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Carabanchel, 1948
Con el año nuevo, un fantasma había regresado a las galerías de la prisión de Carabanchel: Morales. Un año apartado del trabajo: siete meses interno en un hospital y cinco de convalecencia le habían convertido en un funcionario aún más gris. Había solicitado al director que le apartase de la corrección de reclusos y le destinase a tareas administrativas. Como la hoja de servicios de Morales obligaba a concederle cualquier petición, aquel accedió. Por los pasillos y celdas se rumoreaba que no era el mismo, que su mandíbula cuadrada y sus hombros de oso habían mermado. Hasta se cuchicheaba que ya no daba órdenes a los presos.
A los pocos días de su incorporación, llamó a su despacho al viejo Ordás, el jefe de la célula clandestina del Partido en la sexta y amigo de Pin.
—¿Da su permiso, oficial?
—Pase, Ordás.
—Me han dicho que me presentase ante usted para…
—Quería que me firmase los papeles de la condicional para el 1 de febrero.
Morales le tendió los documentos y le indicó el lugar en el que los tenía que rubricar.
—¿Algo más? —preguntó Ordás.
—Sí. Tenga.
Le entregó una carpeta azul mahón con el yugo y las flechas grabadas bajo la leyenda «Operación Exterminio». Dubitativo, Ordás la abrió. Ojeó los folios hasta llegar a la foto del final: el rostro del Francesito.
—¿Por qué me entrega esto?
—Digamos que no lo hago por usted ni por la causa de ninguna futura democracia en España. Tal vez lo hago por…
—¿Venganza?
—Digámoslo así.
—A lo mejor esto no sirve de nada porque la operación ya se ha realizado.
—Sí sirve, Ordás. Aunque les haya salido bien esta vez, no podrán repetirlo y el señor Francisco Cano Román, alias don Carlos, estará marcado.
—¿Qué hago con la carpeta?
—Guárdela bajo el colchón.
—¿Y si hay registro?
—No se preocupe. Hasta que usted salga con la condicional no habrá ninguno más.