55. Punto sin retorno

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Punto sin retorno

El día 20 había llegado y con él la cita de don Carlos y Caxigal para establecer los lugares exactos de la entrega de las armas. Aunque cada uno sabía de los movimientos del otro en los últimos meses, por fin se conocieron en persona. El Francesito acudió acompañado de Pasteles y el jefe guerrillero, de Ruso. Los cuatro vestían uniformes de la Guardia Civil, que junto al de cura eran los más utilizados por la guerrilla, y se dispusieron a recorrer el itinerario que debía seguir el cargamento desde el desembarco en San Vicente de la Barquera.

Don Carlos y Manolo se saludaron, pero mantuvieron una distancia marcada por la desconfianza mutua. Un año de maniobras en el poder —pensaba el Francesito—, desde el penal de Carabanchel hasta las montañas, para que se encontrara frente a frente con Caxigal. Tenía que ser muy prudente, cualquier resquicio que le hiciese sospechar de la trampa podría dinamitar la Operación Extermino y convertirla en papel mojado.

Por su parte, Manolo seguía sospechando que don Carlos era más un contrabandista que un luchador por la democracia, pero las circunstancias le forzaban a aliarse hasta con el mismo Satanás si le conseguía armas nuevas con las que hacer frente a la ofensiva desencadenada contra ellos. Aún estaba a tiempo de dar marcha atrás en lo acordado, aquello no era un punto sin retorno, pero las consecuencias podían ser peores: Onofre y los Castiello hubiesen seguido solos y escindirían sus partidas del conjunto. «¿La obsesión por las armas nos estará impidiendo ver lo evidente? El talón de Aquiles de Ferla fue querer crear un Ejército, ¿son las armas nuevas el nuestro?», se preguntaba. Pero descartó cualquier interrogante en cuanto el vehículo emprendió la marcha.

Pasteles conducía, mientras Caxigal le indicaba el camino desde el asiento de atrás.

El coche salió desde el puerto, simulando la ruta que el convoy seguiría una semana después, y se dirigió a la playa de San Antolín. En ella establecieron el punto de encuentro en una esquina en la que la montaña incrustaba sus rocas en la arena y los vergajos del nordeste parecían aminorar. Luego vino Soto de Dueñas; el sitio elegido favorecía a la guerrilla ya que desde la ladera divisaban el sendero por el que se suponía llegarían los vehículos. En Monte Coya, se marcó a treinta metros del puente. Después se dirigieron a Quintes, pero no se acercaron al caserío de Moro. El lugar se estableció a dos kilómetros de distancia. Y, por fin, en el alto de Santo Emiliano. Establecieron las horas exactas de cada cita y acordaron que la señal sería una toalla blanca bajo una rama de roble.

—Espero que no sea una trampa —dijo Caxigal al despedirse—. O les perseguiré hasta el infierno.

—No sea tan desconfiado, Caxigal. Estamos en el mismo bando —respondió el Francesito, antes de alejarse en el automóvil.

Aquella misma noche, los jefes de guerrilla asistieron a la última reunión, en la que se perfilaron los detalles de la entrega. Al terminar, Manolo aconsejó:

—Que nadie lleve a la partida al completo. Con cinco, basta. Si es una trampa y nos acribillan, que sólo sea a unos pocos.

—Bah, Manolo —protestó Onofre—. Qué desconfiado eres. Estos meses don Carlos ha dado muestras de estar con nosotros sin cortapisas. Se ha confirmado lo que nos dijo Pin.

—Un momento, Onofre —intervino Bóger—. Yo opinaba como tú, pero el otro día uno de nuestros jóvenes enlaces oyó una conversación entre dos de Falange. Decían que si lo del 27 les salía bien, uno de ellos se quedaba con mis botas.

Minutos después, Manolo llamaba aparte a Raque y Aurelio.

—Me preocupa Onofre —murmuró—. Es muy confiado. Hasta la entrega de las armas os vais con él. Al mínimo movimiento sospechoso, impedidle a él y a su gente que bajen.