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Ejecución
El patio de armas había quedado vacío. Varios soldados recogían las butacas y las mesas. Debí de ser la última asistente en abandonar aquellas cavernas. Y me encaminé hacia la salida como un autómata.
Cerca del control de la puerta, creí identificar a las dos figuras de la segunda planta: el coronel alto y grueso y el joven teniente. Este se cuadró ante aquel, despidiéndose, y se puso a mi lado en la fila.
—¿Le ocurre algo, señorita?
De inmediato comprendí que eran mis ojos llorosos, que la redecilla del sombrero no alcanzaba a ocultar, los que habían motivado la pregunta. Desplegué el velo deprisa y respondí:
—No, muchas gracias.
—¿Algún familiar asesinado por Ladreda?
Estaba muy claro que el teniente se había propuesto averiguar la razón por la que yo era la única que lloraba.
—Sí. Mi padre y mi madre.
—Mis condolencias. Se hará justicia con ambos. Estoy seguro de que la petición del fiscal de dos penas de muerte se convertirá en la sentencia.
Agaché la cabeza y traspasé la barrera hacia la calle. El teniente me siguió.
—Tengo el coche ahí. ¿Quiere que la acerque a algún sitio?
—No, muchas gracias. Prefiero caminar.
Llevó su mano derecha enguantada en blanco hacia una de las aristas del tricornio y me dijo:
—Señorita, permítame que me presente. Soy el teniente Martín, para lo que necesite.
Para que os peguéis un tiro, tú y todos los de tu raza, pensé. Pero me limité a ejecutar los movimientos cínicos que tan pacientemente me había enseñado la Chonchi. Alcé el dorso de mi mano, y él recogió mis dedos y se inclinó levemente.
—Me llamo María.
—Encantado. Si alguna vez precisa de mis servicios, ya sabe dónde encontrarme.
¿Sería aquel teniente mi Mocu particular?, me pregunté con la mejilla pegada a la ventana del vagón que me acercaba al pueblo. Al llegar, encontré la estación plagada de octavillas que llamaban «asesino» a Franco y «farsa» al Consejo de Guerra. Dos guardias las iban recogiendo mientras vigilaban de reojo que nadie se inclinase a por alguna.
Camino de casa, hube de detener mi marcha ante el desfile de un centenar de reclusos escoltados por guardias. Los conducían a las minas de la Duro Felguera, y llevaban la cabeza rapada, trajes de rayas grisáceas sobre tela blancuzca deshilachada, cadenas que los sujetaban en filas, alpargatas destrozadas, cuerpos esqueléticos y miradas de derrota. Dirigí la vista hacia los montes, hacia la esperanza. El color rosa púrpura de los brezos casi había desaparecido.
Llegó el 1 de noviembre, sábado, Día de los Difuntos. Tú y yo recogimos flores silvestres en las brañas, las pocas que no se había llevado el otoño y nos permitieron formar un ramillete. Los vecinos, con el único traje que guardaban en casa, que lo mismo servía para una boda, un bautizo o un funeral, se dirigieron al cementerio después de la misa. Nosotras nos quedamos en el exterior, pegadas a la tapia trasera, donde enterraban a los que no morían en la gracia del Señor. Allí nos encontramos con otra docena de mujeres enlutadas, que dejaban flores sobre las tumbas, pero que ya no rezaban. Nos hubiese gustado depositar también otro ramillete sobre la tumba de nuestro padre, pero desconocíamos dónde se hallaba su cuerpo. Tal vez en una fosa común perdida en cualquier trinchera.
Fue aquel mismo día cuando los periódicos recogieron la sentencia al general: dos penas de muerte. Sería ejecutado a menos que el Caudillo se apiadara de su alma. Como eso no iba a ocurrir, supimos que Ferla moriría muy pronto, probablemente sin luna en los cielos.
Recuerdo aquel noviembre como un mes extraño, de espera, de calma tensa. La ejecución del general, la reunión el 28 de las partidas para decidir sobre las armas, las fuerzas de la Guardia Civil incrementando efectivos en el llano, las contrapartidas de Falange henchidas de poder, más presos políticos arrastrados desde todos los confines para extraer mucho carbón con destino a no se sabía dónde… A eso se añadió Mocu, que se sentía despechado. Tú no volviste a aceptar más invitaciones al cine y el guardia creyó que el doctor era el culpable.
El día 12 nos desayunamos con la noticia en la radio. El Caudillo había denegado el indulto presentado por el abogado defensor y, mediante decreto de ejecución inmediata, había fijado el día y la hora de la muerte: 15 de noviembre del año en curso a las siete y media de la mañana.
Conocer el instante exacto me abatió. Aquella mañana retornó mi melancolía, por lo que Ventura me acompañó en las visitas a los enfermos para comprobar si seguían sus indicaciones, íbamos en el Ford T cuando una patrulla de guardias nos dio el alto. Uno era Mocu.
—¿Ocurre algo? —preguntó el doctor.
—Usted, baje del coche —ordenó Mocu.
El médico obedeció. Apenas posó los pies en el suelo, Mocu le arreó con la culata del fusil en la boca del estómago.
Todo evocaba lo de Pepón. Bajé de inmediato del automóvil y me interpuse entre el guardia y Ventura.
—Déjalo en paz —grité, y le amenacé exhibiendo mi aval—: O te las verás conmigo.
Posiblemente Mocu sólo distinguió el sello del Consejo Nacional de Falange. Las letras eran para él jeribeques, pero bajó el fusil, solicitando ayuda a su compañero:
—Coreano, lee el papel.
El otro guardia hizo lo que Mocu pedía y por fin recomendó:
—Florencio, es mejor que les dejes seguir camino.
Ventura, sin habérselo propuesto, tenía dos enemigos en el pueblo: el cabo Artemio, que no le perdonaba que los vecinos se hubiesen opuesto a la detención, y Mocu, que lo veía como su rival ante ti. Estaba muy claro que ni yo ni el salvoconducto podíamos distanciarnos mucho del doctor.
Llegó el 15 de noviembre y, desde las seis de la mañana, me encontraba a las puertas de la Cárcel Modelo de Oviedo. Tenía que conseguir entrar para presenciar cómo moría un general miliciano. El guardia de la puerta me lo impidió.
—Ni con recomendación de Falange se permite la entrada. La ejecución no es pública.
No me amilané, continué esperando por si cambiaban de guardia o existía otra puerta por la que se me permitiese acceder. Llegaban coches militares con banderines sobre el capó, y se me ocurrió algo.
—Perdone que le moleste de nuevo. ¿Vendrá el teniente Martín?
El guardia me miró extrañado y preguntó:
—¿Lo conoce?
—Es de la familia.
—Es obligatoria la presencia de la Jefatura de Orden Público. Así que supongo que acompañará al coronel Novo. Pero no han llegado aún.
Volví a la espera. Eran casi las siete y no había aparecido. Me impacienté, ya que el teniente era mi única posibilidad.
A las siete y diez, de un coche grande y negro descendió Martín acompañado de un individuo con tres estrellas de ocho puntas en sus hombreras y bocamangas. Supuse que era el coronel Novo. El guardia que hacía las veces de chófer abrió el maletero y extrajo una cámara de cine. Cargando con ella, se dirigió junto a los otros dos hacia la puerta.
Debía llamar la atención del teniente, creí, pero no hizo falta. En un mundo gris, yo iba de otro color.
—María, ¿cómo por aquí?
—Quería ver la ejecución, pero me han dicho que ni este documento sirve.
Le mostré el papel sellado, lo recogió con curiosidad y lo leyó.
—Mucho debe odiar a ese hombre para querer presenciar su muerte.
No le respondí. Me limité a desplegar mi abanico, aunque estábamos en noviembre. La Chonchi me había asegurado que ese gesto denotaba impaciencia y malestar.
—Acompáñeme, se situará a mi lado.
Lo había conseguido. Y acompañando al teniente, traspasé la puerta de la prisión ante el saludo de los guardias. Puertas enrejadas que se abrían a nuestro paso, galerías vacías, puertas de celdas abiertas… en los rincones, sólo había guardias armados. Llegamos hasta una torreta de vigilancia ocupada por otro guardia, desde la que se dominaba el patio interior. Habían formado en él a todos los reclusos, en sus perfectas treinta filas por treinta y una columnas.
—Quédate aquí con el guardia —me dijo Martín—. Voy a informar de presencia civil al coronel.
Supuse que presencia civil era yo, pero me importaba bien poco. Le vi encaminarse hasta el coronel, en el patio, quien giró su cabeza hacia la torre y después le habló. Debió de darle el consentimiento, pues a continuación se alejó de Martín para arrimarse al guardia que manipulaba la máquina de filmar, como para darle instrucciones respecto de su manejo.
Recorrí el patio con la mirada. Alrededor de los presos, guardias armados cada cinco pasos. Todos miraban hacia una especie de silla ubicada al frente y que parecía custodiar un individuo encapuchado con un trapo negro con dos orificios a la altura de los ojos.
—El coronel ha dado su permiso —me informó Martín, y se quedó de pie a mi lado. Consulté el reloj: las siete y media.
Al fondo, se abrió una puerta enrejada. Cuatro guardias armados escoltaban al antiguo mayor de brigada. Cuando apareció en el patio, se revolvió en sus cadenas. Los guardias le golpearon con las culatas de los fusiles.
—¿Qué ha pasado, Martín?
—Que se ha dado cuenta de que morirá a garrote vil, como un asesino infame, y no ante un pelotón de fusilamiento como soldado.
Ni eso le concedían. Lo sentaron en aquella silla, de frente a los reclusos. Alguien comenzó a leer algo que, desde mi posición, no oí. Al terminar, bajó el documento e hizo una indicación al verdugo, que se situó detrás de Ferla.
El grito del capitán de mosqueteros agitó el aire:
—¡Viva la República de hombres libres!
—¡Viva! —respondieron mil gargantas.
La argolla de su cuello se cerró y la cabeza del general miliciano se inclinó despacio, sin resistencia, hacia la izquierda. Había muerto.
—Es curioso —acotó Martín—, los sentenciados a muerte suelen gritar lo de «Viva el partido tal o cual», pero él no.
Procuré no llorar, aunque nadie pudiera eliminar el nudo en mi pecho.
—Te acompaño hasta la puerta —me dijo.
Le seguí por las escaleras pasando por pasillos llenos de guardias en dirección a la calle. Al salir, me solicitó:
—No sé si será mucho atrevimiento por mi parte, pero me gustaría que aceptases mi invitación a comer.
Acepté. Sólo esperaba que el Mocu que me había tocado en suerte no se refiriese a pasear con un cucurucho de castañas por medio de la plaza de la catedral de Oviedo.
Llegué al lugar fijado con media hora de antelación. Antes de sentarme a la mesa reservada, me retoqué el maquillaje en el lavabo del restaurante. Necesitaba empolvarme el rostro como me había enseñado la Chonchi para hacer desaparecer todo rastro de llanto o tristeza. Ante el espejo repasé los ojos y los labios. «Te has convertido en una loba entre tanta hiena», le dije a mi reflejo. Volví a la mesa, me quité el sombrero y tomé asiento.
—Señorita, ¿un pipermín mientras espera? —preguntó el camarero.
—No. Champán.
También eso me lo había enseñado la madame, los hombres güisqui, las damas champán. El pipermín era para las bedelas.
Martín había llegado.
—Espero no haberte hecho esperar.
—No, has sido puntual. Es que yo me he adelantado.
Mal hecho, me dije. Debía haberme demorado para que él tuviese que aguantar.
Me dejó escoger el menú, con la condición de que le dejase elegir el vino. No era un restaurante muy lujoso, pero estaba lejos de las cartas de racionamiento. La conversación fue superficial hasta que preguntó:
—¿A qué te dedicas?
—Soy enfermera.
—¿En qué hospital?
—En ninguno. Ayudo a los médicos de los pueblos que me lo solicitan.
—Ah, como las cátedras ambulantes de Falange.
—Parecido.
—Loable labor. Sé que es una indiscreción, pero ¿qué edad tienes?
—Veintiuno —dije sin dudar.
—Era lo que había supuesto.
Benditas pinturas de la Chonchi, pensé.
—¿Y tú? —pregunté descarada.
Sonrió.
—Veintiséis.
Luego comenzó a contarme que su padre también era guardia civil y que estuvo en el bando nacional porque le tocó. Aquello no terminaba de entenderlo: si luchas, luchas, pero no porque te toque, me decía a mí misma. Después alabó al coronel Novo y su gran capacidad estratégica para culebrear por las altas esferas. De que le tenía un gran cariño porque lo había protegido desde la Academia como a un hijo. Luego me habló de sí: era teniente desde hacía cuatro años. También me dijo que nunca había estado en ninguna guerra excepto la lucha contra la guerrilla roja. Aquello me agradó, no hablaba de huidos ni fugaos. Respetaba al enemigo.
Aún era pronto para sonsacarle información. Debía esperar a un par de citas más. Pero sí era el momento exacto para la maldad que acababa de ocurrírseme.