49. Princesa por un mes

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Princesa por un mes

Le conté lo de mi tía enferma y que sólo nos teníamos la una a la otra. Que vivía en Madrid, aunque en el verano tenía que venir a la costa. Por el clima, le dije. Que yo también pasaba largas temporadas en la capital con ella. Hasta le hablé del barrio de La Latina, donde supuestamente residía. Lina historia lacrimógena de mujeres desvalidas es lo que les suele ablandar, me explicó un día la Chonchi, y siempre lo remataba con aquello de que se sienten protectores y adquieren con nosotras un aire paternal.

Martín me escuchaba embelesado. Sólo le restaba preguntar cómo podía ayudarme en medio del drama. Al final lo hizo, y entonces maquiné mi canallada.

Le expliqué que en un rato yo debía asistir a un tal doctor Ventura. Que sabía dónde quedaba el pueblo, pero no su consulta. Inmediatamente se ofreció a llevarme en el coche oficial. Sugirió que averiguáramos en el cuartelillo de la Guardia Civil la dirección del consultorio. Por el camino me propuso otra cita. Sopesé que el 28 era la reunión de las partidas en Quintes. Le cité para el domingo veintitrés en el mismo lugar.

El vehículo de la Jefatura de Orden Público entró en el pueblo conducido por un guardia. El teniente y yo íbamos en los asientos traseros. Al llegar al cuartelillo, el chófer entró a recabar información. Debió de decirles que el teniente se encontraba fuera y que necesitaba de sus servicios, pues de inmediato volvió a salir acompañado del Coreano y Mocu.

—A la orden, mi teniente —saludó Mocu.

—Guardia, siéntese al lado del chófer y nos indica dónde se encuentra la consulta del doctor Ventura.

Mocu obedeció. No se había fijado en mí. Pero al llegar delante de Casa Justa se giró hacia nosotros para informar al teniente de que habíamos llegado.

—Aquí es, mi teniente. En la segunda…

Empalideció: me había reconocido bajo mi sombrero y el vestido de seda. Hasta comenzó a tartamudear. Martín debió de considerar un descaro de subordinado que Mocu no me quitase la mirada de encima.

—Guardia, ya cumplió su misión —dijo en tono cortante—. Regrese al cuartel.

Mientras se alejaba, Mocu se volvió varias veces para observarnos. Seguramente vio al teniente descender del coche y abrirme la puerta. Y cómo, al bajar, tendí el dorso de la mano. Y al teniente inclinándose ante ella… A partir de ese momento no sólo tenía que tener cuidado con el Consejo Nacional de Falange, sino también con sus superiores. El coche se alejó y me encaminé hacia el consultorio. Tras el cristal de la puerta de su tienda, los ojos de doña Justa parecían a punto de despegársele de la cara.

—Si no me gustaban los juegos de tu hermana con Mocu, menos los tuyos con ese teniente —dijo Ventura.

Ni que fueras mi padre, pensé. Pero no le hice mucho caso, ya que casi siempre se comportaba como un cascarrabias.

Cuando llegué a casa te conté lo relativo a la ejecución y a Martín.

—Después de la experiencia con Mocu —me dijiste—, te aconsejaría lo mismo que Ventura.

—Pero conseguiste mucha información valiosa para la guerrilla.

—¿A qué precio? Mocu se siente despechado y tengo miedo de posibles represalias contra nosotras o el doctor.

«La venganza de los débiles suele ser la más feroz», las palabras del padre Félix acudieron de nuevo a mí.

Y llegó el domingo siguiente.

Ese día me retrasé aposta. El teniente ya me esperaba en el restaurante. Se repitió lo de la elección de la comida y del vino. Se le notaba más confiado, así que ya podía abordarle con lo que me interesaba:

—¿Tardaréis mucho tiempo en liquidar a los rebeldes?

—Hay una operación en marcha. Si sale según lo previsto, recibirán un buen golpe.

—Espero que sea pronto.

—En unos meses estarán todos en el infierno con Ladreda.

Era suficiente, no debía presionarle. Al acabar de comer me invitó al Campoamor a ver el estreno de En tierra de nadie del tal Pemán. Acepté porque nunca había ido al teatro, pero después de conocer el argumento me juré no volver jamás. En medio de la representación me cogió la mano. Le dejé: era lo único que iba a conseguir aquella tarde.

Quiso otra cita. Acepté, pero le dije que tenía que ausentarme unos días por lo de mi tía. Entonces alegó que debía ser después del 8 de diciembre. Era la fiesta de la patrona del Arma de Infantería, la Inmaculada, y habría muchos actos oficiales. Quedamos para el domingo 14. Al marchar intentó darme un beso. Coloqué pulcramente mi mano entre nuestros rostros y le dije aquello de:

—Vas muy deprisa, Martín.

La semana siguiente me convertí en la reina del pueblo. Mocu cambiaba de ruta en cuanto me veía. La señora Justa era toda amabilidad y aseguraba a quien quisiera oírla que «esta chica casará bien». Don Pedro cuchicheaba por las tabernas: «Esa moza me parece un poco ligera de cascos». Fuera como fuere, se había terminado el hostigamiento al doctor y a doña Justa le desaparecía, por arte de magia, una lata de conservas tras otra. Y el chocolate.

La luna, recortada por la silueta de los lobos, se acercaba y cogimos de nuevo el tren con destino a Quintes. Llegamos el día anterior para ayudar a Carmina y Asunción en los preparativos.

Es curioso contemplar mis vínculos a través del paso del tiempo: ellas dos eran mis únicas amigas. La Chonchi había sido la maestra que me enseñó otros mundos y me ayudó a salir de mi abatimiento. Y tú te habías convertido en una especie compañera, confidente y cómplice.

El caso es que Carmina, Asunción y yo teníamos la misma edad: nos salpicábamos con agua de los barreños; nos lanzábamos unas a otras el chorro de leche desde la tetilla de la vaca durante el ordeño; corríamos a buscar las gallinas que se escapaban; retozábamos con los gatitos cuando su madre no estaba; y rodábamos por la hierba en los pastizales. Tú nos mirabas a las tres y sonreías.

—Cómo me gustaría que la vida fuese siempre así, sin armas ni odios ni guerras —dijiste en aquella ocasión.

La palabra Jerusalem se oyó alto y claro a la noche siguiente. Primero llegaron los leales escuderos, Raque y Aurelio, a tomar posiciones: uno en el ático y otro a cien metros tras un murete de piedras. Después los jefes de partidas acompañados del cántabro Guerrero y de Pasteles, el contacto del Francesito. A Manolo le acompañaba Ruso.

Aunque no queríamos separarnos y hubiésemos seguido besándonos hasta la eternidad, yo tenía que desprenderme un momento de Eloy y hablar a solas con Manolo. Lo conseguí a duras penas. Adorné un poco lo de Martín y le conté lo que me había manifestado sobre aniquilar a la guerrilla en unos meses.

—¿No se estaría refiriendo a la detención de Ferla?

—No, Manolo. Lo del teniente ha sido posterior.

Quedó meditabundo. Se pasó la palma de la mano por el cabello y me dijo:

—Gracias, estaremos con los ojos bien abiertos.

Y se dirigió hacia el salón en el que le esperaba el resto, pero antes de llegar al quicio de la puerta, me aconsejó:

—No le digas nada a Ruso del teniente. Le harías sufrir sin necesidad.

La reunión había comenzado y el espectro de Ladreda, aunque ninguno lo nombrara, flotaba sobre ellos. Bóger fue el primero en abrir fuego:

—A mí me interesa saber el precio.

—Ya les dije que depende de la cantidad —contestó Pasteles.

—¡Cojones! —gritó Bóger—. Si no sé el precio de la unidad no puedo calcular cantidades.

—¿De qué armas estamos hablando? —requirió de nuevo Pasteles.

—De subfusiles y fusiles de asalto modernos —respondió Onofre.

—¿Con munición?

—Pongamos doscientos cartuchos por arma —intervino el cántabro Guerrero.

—Supongo que los fusiles los quieren con bípode de apoyo.

—Por supuesto —asintió Manolo.

—Las anotaciones que me ha pasado don Carlos son las siguientes: el subfusil C, con cargadores de trece y treinta, y el fusil StG-44, más conocido como Sturmgewehr, estarían disponibles.

—¿Qué calibre emplean?

—El kurtz.

—¿El corto? —preguntó Onofre. Pasteles asintió y Onofre, complacido, concluyó—: Me gusta.

—Vayamos al precio. —De nuevo Bóger.

—Con munición incluida, el subfusil rondaría las mil pesetas y el fusil más el bípode, las mil quinientas.

—Me parece un robo —intervino Bóger—. El subfusil C es el modelo más moderno del Coruña. Y si no recuerdo mal, en el 40, el Coruña se vendía por doscientas pesetas.

—Han pasado siete años, Bóger —dijo Manolo—. En aquellos tiempos era fácil encontrar armas a buen precio o abandonadas en los badenes. Creo que hemos comenzado por el final: hablando de las armas. Primero debemos centrarnos en si las queremos. Hagamos una ronda. Bóger, vas el primero.

—Por supuesto. Para nosotros cincuenta subfusiles.

—¿Guerrero?

—También cincuenta.

—¿Onofre?

—Ochenta. Mitad y mitad.

—Maño, has estado muy callado. ¿Los Castiello qué opináis?

—Con doce nos arreglamos. Somos menos y dependemos un poco de vosotros y de Guerrero.

—Creo que debemos dejar en Quintes una docena de cada modelo —dijo Manolo, dirigiéndose al grupo—. ¿Cómo lo veis?

Todos asintieron. Manolo garabateó números sobre un papel. Y, al terminar, alzó la vista e informó al grupo:

—En total son trescientas veintitrés mil pesetas. Aquí tenéis lo que debe aportar cada uno. —Y le fue entregando un recorte a cada jefe de partida—. He dividido entre todos el precio de las armas que se quedan en Quintes.

—Es lo suyo —cerró Onofre.

—Entonces —intervino Pasteles—, ¿qué le digo a don Carlos?

—Le dice que hemos aceptado sus condiciones. Ahora debemos tener un… —Manolo se quedó pensativo y se dirigió de nuevo al grupo—: ¿Cuánto calculáis que tardaremos en juntar el dinero?

—Mínimo un mes —aseveró rotundo Onofre.

—Un mes —repitió Manolo y guardó un breve silencio—. Desde la entrega del dinero hasta que se nos faciliten las armas, ¿cuánto tiempo transcurrirá?

—Otro mes —dijo Pasteles—. Si todos estamos de acuerdo.

—Si he entendido bien —intervino el cántabro—. Dentro de un mes, aquí el dinero. Y al siguiente, las armas.

—Así es —afirmó Pasteles.

—Marino —llamó Manolo—, ¿cómo está la luna?

—Tanto en diciembre como en enero es llena el 27.

—Cerrado —dijo Onofre, levantándose—. El 27 de diciembre aquí el dinero. Y el mismo día de enero, quiero ver las armas.

—Siéntate, Onofre —ordenó Manolo—. Nos quedan dos cosas por discutir: la primera, el reparto del territorio para dar los golpes; la segunda, dejar bien claro qué objetivos no debemos abordar.

—Ya estás como Ferla. —Onofre había alzado la voz—. Todo lo que lleve dinero es nuestro objetivo. Lo importante son las armas.

—No, y no —gritó Manolo y dio un golpe en la mesa.

Se hizo el silencio. Era la primera vez que le veía tan enfadado, y por la expresión del resto tuve la sensación de que a ellos les ocurría igual.

—Creo que Caxigal se refiere a que tenemos que pensar en el coste político —intervino el marino.

—Por supuesto —volvió a la carga Manolo—. No es lo mismo robarle al Banco Herrero o a la Hullera Española, que asaltar un autobús de trabajadores.

—Bancos y empresas, está claro —sentenció Bóger.

—¿Secuestros? —preguntó Onofre.

—Creo que debemos descartarlos. Supone invertir mucha gente y tiempo. Necesitamos ir a lo rápido. Recuerda que sólo tenemos un mes.

—¿Libramientos de empresa? —insistió Onofre.

—Mal, mal… —respondió Manolo, rascándose la oreja en un gesto poco habitual en él—. Si robamos la nómina de una empresa, le damos pie al patrón para retrasar el pago y echarnos a los obreros en contra. Dejamos a un lado las nóminas.

—Se nota que tu jefe fue Ferla —dijo Onofre, con una sonrisa.

—Si lo limitamos todo a bancos y empresas, tardaremos más en recaudar el dinero —volvió a intervenir Eduardo Castiello.

—Es preferible —aseguró Manolo—. En cuanto comencemos con los asaltos, el régimen lo anunciará por todos los lados para dejarnos como bandidos. No le facilitemos nosotros la justificación.

—¿Concluimos? —preguntó Guerrero.

—Sí —dijo Manolo levantándose. Y dirigiéndose al grupo agregó—: Dentro de un mes, aquí el dinero. Os recuerdo: sólo bancos y empresas.

—Un momento —intervino Onofre—. Si se acerca el día y no hemos reunido el dinero, ¿podemos asaltar un furgón con nóminas?

—En último extremo —sentenció Manolo.

—Pensaba si…

—Adelante, marino —animó Manolo.

—Pensaba en una maniobra de distracción a la Guardia Civil.

—Continúa.

—Si antes de comenzar con los asaltos se urdiera una operación que mantuviera muy ocupadas a las Fuerzas del Orden, estoy seguro de que trabajaríais con más soltura y seguridad.

—¿En qué habías pensado? —preguntó Manolo.

—En los presos políticos condenados a trabajos forzados en las minas.

—¡Claro! —exclamó Bóger, golpeando la palma con el puño—. Como los llevan encadenados, nunca les escoltan más de una docena de guardias.

—No entiendo nada —dijo Onofre—. Que alguien me lo explique.

—Es sencillo —contestó Manolo—: Liberar una columna de presos políticos. La Guardia Civil deberá ir en su búsqueda y podremos trabajar con más libertad.

—¿Quién se va a encargar de ello? —preguntó el cántabro—. Mi gente no puede.

—No te preocupes, Guerrero. Lo haremos nosotros —dijo Manolo.

—Cuenta con los míos —añadió Bóger.

La reunión había terminado y las conclusiones estaban muy claras. Los Castiello, Onofre y Guerrero no esperaron al día siguiente y partieron hacia sus refugios. Sólo Bóger y Manolo se quedaron en Quintes con Raque, Aurelio y Ruso de guardianes.

Aurelio se perdió con Carmina, tú te pegaste a Manolo, que, como siempre, te acercaba pasando su brazo por tu cintura. Yo estaba deseando escaparme con Ruso a la talamera y recuperar los besos perdidos.

Manolo y tú os arrimasteis a nosotros. Mientras entretenías a Eloy con alguna excusa, Manolo me cogió del brazo y me separó del grupo, diciéndome:

—Tienes un mes para averiguar qué traman la Guardia Civil y Falange.

Así, Manolo acababa de concederme el estatus de combatiente.