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Consejo de guerra
Habíamos regresado al pueblo. El aval de Falange nos permitía movernos más deprisa y sin los molestos controles de los guardias en las estaciones. Nuestra estancia en Quintes apenas se demoró cuatro días frente al mes de la otra ocasión, en la que estuve con Eloy.
Una vez más la pregunta por nuestra tía y la consabida respuesta, siempre dejando la puerta abierta para una próxima escapada.
Quedaban diez días hasta el Consejo de Guerra al general. Me había enterado por la prensa de que se celebraría en el cuartel Pelayo. Había decidido asistir.
—Las medidas de control son férreas —señalaste, mientras me entregabas el hatillo con las prendas zurcidas para devolver—. No te van a dejar entrar.
—Probaré suerte con mi salvoconducto.
Al llegar a Casa Justa, la puerta se abrió y salió don Pedro. Nos saludamos y, al pasar junto a mí, me puso la mano en un pecho. Se la retiré violentamente. Mi gesto se endureció e instintivamente palpé la culata de la Tokarev, que portaba en el bolso de mis sayas. Al ver mi expresión, sonrió y me dijo:
—A ver si ahora te vas hacer la mojigata conmigo.
—Como me vuelva a tocar, lo mato.
—Pero a quién quieres engañar, mocosa. Si los que frecuentamos ciertos sitios sabemos que has estado trabajando para la Chonchi.
Callé y se alejó. Preferí que creyese eso a que sospechase la verdad. Entré en la tienda y las campanillas hicieron salir a la señora Justa de la trastienda.
—A ver lo que me traes.
Comenzó a sacar la ropa del envoltorio y a revisar una a una las costuras. Mi vista se perdió por las estanterías y se clavó en la torre de latas de escabeche. ¿A cuánto cobraría la Chonchi un toque no consentido en la teta?
—Está todo correcto. Ahora te traigo más ropa y el dinero.
Cuando se perdió por las escaleras hacia el piso superior, metí deprisa entre las enaguas y el refajo dos latas de escabeche y una tableta de chocolate de las expuestas en el mostrador. Y me abotoné la chaqueta para disimular el bulto.
—Aquí tienes el nuevo pedido y las… —Sus ojos se hincaron en el hueco dejado por la tableta. Me miró sorprendida y añadió—: Tus quince pesetas.
—Gracias, doña Justa —dije mientras recogía el dinero y envolvía las prendas en el hatillo. Ella siguió contemplándome en silencio. De pronto exclamó:
—Espera un momento, ladrona.
—¿Cómo dice? —dije cachazuda.
Abandonó el mostrador como una exhalación y se abalanzó a palparme los bolsos. Sus dedos percibieron un objeto duro. Retiró las manos, puso los brazos en jarras y, asintiendo, soltó:
—Lo sabía. Saca la tableta de chocolate.
Sonreí. Y con toda la flema del mundo le mostré la culata de la Tokarev. Su boca se abrió de tal manera que pensé que se le dislocaría la mandíbula.
—¿Có…, cómo llevas pistola?
Ni le respondí. Me limité a mostrarle mi salvoconducto. Y allí quedó la señora Justa, como una estatua… sin sus dos latas de escabeche y una libra de chocolate.
Al llegar a la consulta, encontré al doctor solo, pegado a la ventana presenciando la parada militar y la misa de campaña que desde hacía unos días se celebraba en la plaza. Dejé la ropa y las viandas, y le acompañé en la contemplación del espectáculo.
—¡Rindan… armas! ¡Ar! —se oyó la voz de mando del cabo, antes de que todos se arrodillasen y plegaran su fusil con sus bocachas dirigidas hacia el crucifijo.
—¡Qué ignominia! —exclamó Ventura.
Don Cosme pronunció las palabras de despedida con aquello de las siete copas de la ira de Dios, y la fuerza militar se encaminó a los montes.
—Cada día vienen más —se quejó el doctor—. Hay más guardias que estrellas.
Al decir eso, me acordé de lo que me dijo Carmina.
—Me han dicho que el número de estrellas no es infinito —le dije—, porque si así fuera nunca habría noche.
—Tampoco los fascistas son infinitos, o la hierba se habría vuelto negra.
Se retiró de la ventana y, colocándose el estetoscopio alrededor del cuello, se sentó en su butaca. Se pasó las manos por el cabello y añadió:
—Llama al primer paciente.
Llegó la noche del 28 de octubre y la velé acompañada por los versos de Miguel Hernández y la luna llena. Tendría que escribir un poema sobre la relación de la guerrilla y las fases de la luna, me dije. Primero llegaba la creciente, la de los preparativos de ataque. Luego la llena, en la que se aprovecha su luz para el sabotaje. Después aparecía la mora, ante la que hay que ocultarse. Y por fin la nueva, en la que sólo la contra posee vehículos y focos que convierten las tinieblas en una hiena husmeando carroña.
A las cinco ya estaba dispuesta para dirigirme a Oviedo. Te levantaste en cuanto oíste que había abierto la puerta de la calle. Y, apoyada en la pared del pasillo, me aconsejaste:
—Voy a estar en vilo hasta que regreses. Ten cuidado, por favor. Esto no es un juego.
Eran las siete de la mañana cuando me ubiqué en fila, entre el público asistente al Consejo de Guerra. La mayoría eran militares y guardias, los civiles que no llevaban el uniforme de Falange vestían chaqué. Conté sólo trece mujeres: cinco con el traje de la Sección Femenina y el resto ataviadas como para asistir al teatro. Yo era la número catorce e iba con mis mejores galas, acompañadas de guantes y sombrero con redecilla. Me había pintado los ojos y los labios como me enseñó la Chonchi, lo cual me añadía unos años. Llevaba el salvoconducto en la mano y, en el bolso, la Tokarev.
—Puede pasar —me indicó uno de los soldados que custodiaba la entrada.
Siguiendo a los asistentes, me introduje en el cuartel Pelayo hasta su patio de armas. Una enorme bandera con el águila imperial presidía el hemiciclo. También habían montado una tarima que sostenía tres mesas: una presidencial de casi cinco metros y dos más cortas en sus laterales. Frente a ellas se desplegaban treinta filas de butacas. La jerarquía marcaba a quién correspondía cada asiento.
—¿Por dónde traen al rebelde? —pregunté a un guardia civil con fusil en bandolera, que parecía esculpido en piedra.
—Por aquel pasadizo —me dijo, sin abandonar su pose.
Me situé debajo de los soportales, al lado de la puerta custodiada por dos soldados. A lo largo de la pared habían dispuesto varios bancos.
—¿Puedo sentarme ahí? —consulté a uno de los custodios, mostrándole mi aval.
—Sí, toda esta hilera está reservada a Falange.
Salvo una, todas las butacas se encontraban ocupadas. Miré el reloj: las diez de la mañana. Tomé asiento y esperé.
A continuación, por la puerta que se abrió a mi derecha, salieron cuatro militares. Miré sus hombreras: tres estrellas de seis puntas. Capitanes, pensé. Se ubicaron en las mesas laterales a la presidencial.
En la sala se levantó un murmullo. De inmediato comprendí la razón: traían al general. Pasó a mi lado, con cadenas en los tobillos y en las muñecas. Ni me vio ni pude ver su rostro, sólo su ancha espalda y sus andares lentos arrastrando los hierros. Iba escoltado por cuatro guardias civiles que lo dejaron frente a la mesa presidencial. Me incorporé para distinguir su cara con claridad. Allí estaban sus mandíbulas marcadas y sus ojos de halcón desafiando aquel carnaval. Ni una sola de sus miradas se dirigió al público.
Alguien gritó algo que no entendí y todos se levantaron. Yo les secundé. Por la misma puerta aparecía otro militar. Tres estrellas de ocho puntas: un coronel. Se dirigió a la mesa central y ordenó sentarse. Todos obedecieron, excepto Ferla, que permaneció de pie.
El juicio había comenzado y, aunque el patio se encontraba en silencio, apenas podía oír nada desde mi posición. Algo dijo el presidente del tribunal sobre la elogiosa labor del juez instructor, un tal Ardanaz, para cuyo expediente propuso una nota laudatoria. Luego oí algo sobre que no iban a juzgar a Ferla por los hechos de la revolución del 34 porque ya había cumplido condena. El resto de su discurso resultó casi ininteligible.
Observé los pisos superiores del cuartel. Una barandilla de piedra precedía un pasillo que comunicaba con las dependencias. Me extrañó que las plantas estuviesen vacías, excepto la segunda, donde se veían a tres guardias civiles con un artefacto que no distinguí bien. Un señor de chaqué y chistera, a mi izquierda, llevaba unos gemelos diminutos que de vez en cuando dirigía hacia los asistentes.
—¿Le importaría dejármelos un momento?
—En absoluto, señorita. —Y me los entregó.
Los orienté hacia la segunda planta. Un guardia giraba una manivela de lo que parecía una cámara de cine. Los otros dos contemplaban el patio con las manos cruzadas al frente. No podía ver sus hombreras, pero sí la bocamanga. El alto y joven era teniente: llevaba dos estrellas pequeñas. El otro, gordo y mayor, que fumaba un puro, tenía tres más grandes, así que se trataba de un coronel. Me fijé en el rótulo clavado en la pared, a sus espaldas: Jefatura de Orden Público.
Antes de devolver los prismáticos a su dueño, los dirigí hacia el tribunal. Sólo veía el perfil de Ferla, que seguía inmóvil, y a un capitán que había tomado la palabra. Mencionó a una serie de testigos que demostrarían el carácter no asesino del acusado.
Desfilaron dieciséis, entre los cuales había tres mujeres. Todos eran falangistas, guardias o familiares de militares. Alegaron que cuando Ferla ocupaba un territorio, siempre recordó a sus milicianos que el robo, el hurto, el pillaje, el sabotaje, la violación o cualquier actuación vejatoria contra los vencidos estaban totalmente prohibidos. En caso de que la prohibición se incumpliese él mismo se encargaba de ajusticiar o expulsar al culpable.
Se acercaba el final, ya que otro capitán, que debía ser el fiscal, solicitó dos penas de muerte para el mayor de brigada: una por su actuación en la guerra civil y otra por diez años de rebeldía contra el nuevo Estado.
Todo acabó como había empezado, con la gente de pie ante el desfile del presidente del tribunal. Ferla permaneció sin moverse, mirando la mesa vacía frente a sí, dando la espalda al público que iba abandonando el patio de armas convertido en sala de vistas. Cuando la mayoría hubo salido, los guardias que le escoltaban le golpearon con las culatas de los fusiles, ordenándole que comenzase a andar.
Se dirigió a la misma puerta por la que había entrado, al lado de la cual me encontraba yo. Me quedé allí. El general pasó junto a mí, escoltado por los cuatro guardias armados. Me quité el sombrero y le miré. No pareció reconocerme. Coloqué mi mano en la cintura, sobre el bulto que provocaba la Tokarev. Sus ojos se iluminaron, y sonrió.
Aquella pistola era algo más que un arma: era el testigo del relevo generacional. Ferla siguió caminando sin que se desprendiera de su rostro la mueca de satisfacción. Cuando se perdió por el túnel, oí su gran carcajada.
—¿De qué te ríes, penado? —le gritó un guardia.
—De que no vais a ganar la paz.