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Doble derrota
Los días siguientes viví una tensión incontrolable. El tiovivo de la sangre giraba y nadie podía frenar su movimiento. La fecha y el lugar para la entrega de las armas habían sido marcados con toda seguridad, pero a nosotras no nos habían llegado más noticias. Aunque tú te mostrabas tranquila, no me podías engañar, la presión también se había apoderado de ti.
—No sé si lo que vas a hacer es lo más adecuado —me dijiste.
—Todo saldrá bien, Ángela —manifesté, pero las dudas eran superiores a las palabras.
—Nunca debí dejar que Manolo te asignase seguir sonsacándole al teniente.
—Elegí ser una combatiente.
Sonreíste y nos abrazamos.
Las lágrimas que descendieron por tu mejilla me dieron fuerzas para continuar.
Y llegó el 22 de enero. La Junta de Mandos en la Jefatura de Orden Público se había celebrado por la mañana y yo me encontraba en la estación del ferrocarril esperando al teniente.
Miré el reloj incrustado en la fachada bajo el rótulo de «Oviedo». Aún faltaba una hora para la llegada del tren con destino a Madrid. Dejé el equipaje en el suelo y me senté en un banco. El andén se llenaba de gente desconocida, de susurros que nadie escuchaba, del pitido de las locomotoras con motores llameando, del sonido del vapor de agua saliendo de las chimeneas, del toque repetitivo de la campana, de arenilla que llegaba con el hollín y se iba con el viento.
Los problemas de conciencia me machacaban más que el frío. Las palabras de Ventura retornaban machaconas a mi cabeza: «Lo que te salva la vida te la hace insoportable». ¿Pasaría eso entre Eloy y yo?, me pregunté. Era como si me adentrase en lo profundo de un cementerio. Me sentía condenada a ir a la deriva o, lo más grave, a no poder ir a la deriva. Era como una marioneta a la que las circunstancias movían sus hilos.
Quedaban diez minutos para la salida y Martín no se había presentado. No podía fallar, había sido él quien había tenido la idea de pedir mi mano. Seguí esperando.
El tren partió sin mí. Permanecí sentada en el banco con el equipaje a mi lado cavilando sobre qué habría ocurrido. ¿Se habría arrepentido? ¿Se habría dado cuenta de la trampa?
Mi vista se clavó de nuevo en las agujas del reloj. Hacía dos horas que el tren había emprendido su ruta. Martín ya no vendría, pensé. Hundida como una piedra en las aguas del mar, recogí la maleta y puse rumbo al pueblo.
No había conseguido la información para la guerrilla y en mi interior sentía los remordimientos de una traición a Eloy. Mi derrota era doble.