haciendo el recuento de muertos— Ordieres, Loeto, Maqui, Aurelio, Puertas… ¡Ay! Vicente Reguero Puertas, tú eras un enlace. ¿Quién te mandaría venir a echar una mano con las cajas? —Y sonrió.

Entonces llegó a Raque. Se quedó mirándolo. Le dio una patada en el estómago y exclamó:

—¡Hijoputa! ¡Al final he ganado yo!

—¡Cuidado con Aurelio! —gritó Pasteles.

El Francesito giró instantáneamente su cabeza hacia el cuerpo del guerrillero, tendido en el suelo. Aunque moribundo, aferraba con la izquierda una granada y acercaba tembloroso la derecha para arrancarle la anilla.

El cabo Artemio había llegado desde el puente y saltó sobre él. Empleó la izquierda en sujetar la Tonelete, apretando la mano de Aurelio, y con la derecha le clavó el puñal en el pecho. Mantuvo la posición hasta que el guerrillero quedó inmóvil y su mano se abrió. El cabo recogió la granada, irguiéndose.

—Ahora vas a ver —dijo, dirigiéndose al cadáver.

Con el puñal le cortó la manga de la camisa a la altura del hombro. Hizo un nudo en ella, construyendo una improvisada bolsa. Le quitó el reloj y la cartera y los introdujo en la manga. Se dirigió al resto y gritó:

—Vayan despojándoles de todo lo de valor y tráiganlo hasta aquí.

—Mi cabo —dijo un guardia—, ¿las botas también?

—No. Las botas para el primero que las coja.

Varios guardias y miembros de la contra revisaron los bolsillos de los guerrilleros. Arrojaron al suelo las fotos y cartas de familiares. Entregaron a Artemio los relojes, anillos y carteras para que los guardase antes del reparto.

—Teniente —le dijo el coronel a Padilla—, traslade el mando del convoy al sargento Fernández. Usted quédese en el pueblo con una escuadra y, a primera hora, requisa varios mulos. Carga los cuerpos de los forajidos sobre ellos y, desde aquí a Oviedo, los pasea por todos los caminos.

—A la orden, mi coronel.

—Ah, antes de entrar en los pueblos, que las campanas toquen a concejo abierto. Esto lo tienen que ver todos.

—¿No ordena a su ayudante filmar la escena? —preguntó Vincén a Novo, con una sonrisa cínica.

—No hay luz —respondió tajante el coronel.

—Misión cumplida. Esta vez salió todo bien —intervino el Francesito.

—El único que consiguió escapar fue Pin —matizó Vincén.

—Es tan ingenuo —don Carlos bajó la vista— que hasta me da pena que muera.

—Si te parece, camarada, le dejamos vivir.

—No —respondió don Carlos—. Ha visto mi rostro. Hay que matarlo también.

—Iba herido. ¿Hacia dónde se dirigió? —preguntó Vincén.

—Seguro que fue hasta el refugio.

—¿Quién sabe dónde está?

—Lo sabe el Pasteles. Ellos salieron desde allí.

—Camarada Pasteles, acércate —ordenó Vincén.

—A tus órdenes, camarada.

—¿Cuánta gente necesitarías para asaltar el refugio de Onofre?

—En el lugar sólo dejaron a Maestrín para que lo custodiara, ya que el resto acompañó al fugao Aladino a sabotear la línea férrea que une Campomanes y la Robla. Creo que con cinco me basta para el asalto.

—Elígelos. Y asegúrate de que matas a Pin.