6. Un domingo en el valle

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Un domingo en el valle

Aquel domingo no había dormido en toda la noche, escribiendo en mi diario y leyendo los últimos capítulos de El vizconde de Bragelonne. Tenía prisa por terminarlo pues le había prometido al padre Félix que se lo devolvería después de la misa. Aún no había amanecido cuando concluí y, harta de la luz del quinqué y de la posición que adoptaba para leer en la cama, me levanté antes de que lo hicierais madre y tú, y comencé a realizar las tareas diarias.

La primera, limpiar el abono del gallinero. El gallo se despertó abriendo lentamente un ojo y no cantó, pues aún no veía los rayos del sol. Luego acomodé la pocilga y eché paja en el suelo. Los gorrinos comenzaron a olisquearla y la gocha se tumbó, indicándoles la llegada del desayuno. Habría que ir decidiendo cuál mataríamos por Navidad, pensé. Y esparcí por el suelo las mondas de patatas, pan húmedo y las sobras de la cena, el banquete de las gallinas.

A continuación extraje agua del pozo negro con el caldero de latón atado a la cuerda que pendía de la vieja polea, y la esparcí despacio sobre los surcos plantados de lechugas, zanahorias y nabos. Agua y abono juntos, para que crecieran con fuerza aquel otoño. Robé una manzana enorme al árbol, que parecía recordarme que el verano había finalizado y aún no habíamos vaciado del todo sus ramas.

Me envolví la cabeza con el pañuelo y me senté a ordeñar la vaca con la frente apoyada en su vientre. Aquella mañana sus ubres estaban frías. O ella no tenía deseos de complacerme o yo deseaba terminar cuanto antes: como fuese, el caldero sólo se llenó hasta la mitad.

Ya sólo me quedaba recoger agua en el manantial de la vereda baja y las tareas estarían rematadas antes de la misa. Aquel domingo debí ser la primera de todo el pueblo que acudía al herrumbroso caño que por arte de magia manaba siempre más allá del deshielo. De regreso, los dos cántaros de latón repletos me obligaban a detener mi caminata cada veinte pasos ladera arriba.

En medio de la senda me crucé con don Cosme, el cura de la parroquia, que iba a nuestra casa a por su ración diaria de leche. Subido al mulo grisáceo, su oronda figura ocultaba parcialmente el horizonte. Siempre con pistola al cinto porque la cruzada proseguía, aseguraba. A veces, cuando una ráfaga de aire nos golpeaba, dirigía la mano a su sombrero saturno para sujetarlo.

—Buenos días nos dé Dios, María. ¿Ya habéis ordeñado?

—Buen día, don Cosme. Sí, ordeñé hace un rato. ¿No viene hoy doña Casilda a por la leche? —Casilda era el ama de llaves del cura. Su prima, según él.

—Está pachucha. Ya sabes, el castigo mensual que os envió Dios por vuestro pecado.

—¿Castigo mensual?

En ese momento, don Cosme debió de percatarse de que yo sólo tenía quince años y que él nunca me había explicado en qué consistía dicho castigo.

—Tengo prisa porque he de preparar la misa de las ocho —dijo—. Me voy a adelantar y que tu madre o tu hermana me den la leche.

—Debe esperarme, pues ellas no se habían levantado cuando salí de casa.

—Ay, la pereza.

Seguimos caminado, el mulo y yo, al mismo ritmo durante quince metros. Me dolían las manos y los hombros; necesitaba descansar, por lo que apoyé los cántaros en la tierra.

—Espere un poco, don Cosme, que pesan mucho…

El cura miró los recipientes y luego se volvió hacia mí: dos gotas de sudor que descendían por mi frente asomaban por debajo del pañuelo.

—Yo gustoso te ayudaría, pero las Sagradas Escrituras me lo prohíben. «Pastores míos, no trabajaréis más que con almas», Génesis 22.

No cambiaría nunca. Los textos sagrados —los reales o los inventados por él— eran sus aliados: el padre Cosme sabía que sus citas no serían cuestionadas, ya que nadie más que él leía la Biblia. En realidad, tampoco estaba segura de que él la hubiese leído. Deposité los cántaros en la puerta de la cuadra y abrí el portón. Cogí el embudo y comencé a llenar su botella de leche.

—¿Habéis tenido enferma la vaca estos días?

—No. ¿Por qué lo pregunta?

—Es que desde hace dos semanas la leche casi no tiene nata.

—Pues no sé.

Sí lo sabía. Tú siempre añadías agua a la botella del cura. Agua, y algún que otro salivazo.

Ahora estaba casi llena.

—«De todo lo que Dios me dé, el diezmo aportaré para ti», Génesis 28, versículo 82.

Desconocía si las Sagradas Escrituras mencionaban esas palabras, pero era evidente que para don Cosme la vaca era Dios y el diezmo la botella de leche. Y que no pensaba pagarla.

Remangó la sotana, giró sobre sí mismo, introdujo la botella en las alforjas y, con dificultad, se encaramó al animal. Antes de espolearlo, añadió:

—Os veré luego en misa.

—No, sólo verá a mi madre. Ángela y yo iremos hasta Blimea, a la misa de don Félix. Es que he de devolverle un libro que me prestó.

—¿Qué libro?

—El vizconde de Bragelonne.

—Ay, novelas. Dijo el Santo Oficio que las novelas son peligrosas, que dan una visión falaz de la vida y os atiborran la cabeza con sueños. Ya hablaré yo con don Félix.

Espoleó al mulo y ambos se perdieron por la senda hacia el pueblo.

Vosotras ya os habíais levantado y os encontrabais en la cocina.

—Hoy madrugaste. Ya hemos visto que hiciste todo tú sola —dijiste, mientras de pie detrás de madre escarbabas en su pelo buscando liendres—. Cuando termine con ella, te sientas y comienzo contigo.

Odiaba la búsqueda de piojos, pero la prefería a la picazón. Madre continuaba sentada sin pronunciar palabra y con la mirada fija en el infinito, ajena a lo que la rodeaba. Hacía nueve años que se encontraba en ese estado, desde que mataron a padre y a ella la torturaran. Era un vegetal al que había que tener vigilado. Aunque la última vez pudimos impedir su suicidio, teníamos muy claro que algún día lograría su propósito. Al regresar de las montañas, supimos que durante nuestra presencia allí no había salido de la cama ni siquiera para comer. Casi lo agradecimos.

Alguien llamó en la puerta.

—Voy yo. —Me apresuré a librarme del despioje.

Abrí. Era la señora Juana.

—¿Está tu hermana?

—Sí. ¿Quiere que la llame?

—Es para que me escriba una carta.

Al avisarte, gritaste desde dentro:

—Escríbesela tú, que estoy ocupada con madre.

Hice pasar a la mujer, que comenzó a contarme cómo eran sus días, su estado de salud, los mendrugos que recogía, los meses en los que pasaba hambre… y yo escribía. Aquellas letras tenían un destino: Francia y su único hijo. Al terminar, doblé la carta y la introduje en el sobre, después escribí los nombres del remitente y el destinatario.

—Sólo le queda pegar los sellos.

—Gracias, Libertad. Toma, no puedo darte más. —Y colocó una moneda de dos reales encima de la mesa.

En ese momento entraste. Recogiste la moneda y se la devolviste.

—En esta casa nunca se ha cobrado por escribir cartas, señora Juana. Además, lo necesita usted más que nosotras.

Yo había alcanzado a soñar cómo habría aprovechado los dos reales, pero tu voz sonó contundente.

—No me lo rechacéis, vosotras sois jóvenes y tenéis toda la vida por delante. Yo ya soy una pobre anciana que ha comenzado a ver la coruxa por las noches.

—Señora Juana, la coruxa es una lechuza y no hay nada malo en ella. Todo eso son mitos. Mitos viejos que no indican nada.

—Que el cielo te oiga, Ángela. ¿Cómo está vuestra madre?

—Como siempre.

La señora Juana emprendió el descenso por la ladera hacia el pueblo. Me quedé mirándola: qué parecida a mi madre, pensé. Habían llegado al ecuador de la cincuentena y parecían mujeres acabadas. Sus cabellos espaciados y débiles se ocultaban bajo la pañoleta negra, y sus rostros esgrimían el dolor entre las arrugas profundas, como torrentes rasgando las montañas. El caminar era lento y pesado, con los pies enfundados en madreñas, y sus miradas escurridizas, gestadas en el miedo. Las mujeres de la derrota: con maridos muertos e hijos desaparecidos que andaban en silencio por los valles, porque el mutismo era la única forma de sobrevivir. Pero ya estaban muertas: la apoplejía les había llegado en carros cargados de cadáveres.

Como cada domingo, íbamos caminando hasta Blimea para asistir a la misa del padre Félix. Pero también había otro objetivo: recoger cartas de familiares para la guerrilla. En la primera fila de la diminuta parroquia se sentaban el pedáneo y su mujer, el cabo de la Guardia Civil vestido de gala y algún que otro ingeniero de las minas. El resto de los mortales nos ubicábamos en los bancos de atrás.

Aunque todas las misas eran iguales, nosotras preferíamos escuchar al padre Félix, ya que en sus homilías nos hablaba de Cristo como hombre y siempre sentenciaba que los pobres eran la única opción que debería tener la Iglesia, remarcando aquello de que la sangre de Cristo era roja como la nuestra. Pedía a Dios el cese inmediato de las torturas y detenciones. «El sermón de hoy parecía un mitin del Frente Popular. Sólo le salvan sus sotanas», le escuché un día al cabo decirle al pedáneo. «Si este cura sigue así, habrá que dar parte al señor obispo», contestó el otro.

Aquello era muy distinto a lo predicado por don Cosme en el pueblo, con su boca llena de citas bíblicas inventadas o adaptadas para su conveniencia. A veces las pronunciaba en latín para incrementar el misterio.

Nosotras no nos sentábamos: preferíamos ocultarnos entre las columnas observando los gestos de los asistentes. El señor Matías sacaba el pañuelo, lo pasaba dos veces por su frente y otras dos por la nariz: quería enviar una carta a su hijo en las montañas. La señora Rosa le seguía y al poco rato se unía Pancracio, el mulero del pozo Fortuna: tres cartas. Recogerlas era nuestra misión aquel domingo.

Cuando comenzó el interminable desfile para la eucaristía, cerré los ojos y mi mente se perdió por los acontecimientos ocurridos en el tren de Infiesto. Recordaba el temblor de mi pierna derecha al ver los capotes y tricornios desfilando en el pasillo. Me colocaste la mano encima y tus uñas se clavaron en mi piel, atravesando la tela de las sayas. El tic desapareció de golpe. La pareja de la Guardia Civil se limitaba a mirar los rostros de los inquilinos de los asientos, pero sólo pedían la documentación a los hombres que no conocían. Al llegar a nuestra altura, yo contemplé sus botas brillantes sin coraje para alzar la vista. Tú fijaste tus poderosos ojos negros capaces de embrujar a los dioses y ellos los eludieron, dirigiéndose a otro banco.

La misa terminó y mi mente regresó a la realidad. Esperé a que todo el mundo hubiese salido y me dirigí hacia el padre Félix, que había entrado en la sacristía a quitarse los hábitos.

—Venía a devolverle el libro, padre Félix.

—Pasa, María. —Era un hombre alto y delgado, con un rostro que me ofrecía simpatía y seguridad—. ¿Ya lo leíste?

—Sí, ya terminé la trilogía: Los tres mosqueteros, Veinte años después y El vizconde de

—Voy a comprobar si además de leerlos los has entendido. —Y sus ojos se iluminaron mientras sonreía—. ¿Quién representa el apego al ideal caballeresco de otra época, el liderazgo, el arrojo, el tormento en la melancolía?

—Athos.

—¿Quién es la lealtad, el ingenuo, el barroco, el más valiente de todos, que sólo sabe morir en batalla?

—Porthos.

—¿Quién se ve obligado a ver morir a todos porque es el único que entiende la cruda relación que se establece en cada uno de nosotros con el amigo muerto?

—Aramis.

—Gasparín —llamó, dirigiéndose al niño que acompañaba al sacristán, un muchachito moreno de unos cinco años que miraba cómo el acólito doblaba los hábitos con sumo cuidado—, aprende de María. Ella será una buena maestra de todos nosotros. —Y el crío me sonrió.

Nunca sospeché que el padre Félix se pudiera equivocar tan estrepitosamente, pues quien sería en realidad nuestro verdadero maestro era aquel mozalbete. La última noticia que tuve de él fue la de su muerte en Nicaragua, en el 78, empuñando un fusil para defender a los pobres. Gaspar García Laviana, un cura guerrillero, que aprendió todo en nuestros montes y en nuestra miseria.

—Padre Félix, ¿puedo llevarme otro libro?

—Coge el que quieras.

Y comencé a mirar el anaquel superior, en el que guardaba todos los libros que nos prestaba. Los miserables, de un tal Víctor Hugo. Me sedujo el título, lo cogí.

De repente, la puerta de atrás de la sacristía se abrió y la figura poderosa de Manuel ocupó el marco. Detrás de él se encontraba Ruso. Entraron. Iban sin fusiles, pero aferrando pistolas.

—Te prometí que vendría a verte —me dijo Eloy.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó desconcertado el padre Félix dirigiéndose a Manuel, que se limitó a decirle:

—Necesito que me prestes una sotana.