5. Celda 44

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Celda 44

Un pájaro terroso con vientre claro se posó sobre el alféizar de la ventana de la celda, impidiendo el acceso de los disminuidos rayos de sol temprano, y emitió una suave melodía. Era una alondra. Parecía haber abandonado las planicies baldías y las landas para visitar a los seres humanos enjaulados, antes de migrar lejos de todos ellos. Pin se le acercó, pero remontó vuelo sin abandonar su trino y aterrizó en el patio interior de la prisión, mimetizándose con el suelo y desapareciendo de la vista.

—Cómo me gustaría ser como ella —sentenció Pin, observando a través del enrejado.

—Y a mí —exclamó el Francesito, sentado en su catre—, pero nos tenemos que joder. —Y se levantó acercándose al ventanuco—. Mira, el pajarraco se dirige hacia la quinta galería.

—Va hasta el Palomar.

—¿Por qué llaman el Palomar a la quinta?

—Porque el fascismo encierra allí a los homosexuales.

Ambos quedaron en silencio atendiendo al vuelo de la alondra. En prisión, no hay veneno más letal que una ventana hacia el exterior, por lo que el Francesito abandonó la abertura y volvió a tumbarse en la cama, dirigiendo su mirada al techo.

—¡Mierda de bombilla! ¿Es que nunca la apagan?

—Nunca, ni de día ni de noche. Es la muestra de que todo va según lo establecido.

—Se ve que les sobra la energía.

—Sólo es de quince vatios. No derrochan mucho con nosotros.

Volvió el silencio y ellos a la espera. Se acercaba el momento del desayuno y el rugido de sus estómagos les había despertado antes de lo previsto.

—Me han incluido en el pelotón de forzados —dijo el Francesito, con las manos en la nuca—. El lunes me incorporan. ¿Sabes qué nos mandan hacer?

—Os llevan todo el día a la parte sur. Están elevando unos módulos para albergar mujeres. —Pin introdujo las manos en la palangana. Se humedeció el cuello y después el rostro.

—¡Mierda de fascismo!

—Esta puta cárcel la hemos construido los presos políticos y nunca se termina. Siempre agregan más y más módulos.

—Tiene que existir alguna forma de escaparse de aquí. —El Francesito seguía con la mirada fija en la bombilla. Pin se sentó en su camastro.

—No hay ninguna. Llevo nueve años encerrado y he visto a muchos intentarlo. A los que quisieron saltar el muro los barrieron con ráfagas de ametralladora. Otros intentaron excavar túneles desde las duchas, pero en cuanto fueron descubiertos los encerraron en las celdas de castigo meses enteros.

—¿Y si te haces el loco?

—Peor. En esa ala los tienen a todos atados y atiborrados a medicamentos. Aunque los desataran, creo que ni siquiera serían capaces de caminar.

—Tiene que haber alguna forma, siempre la hay.

Pin también se acostó en su catre y clavó su mirada en aquella bombilla que nunca se apagaba. Cuando se fundía, descontaban el precio de la nueva de los haberes del ocupante de la celda.

—A mí ya no me merece la pena, aunque exista una salida. Dentro de dos meses cumplo la condena y regresaré a casa —respondió Pin, girando el rostro hacia la pared.

Hacía muchos años que se había olvidado de que el deber de todo preso, común o político, era pensar en la huida.

De nuevo el trino de la alondra en la ventana. El aleteo se perdía y regresaba el silencio.

—Hoy seguro de que el hijo de puta del Morales me vuelve a enviar a letrinas.

—Es preferible eso a que te llamen para un interrogatorio. Por lo menos a ti no te han vuelto a masacrar.

—Aún no han terminado conmigo, Pin. —El Francesito se levantó de su camastro y se dirigió al ventanuco.

—¿Por qué?

—Seguirán haciéndolo hasta que consigan saber a qué he venido a España.

—Ya te vapulearon, y no consiguieron sacarte nada. A lo mejor te dejan en paz.

—No lo harán, Pin. Ahora tienen métodos mucho más sofisticados para sacarnos la información.

—¿Cuáles? ¿Clavarte agujas entre las uñas? ¿Extraer las muelas sin anestesia?

—No, Pin. Créeme, hace tiempo que emplean recursos muy sutiles.

—No te entiendo.

—Se basa en una ecuación muy sencilla… —comenzó a explicar el Francesito, pero no pudo continuar.

—¡Recuento! —El grito de Morales llegó a todos los rincones de la galería.

El choque del metal contra el hormigón atronó durante unos segundos, los necesarios para que todas las puertas se abrieran. A medida que los presos se colocaban delante de ellas, el pasillo se llenaba de rostros exangües, sin afeitar y ojerosos, y cuerpos demacrados cubiertos por uniformes raídos. Un conjunto de prendas grisáceas sobre alpargatas deshiladas y calcetines rígidos de sudor, que junto a calzoncillos que se no cambiaban más que una vez por semana provocaban en el pasillo un tufo a carburante quemado.

Un guardián paseaba por delante, enumerándolos en voz alta.

—Oficial, están todos.

Entonces Morales les ordenaba dar media vuelta y en columna de dos caminaban hacia los comedores.

—Hoy es día de paga. —La voz se iba corriendo entre susurros por las mesas y en la fila del rancho—. Que nadie se olvide de dar su aportación al Partido. Hay camaradas que necesitan nuestra ayuda.

—Yo no puedo dar nada —susurró el Francesito a Pin, mientras se acercaban juntos a una mesa, con el cazo de aluminio lleno de un agua manchada por leche en polvo, y un chusco.

—No te preocupes. Cuando te envíen a forzados comenzarán a pagarte y podrás aportar tu cuota.

—¿Cuánto pagan?

—El sueldo de un peón en la calle: catorce pesetas diarias.

—¿Y nos dan todo?

—No seas iluso. A nosotros sólo nos llegan cincuenta céntimos. Si se tiene mujer, a ella le dan dos pesetas, a las que añaden otra por cada hijo mayor de quince años. El resto va a las arcas del Estado Fascista.

—Luego…

—Si tienes la suerte de que no te descuenten nada más, en un mes puedes cobrar entre diez y quince pesetas.

—¡Silencio en la fila!

Los reclusos comenzaron a mojar el mendrugo en el agua sucia y, salvo por las suelas de las botas de los guardianes y los bocados hambrientos, no volvió a oírse ningún sonido.

Morales se quitó la gorra y pasó su pañuelo blanco por la frente. Era la señal.

Un carcelero fue llamando a los reclusos destinados esa mañana al pelotón de letrinas. El Francesito hubo de ser nombrado dos veces; entonces, se levantó de un salto, arrojando su desayuno contra la pared y el trozo de pan que le quedaba contra el suelo.

—¡Esto es una mierda! —gritó—. ¡Morales, hijoputa!

Los demás presos, al unísono, empezaron a golpear las mesas con sus cazos. Los guardias, como en un desfile muy ensayado, respondieron aporreándoles las espaldas, entre gritos de: «¡Cerrad la bocaza!».

Morales, sin pronunciar palabra, señaló entonces con su tolete al Francesito, y dos carceleros saltaron sobre él, derribándole al suelo; allí continuaron asestándole puntapiés y puñetazos.

El oficial no se dio prisa antes de ordenar:

—¡A la celda de aislamiento!

Los subordinados se detuvieron y agarraron por los pies al Francesito, que se retorcía, para arrastrarle por el piso de cemento hacia el rastrillo que comunicaba con las escaleras del sótano. Morales encabezaba la marcha; los gritos de «hijosdeputa» del Francesito se fueron perdiendo en el eco por los pasillos.

Ordás extendió su brazo y su delicada mano de tipógrafo clavó sus uñas en el dorso de la gruesa zarpa de Pin. Este emitió un gemido, pero al contemplar los ojos airados del viejo comunista que saltaban detrás de sus lentes redondas, prefirió enmudecer.

—Pin, cuando regrese tu compañero del aislamiento, tienes que hablar seriamente con él.

—Es que está harto. Parece que Morales la ha tomado con él.

—Así no se solucionan las cosas. Nosotros actuamos en equipo y no individualmente.

—¿Qué he de decirle?

—Que cualquier queja debe elevarla al Partido. Se estudiará y, si decidimos ejercer alguna acción, será en conjunto. No pueden castigar al grupo por una acción descoordinada. Si es necesario organizamos un motín, pero los individualismos se deben terminar.

—¡Silencio! —gritó a Ordás un guardia.

Lejos de las miradas de los reclusos, en el pasillo, Morales ordenaba a los dos que habían arrastrado hasta allí al Francesito:

—Déjenlo, que camine él solo.

Soltaron los pies del preso, quien, al verse libre, permaneció un momento inmóvil, tumbado y en silencio. Después se irguió, mirando desafiante a los carceleros.

—Esto no me lo haríais en la calle…

Uno de los hombres alzó su porra, pero Morales lo contuvo.

—Déjenme a solas con él.

—Oficial, ¿quiere que lo engrilletemos?

—No. Estoy seguro de que se va a portar bien. —Y lo más inusual en Morales: sonrió.

Cuando los otros se alejaron, el oficial se dirigió al Francesito:

—Camine delante.

Ambos continuaron recorriendo el largo pasillo pero, en lugar de torcer hacia el sótano, subieron dos pisos por las escaleras traseras. Atravesaron el corredor de la última planta hacia el despacho del director. Morales llamó a la puerta y la abrió, indicando con un gesto de cabeza al Francesito que entrase. Este obedeció, con la cabeza alta.

—¡Arriba España! —gritó entonces, adoptando la pose del saludo romano, ante la presencia de Vincén, el jefe del Servicio de Información de Falange.

—¡Arriba España! —respondió este.

—Pase y siéntese —dijo el director de la prisión, el único que acompañaba a Vincén—. Morales, usted puede volver a su puesto.

—Espere un momento —ordenó el Francesito al oficial, que se detuvo desconcertado.

De repente, el puño del Francesito se estampó contra la mandíbula cuadrada de Morales. El impacto no desequilibró al oficial, quien se limitó a girar bruscamente la cabeza.

—Don Carlos, no juegue con Morales —apuntó Vincén—. Puede romperse los nudillos sin que él se resienta.

—Es mi recompensa por las letrinas que me ha obligado a limpiar los últimos días —se justificó el Francesito.

Morales lo miró con indiferencia, se despidió con el «¡Arriba España!» y abandonó el despacho.

—Siéntese —dijo el director de la prisión dirigiéndose al Francesito—. ¿Le apetece un cigarro, don Carlos?

—Ahora no. ¿Quieres mis novedades, jefe Vincén?

—Informa —aceptó este, dándoles la espalda y dirigiendo la vista hacia fuera, a través del ventanal.

—La primera fase de la misión, que José Suárez, alias Pin el del Condado, adquiera confianza conmigo, está casi conseguida. Es un ignorante: apenas sabe leer y escribir, y todo lo que digo le sorprende y le causa admiración, como si me tomara por un hermano mayor. Todo lo que tiene de inculto lo posee de buena persona. ¡Lástima que sea rojo!

—Cuidado, don Carlos. La cárcel tiene muchos riesgos y el peor es la amistad —aconsejó Vincén.

—Lo que no comprendo es cómo piensas librarme a mí de estos muros cuando él salga.

—No te preocupes por eso. Inteligencia y el Servicio de Información de Falange ya han pensado en ello —apuntó rotundo el jefe falangista.

—¿Ha tenido usted algún problema aquí dentro? —intervino el director.

—Por lo que hemos visto, supongo que con Morales —apostilló Vincén.

—No. Morales y yo bailamos nuestro propio juego y ambos lo hacemos bien. El que me preocupa es el viejo. Ese comunista desconfiado, el tal Ordás.

—Podríamos filtrarle un documento falso, ya lo hemos hecho en otras ocasiones —sugirió Miguel Cuervo.

—¿A qué se refiere? —preguntó Vincén.

—Elaboramos un escrito en el que se encomienda a don Carlos una misión. Y que vaya con el cuño del gobierno en el exilio, por ejemplo.

Los ojos de Vincén y del director se clavaron en don Carlos esperando un dictamen. Ante su mutismo, el jefe falangista preguntó:

—¿Eliminaría eso las suspicacias de Ordás?

—No lo creo. La aparición de un papel, por muy bien falsificado que estuviese, de una contraseña descubierta o incluso una supuesta traición desde Francia no servirían de nada. Hasta pienso que lo está esperando. Ordás es de la vieja escuela: se fija en las manos, en los gestos, en las palabras… Sólo se fía de lo que ve.

—Lo podríamos trasladar a Ocaña —ofreció el director.

—Bajo ningún concepto —exclamó rotundo don Carlos—. Eso incrementaría las dudas.

—Proponga usted —dijo Miguel Cuervo.

—No se me ocurre nada en estos momentos —se lamentó el Francesito.

El silencio inundó el despacho, hasta que Vincén lo rompió:

—Si quieres, camarada, lo liquidamos.