54. La encrucijada

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La encrucijada

El festejo de Reyes de 1948 también fue distinto de los anteriores: hubo regalos. Ventura se presentó en casa con dos paquetes, uno para ti y otro para mí. Ambos contenían zapatos. Ya tenía dos pares que se sumaban a las viejas alpargatas: era casi millonaria. No quise destruir la alegría que se respiraba en aquella casa, por eso nada os dije de lo que divisé desde la ventana mientras fregaba los platos: Mocu merodeaba la casa.

Al día siguiente, en la consulta del doctor, oí el motor de un coche detenerse a la puerta de Casa Justa. No eran habituales los automóviles por el pueblo, así que la curiosidad me incitó a asomarme a la ventana: ¡maldita sea, era el teniente! Pero ¿qué hacía allí? Corrí hacia el lavabo, y sin sacarme la cofia y la bata blanca, me puse algo de colorete y me arreglé el pelo. Salí a su encuentro, pero no me dio tiempo a llegar a la calle: subía los escalones de dos en dos con un ramo de rosas y tres lirios.

—¡Martín! ¿Qué haces aquí?

—María, mi amor. ¡Qué ganas tenía de volver a verte!

Se abalanzó sobre mí y me besó.

—¿A qué viene esto?

Aquello me había descolocado.

—Me dijiste que te incorporabas al trabajo después de Reyes y no he podido resistirme.

—Pero…

—En la Navidad he hablado de ti a mis padres. Están deseando conocerte. Estos días, en tu ausencia, he comprendido que te quiero, que deseo que seas la madre de mis hijos.

—Pero yo…

Pegué la espalda a la pared y fui descendiendo despacio hasta quedar sentada en uno de los escalones.

—No me tienes que contestar ahora. Además, precisamos el permiso de tu tía.

Mi tía era la salvación. La Chonchi sabría cómo sacarme de aquel embrollo. Necesitaba ganar tiempo.

—Martín, comprenderás que…

—Sé que no lo esperabas, pero el amor es así. Estas fiestas, sabiendo que estabas tan lejos, he comprendido que eres la mujer que amo.

—Déjame unos días para pensarlo.

—Lo comprendo.

Mi mente y labios pedían tiempo, pero el resto de mi cuerpo reclamaba oxígeno. Aquello me había dejado sin habla. Le acompañé al coche, más que por cortesía, para asegurarme de que se marchaba.

—Es el mes más feliz de mi vida. Se ha convocado el día 22 una Junta de Mandos que indica el principio del fin de los insurgentes. Si a eso pudiera sumar el consentimiento de tu tía…

—El domingo 18.

—¿Para citarnos con tu tía?

—No. Quedamos nosotros en el restaurante de Fruela y lo hablamos detenidamente. No te pido más que doce días.

Consiguió otro beso robado ante los ojos de doña Justa pegada al cristal de la ventana de su tienda.

Mientras me dirigía a la consulta del doctor, con las malditas rosas y los estúpidos lirios, barajé fechas en mi cabeza: el 18 con Martín, el 20 la guerrilla marcaría el punto exacto, el 22 era la Junta de Mandos y el 27, en luna llena, sería la entrega de las armas.

Mi abatimiento no pasó desapercibido para Ventura, así como la visita del teniente, al que también había visto desde la ventana. Apenas entré a la consulta me llamó a su despacho y me obligó a darle explicaciones. Se lo conté con todo lujo de detalles: necesitaba ayuda.

—En la guerra conocí a tipos como Martín —me dijo—. Eran capaces de soportar la amputación de una pierna sin anestesia, pero inmaduros sentimentalmente. No me extrañaría que hubiese algún superior jerárquico al que idolatre.

—¿Qué hago?

—Creo que no te puedo ser de mucha utilidad. Debes hablar con Ángela o llamar a Chonchi y urdir un plan con ellas. Y para otra vez, haz que el que se enferme sea un tío tuyo, así te podré ayudar.

No tenía gracia. Salí en tu búsqueda. En cuanto te encontré, jadeando te conté lo ocurrido.

—Podría hacerme pasar por tu tía —ofreciste—. Al fin y al cabo él no la conoce.

—No sirve, no sirve —repetí tirándome de los pelos.

—¿Por qué no?

—Eres muy joven para ser mi tía enferma. Además está…

—¿El qué?

—Que nos podemos cruzar con las de la Sección Femenina. ¡Maldita sea! —exclamé, mientras caminaba histérica por el pasillo—. Tienen un puesto permanente en Fruela, y ya sabes que esa calle es paso obligado en los paseos por el centro. Ambas creen que mi tía es la Chonchi.

—Alguna solución habrá —dijiste, acariciándome el pelo—. Pero tranquilízate.

—Debí haceros caso a Ventura y a ti… ¿Cómo salgo de esto, Ángela?

—Venga, relájate.

—Voy a decirle que le engañé, que no tengo veintiún años y se acabó todo.

—Será inútil, Libertad. Te ha hablado de tener hijos y de que tú seas su madre, eso anula de plano cualquier mentira sobre tu edad.

—¿Qué hago, Ángela?

Me senté derrotada en el suelo del pasillo. Te sentaste a mi lado, me cogiste las manos y, limpiándome una lágrima con tu dedo, me sugeriste:

—Localiza a la Chonchi, tal vez a ella se le ocurra algo que a nosotras se nos escapa.

Salí desbocada de casa, al igual que cuando fui a buscar al doctor para que acudiera a extraer la bala a Eloy. Pero en esta ocasión mi objetivo era un teléfono público. El de nuestro pueblo no me servía; doña Justa hubiese pegado la oreja.

Llegué a Blimea y le pedí prestado al padre Félix el de la parroquia. Solicité una conferencia con Madrid al número de El Cafetón, seguro que allí me podían dar referencias de la Chonchi.

Del otro lado del hilo, me saludó la voz de aquel camarero que recordaba con el chaleco y la pajarita canturreando el mismo verso de La verbena de La Paloma. Luego gritó:

—Cerillero, vete a buscar a la señorita Chonchi. Dile que la llama su sobrina y que es asunto de vida o muerte.

Al cabo de cinco minutos escuché, entre el barullo de los clientes, el taconear de pasos a la carrera sobre las baldosas y después la respiración agitada de la madame.

—¿Qué ha pasado, Libertad?

Le expliqué todo detenidamente. Ella reguló su aliento, pero yo comencé a perder el mío.

—Se me ocurre una fórmula. ¿Cuándo dices que es la Junta de Mandos?

—El jueves 22.

—Debes hacer lo siguiente —dijo en tono seguro—. El domingo 18 le dices que sí, que aceptas, y que tu tía quiere conocerle. Quedas el 22, después de la susodicha Junta, para venir los dos a Madrid y pedir mi consentimiento. Hasta el 27 tienes plazo para que te lo cuente. En la cama se relajan y son muy habladores.

—¿Y qué pensará Eloy?

—Ay, chiquilla. Esos problemas de conciencia los tienes que resolver tú.

Llegó el domingo 18, y me acerqué dubitativa al restaurante de la calle Fruela. Busqué con la mirada a la pecosa y su puesto. No los encontré, pero hubiese dado igual. Había descartado la opción del traspaso: yo era una combatiente y Manolo me había asignado una misión. Eso me dio fuerzas para entrar.

—Estupendo —dijo, lleno de entusiasmo—. El 22, después de mi reunión en la Jefatura, salimos hacia Madrid en el primer tren de la tarde.

El resto de la velada centró la conversación en que si se terminaba con la guerrilla, él pediría un destino más tranquilo. Habló de los muchos niños que tendríamos, para los cuales ya incluso había pensado nombres.

Después de comer me invitó al cine y, en el camino, agarró mi mano. No se la quité.

Murieron con las botas puestas, se titulaba la película que reponían por enésima vez en un cine de barrio. Se conocía de memoria los diálogos de los personajes. No sé las veces que la habría visto, pero su rostro de satisfacción, en especial ante las imágenes de la batalla final de Little Big Horn, sugería que se consideraba a sí mismo otro general Custer luchando contra los sioux y los cheyenes.

—Ese era un perfecto jefe —afirmó al salir del cine—. Dio la orden de ir a morir peleando contra Caballo Loco y él fue en cabeza.

—El coronel Novo ¿es así?

—Por supuesto, el coronel es como el general Custer: responde personalmente de las órdenes que da.

Evidentemente, me atraía más Caballo Loco defendiendo su tierra frente a los invasores, pero no se lo iba a decir.

Mientras me acompañaba al tren, me explicó que el régimen del Caudillo se dividía en familias: la Falange de los camisas viejas y la de los recién llegados o camisas nuevas; la Iglesia; la aristocracia venida a menos; la patronal que creaba riqueza para España empleando a presos; los militares que hubiesen preferido unirse a los aliados, como el general Aranda; los que pensaban que deberían haberse sumado al Eje y los que, como el coronel, seguían los dictados de Franco sin discusión. Y añadió que entre ellos no se tenían mucha simpatía, pero se toleraban. Aquello sólo me indicó que el gris de la dictadura no era uniforme, pero ninguno de sus matices me interesaba. Todos estaban unidos contra los sioux.

La suerte estaba echada: quedé en salir hacia Madrid el día 22.