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El regreso
El chófer nos acercó, a la Chonchi y a mí, hasta la estación Norte. Como buen sirviente, él acarreaba mi maleta. El tren tenía prevista su salida a las veintiuna horas para llegar sobre las diez. La madame justificó mi partida con un «Querido, ya encontré piso para las chicas. María se acercará a Oviedo a traerlas». Y el señor Patiño me extendió un salvoconducto que rezaba: «A quien pudiera interesar: María Llaneza García está bajo la protección del Consejo Nacional de Falange».
Apenas el chófer lo exhibió ante el revisor, me acomodaron en el vagón de literas en un departamento para mí sola. Sonó el pitido largo que advertía de la próxima salida del tren. El chófer, después de dejar mi maleta en el vagón, se alejó por el andén mientras esperaba a la Chonchi. La mujer, al abrazarme, susurró: «Si alguna vez vuelves a necesitar algo, ya sabes dónde encontrarme». Le di las gracias y, en un murmullo, agregó: «Cuando veas a Ventura, dile que aún le… —Se interrumpió, y creí distinguir sus ojos húmedos tras el velo blanco que los cubría. Disimuló ajustándose el sombrero—: Mejor no le digas nada», acabó.
Quedé sola con mi maleta, el diario, mi Tokarev, los poemas y los recortes de todos los periódicos madrileños que hablaban de la detención de Ferla: Arriba, ABC, Pueblo, Informaciones, Diario de Madrid y el Diario Ya. Y en ellos, como si la noticia la hubiese escrito la misma persona, había una parte común:
Gran éxito de la Jefatura de Orden Público de Asturias… La Policía y la Guardia Civil, en una operación conjunta, han detenido al mayor de brigada del Ejército Rojo, Baldomero Fernández Ladreda, alias Ferla, y a su lugarteniente, Benjamín Fernández, alias Tito… En una redada en Mortera del Palomar… Las Fuerzas del Orden se incautaron de una pistola, modelo Star, con las iniciales F. E., y otra, modelo Astra; un centenar de cartuchos; tres granadas de mano, modelo «pifia»; una bomba de humo; un aparato de radio; un uniforme de guardia civil; dos máquinas de escribir y un subfusil… Ambos se encontraban en un refugio interior de la casa…
De toda la noticia, aquello era lo que me descolocaba: «… en un refugio interior». Nadie los conoce si antes no se los han mostrado. Los había visto debajo de camas, que se abrían al retirar el orinal; en armarios que escondían habitaciones detrás de los trapos; puertas que giraban desde sillones… lugares en los que se ocultaban miles de topos, pero te los tenían que enseñar o no los encontrarías nunca. Aquello estaba muy claro para mí: habían sido traicionados.
Sonó el pitido más largo, el toque repetitivo de la campanilla y el despliegue del banderín rojo: salíamos de Madrid. Cerré con pestillo la puerta de mi habitáculo y me tumbé en la cama. Extraje un poema de la recopilación del padre Félix, aunque apenas pude releer unos versos:
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España…
Y el general volvió a mi cabeza: lo habían traicionado. No sabía quién lo había hecho, pero el porqué era evidente. Había sido alguien que no le perdonó aquella proclama escrita y difundida a todo el que quiso leerla: «El Partido quedó en España dentro de las cárceles y las montañas con ramificaciones en el llano. ¿Quién se tiene que poner al servicio de quién? ¿Nosotros a las órdenes de los que están en Francia o ellos a las nuestras?». Pensé en las palabras del señor Patiño acerca de la gran operación en marcha para exterminar a la guerrilla. Tal vez ese había sido el resultado o… el comienzo. Pensé en Manolo y Aurelio siguiendo los pasos del Francesito, de don Carlos. Pensé en Eloy, en ti, en Ventura, en Pin…
Desperté en Oviedo. Lo primero era buscar los periódicos: volví a comprar todos.
El siguiente tren hasta el pueblo no salía hasta las doce. Aún tenía dos horas para pasear por la calle Uría y llegar a la de Fruela para ver el antiguo local de la Chonchi.
Las esquinas de los marcos de las ventanas aún conservaban el negro de la madera quemada. Me imaginaba el interior.
Caminé hacia el parque San Francisco, por el Paseo Bombé, y me senté en el banco que seguía protegiendo el viejo carbayón.
Los diarios repetían la noticia y le añadían una nueva detención: la de Eduardo Mayaón, alias Bermejo, acusado de participar, junto a Ferla y Tito, en el asalto al Ayuntamiento de Santo Adriano para obtener una máquina de escribir.
Lo que ocurría me sobrepasaba, pero necesitaba enterarme. Con una hora de retraso, el tren de vía estrecha me dejó en el pueblo.
Ver los montes que acariciaban el cielo, los caminos embarrados, los riachuelos en las laderas y el humo denso de la térmica en el hondo; sentir el fresco nordeste golpeando las mejillas, el aire que portaba mil olores, el sol tímido de finales de septiembre; escuchar el aleteo de los gorriones despistados del otoño, el chirriar de los carros tirados por bueyes y el mugido de las vacas; oler la hierba húmeda, el tomillo, la sidra en los lagares, el sudor de las almas en guerra; degustar la humedad en el aire, la solidaridad en los senderos y el honor rezumando por las heridas… Me encontraba en lo que querían convertir en el desdén de la Historia: la Reserva.
—¿Qué tal sigue tu tía? —me rescató la señora Justa de mi ensimismamiento.
Le contesté el consabido «va mejorando» y continué camino. Golpeé la puerta de nuestra casa y esperé tu reacción. No te hubiese reprochado si me llegabas a retirar la palabra.
—Libertad —exclamaste, en cuanto abriste la puerta.
Y te abalanzaste hacia mí y me abrazaste y lloraste. Te conté lo que había hecho, dónde había estado y con quién. Me sorprendió tu respuesta:
—Ventura y yo estábamos tranquilos. Sabíamos desde el primer día dónde te encontrabas.
—¿Os lo dijo Manolo?
—No. Fue esa amiga del doctor. Apenas llegaste a su casa, llamó al teléfono del pueblo y se lo contó a Ventura.
«Traidora de la Chonchi», pensé. Hablamos de la detención de Ferla. Ambas estuvimos de acuerdo en que había sido una felonía de algún cuadro del exilio. Te expuse mis dudas sobre si las palabras del señor Patiño se referirían a la detención del general o si se trataba de algo más amplio. Me contaste que los pueblos del valle se encontraban bajo el terror del cabo Artemio y que seguía hostigando al doctor. Y convinimos en volver a enlazar con la partida de Manolo en cuanto fuera posible.
—Cada vez es más difícil contactar con la guerrilla —dijiste—. Fíjate, en tu ausencia, sólo he podido subir al monte una vez y Manolo no ha bajado al pueblo nada más que otra. Y te estoy hablando de los tres meses que has estado fuera de casa…
«Tres meses», habías dicho. La verdad es que carecía de la noción del tiempo. Este transcurría a otra velocidad en las ciudades. Hasta tuve la impresión de haber pasado media vida con la Chonchi.
—¿Qué sabes de Eloy?
Sonreíste, antes de responderme:
—Es el que más ha sufrido tu escapada. Pensó que te había perdido para siempre. Hasta quiso ir en tu búsqueda, pero Manolo se lo impidió. «Todos necesitamos, alguna vez en la vida, enfrentarnos a nuestros demonios. Si Libertad regresa, ya no será la que conocimos», le espetó un día. Ya conoces a Manolo, no deja lugar para una lágrima cuando se trata de luchar contra el fascismo y quiere que sus hombres actúen igual.
—¿Cuándo crees que podremos ir a verlos?
—Déjame unos días y te lo digo. He de enterarme cómo están las batidas de la Brigadilla y de la contra.
Después me acerqué hasta la consulta del médico. Tenía que comprobar si Ventura no me guardaba rencor por mi huida y podía seguir ayudándole.
Era ya tarde y no quedaba nadie en la sala de espera. Miré la nota que se encontraba encima de mi antigua mesa: era la relación de las visitas a domicilio y de la medicación que había que administrar a los pacientes. La puerta del despacho se abrió, el médico alzó sus lentes redondos y, por saludo, me dijo:
—Ahí está la lista para mañana.
Regresó a su sillón, en su despacho. Había estado escuchando allí la Radio Nacional de España, y el noticiario escupía más información sobre la detención del general:
… En el registro de la vivienda se han encontrado siete sellos de confección artesanal: dos alusivos a organizaciones prohibidas —el Comité de Milicias Antifascistas y el del Movimiento de Resistencia Español— y cinco pertenecientes a organismos oficiales —el Registro Civil, el Gobierno Civil, el Militar y dos juzgados—. Asimismo, treinta y un detonadores… Los detenidos están colaborando con las autoridades…
—Ferla y Tito, ¿colaborando?
No salía de mi asombro.
El doctor apagó la radio. Se levantó y su mirada se perdió a través de la ventana.
—Es lo que tienen que decir para diezmar nuestra resistencia —apostilló—. Mañana añadirán: «Confesaron de forma natural y espontánea».
—Ninguno lo hará —dije, ya segura—, si no los matan a palos.
—Ya no lo necesitan, María. Los nazis le entregaron a Franco el arma de la confesión natural: el pentotal sódico.
—¿El suero de la verdad?
—El mismo. Nadie verá un rasguño en el detenido y luego dirán que habló espontáneamente. Así sus compañeros lo considerarán un traidor. Es la victoria de la química sobre la fuerza.
«La derrota definitiva del general; el éxito del fascismo y de los burócratas del Partido que se la tienen jurada», pensé. Iba a recoger la lista y despedirme del doctor, cuando me acordé de la Chonchi, la chivata. Era un buen momento para devolverle el favor.
—Doctor, la Chonchi se quedó en Madrid, en el barrio de La Latina. Al despedirse, me dijo que aún le seguía amando.
Ventura ni siquiera apartó su vista de los montes cuando respondió:
—De la nada a la nada y tiro porque me toca.
—¿Cómo dice?
—Si el cabo Artemio consigue expulsarme del pueblo y tengo que unirme a la guerrilla del sur, a lo mejor voy a hacerle una visita a…
—Barrio de La Latina.
Recogí el listado y me despedí hasta el día siguiente. Era feliz, había regresado a casa, a la zona de guerra.