41
Enlace en la ciudad
Me ubiqué en la cola con las cartillas de racionamiento y mi cesta. Como me aburría, conté las mujeres abatidas y niños descalzos que tenía delante: trescientos doce. Miré hacia atrás, la cola se perdía bordeando una esquina. Un nuevo camión del Auxilio Social había llegado. Estacionó al lado de los grandes portones de un almacén y comenzaron a descargar sacos de harina. Del dispensario salió una mujer mayor, tan escuálida como la chica que la acompañaba, y extrajo la barra de pan de la cesta que le entregaron. La señora, rompiendo la barra, sacó con el dedo un trozo de miga y se lo dio a la muchacha. Esta se sentó en el bordillo y comenzó a frotarla sobre los cupones. Después de un par de minutos retornó a la cola con la cesta vacía. Entonces estiré el cuello y vi sus vales: el sello de «Entregado» ya no aparecía en ellos, y la señora mayor se perdía de vista con las viandas atadas en su mandil.
En la espera, repasé mi encuentro con Manolo ataviado con las sotanas y el gorro saturno que le había prestado el padre Félix. «¿Qué haces aquí?», pregunté sorprendida. «Sigue andando y no te detengas. Estoy siguiendo los pasos del individuo que ha entrado en la casa —respondió, para preguntarme luego—: ¿Qué sabes de él?». «Poco. Viene una vez por semana y regala tabaco y güisqui a las chicas. Le llaman don Carlos». «Averigua todo lo que puedas sobre él y nos lo pasas», ordenó. «Pero ¿no le estáis siguiendo vosotros?», pregunté extrañada, y respondió: «No podemos seguir con la vigilancia, creemos que tiene también a la policía detrás de él». «¿Cómo os lo hago llegar?». «No te preocupes, nosotros te encontraremos».
Entonces me di cuenta de que, aun odiándote, quería saber de ti. «Manolo, ¿cómo está Ángela?», pregunté. «Te echa de menos», dijo. «¿Y Ruso?», añadí. «Igual».
Y antes de que se alejara la intriga pudo conmigo: «¿Cómo diste conmigo?». Sonrió y, mientras se alejaba, respondió sin volverse: «¿No recuerdas que el monte tiene mil ojos?».
Mi turno había llegado. Coloqué los vales encima del mostrador y una señora con delantal blanco comenzó a introducir alimentos en la cesta, recitando una especie de cantinela:
—Cien gramos de arroz, cien de lentejas, doscientos cincuenta de pan, cuarto de leche, jabón… Eso hace una. Vamos con las otras tres.
Continuó nombrando lo que me entregaba y, al terminar, preguntó:
—¿Tienes cartilla para la carne?
—No.
—Entonces ya está todo —dijo, y estampó un sello sobre los cuatro vales: «Entregado. Semana 30. 1947»—. La siguiente.
Allí tenía en mi poder la ración semanal de comida que el franquismo consideraba adecuada para cada casa, siempre que el cabeza de familia fuese, por supuesto, titular de una cartilla. Aunque yo la llevaba multiplicada por cuatro. «Imagínate en Madrid», había dicho la Chonchi, pero mi imaginación no abarcaba tanto.
Cuando regresé, comencé a vaciar la cesta. Antes de que me dispusiera a cocinar, la madame me dijo:
—Don Carlos se quedará a comer. Echa un poco más de todo.
—¿No tiene que ir a trabajar?
—Este no ha debido de trabajar en la vida.
—¿De qué vive?
—Debe de ser estraperlista, pero vete aprendiendo que en este oficio es mejor no preguntar.
—Ah, ¿por eso siempre nos trae tabaco y bebidas?
—Y carne, y bacalao. Mira.
Abrió la despensa y sobre un plato reposaba una pieza de carne que se me antojó un lomo de ternera y en otro una pieza de bacalao seco en sal.
—Entonces, ¿qué preparo?
Miró lo que había traído de la cola del racionamiento, después echó un vistazo a los estantes y respondió:
—Lentejas y huevos fritos. —Y antes de salir de la cocina, añadió—: Desde luego, siguen dando lo mismo con las puñeteras cartillas. Si no fuera por el mercado negro, ya nos habríamos muertos todos de hambre.
Serví la mesa al individuo de las marcas de viruela, a las dos chicas y a la Chonchi. Yo comía más tarde cuando teníamos visita: después de recoger los platos, cuando me quedaba a solas.
—Debes poner a trabajar también a tu sobrina —dijo don Carlos—. Seguro que te ganaba unas buenas pesetas.
—No quiero que ella siga este camino.
—No es tan malo. ¿No vienen también a buscarse la vida las viudas de los republicanos?
—Es distinto, don Carlos. Cuando la necesidad aprieta…
—¿Me quieres decir que estas lo hacen por vicio?
Las muchachas y el individuo soltaron una carcajada, en la que no les acompañó la madame. Cuando terminaron, y yo recogía los platos, don Carlos preguntó:
—¿No hay café?
Hice un gesto negativo con la cabeza a la Chonchi.
—No, don Carlos —le dijo—. Es que aquí no solemos tomarlo.
Sonrió, encendió un Gauloises, y volvió a preguntar:
—¿No soléis tomarlo o es que no lo conseguís?
—Bueno, de todo un poco. Ya sabe cómo está la vida.
—La próxima vez que vaya a Tánger, os traigo un paquete.
—Gracias, don Carlos.
Y la Chonchi se levantó a ayudarme con la limpieza de los platos, mientras el sujeto, con el cigarro en los labios, rodeaba con sus brazos los hombros de las muchachas y las atraía hacia sí.
—¿A que no sabéis cómo se hace una cuchilla con el filtro del cigarro? —soltó de pronto.
Mil alarmas sonaron en mi cabeza: Pin, el Francesito, Carabanchel, el apuñalamiento a Morales, la fuga del pelotón de fusilamiento… ¿Por eso le seguía Manolo?
Un ruido de cristales rotos me sacó del ensimismamiento. Una copa se me había resbalado de entre los dedos y sus fragmentos se esparcían por el comedor.
—¿Qué le pasa a tu sobrina, Chonchi? —inquirió el individuo.
De algún modo, conseguí responder antes que ella. Con voz melosa, dije:
—Es que debe de ser difícil hacer de eso una cuchilla…
—Ah. Pues mira.
Repitió el gesto que ya había visto en Pin: con su tacón pisó la parte del filtro al que había llegado la llama.
—Voilà! —dijo, mostrando el invento.
Las chicas deslizaron la yema del índice sobre la parte aplastada.
—Es verdad. Corta —gritaron con asombro.
Ya ves, Ángela, los Gauloises con filtro no se comercializaron legalmente hasta el año 50, y aquel sujeto ya los tenía en su poder. Así era aquel mundo.
Don Carlos se levantó y, dirigiéndose a ellas, propuso:
—Hala, vamos a dar un paseo por la ciudad y por la noche os invito a cenar.
Después de que terminé de comer, la Chonchi me invitó a tomar un chocolate en la confitería de al lado. Me cambié de ropa y la acompañé.
En el local se encontraban las dos chicas de la Sección Femenina comprando unos bombones.
—Hola —las saludó la Chonchi—, ¿seguís con las cátedras ambulantes?
—Hola, doña Chonchi —respondieron al unísono, y prosiguió la pecosa—: Sí, pero hoy ya hemos terminado.
—Si queréis uniros a mi sobrina y a mí, os invito a un chocolate.
Las muchachas aceptaron encantadas. Durante la merienda, la madame las sometió a una especie de interrogatorio.
Era la pecosa la de la voz cantante:
—Nuestra principal labor es erradicar el analfabetismo en la mujer e inculcarle los valores de la familia que nos han transmitido nuestros padres.
—Me gustaría que mi sobrina se sumara a vuestro grupo. Explicadle en qué consiste vuestra tarea social.
La pecosa adoptó pose de maestra.
—Toma, en este librito se explica nuestra labor.
—Gracias —respondí, y comencé a ojear su interior.
Acababa de encontrarle una utilidad al libro que no podía revelarles.
—Cuando lo leas, verás que vamos en camiones con otras instructoras a los pueblos —dijo—. Damos charlas y cursos a las mujeres. Les enseñamos a leer y escribir y creamos grupos de canto y danza. Nos centramos más en los valores morales y sociales para que sean buenas madres y obedientes esposas. La labor de la mujer por naturaleza se encuentra en la iglesia, la casa y el criado de sus hijos…
Lo que dijeran me importaba una mierda: según su credo yo no era ni persona ni mujer. Pero la pecosa no cesaba en su discurso:
—Otra de nuestras misiones es extender la aplicación del Fuero del Trabajo, liberando a la mujer casada del taller y la fábrica. Aunque está prohibido que trabajen si su marido gana para alimentarlas, sabemos que aún hay muchas que siguen haciéndolo. Su labor es dar hijos a la Patria…
¿Qué hubiesen pensado aquellas dos tontas del haba si llegan a saber que su interlocutora había abortado, asesinado a un miembro de la contra, mantenido relaciones sexuales sin estar casada y acudido a misa sólo para recoger las cartas de la Resistencia? Hoy cualquiera se reiría, pero en aquellos tiempos creo que me hubiesen arrojado agua bendita para exorcizarme.
Y la pecosa siguió hablando y hablando del demonio, el pecado y la muerte; también de las barrabasadas de las criadas. Y del colegio alemán en el que estudiaron y que habían cerrado.
Y de cómo su madre estaba encerrada en casa, atiborrándose a botes de leche condensada. Y por último nos habló de su padre, al que idolatraba. Se refería a él llamándole papá.
Cuando nos libramos de ellas, camino de casa, le pregunté a la Chonchi:
—¿De qué las conoces?
—Soy la amante de papá. —Y soltó una carcajada.
Así iban pasando las semanas de aquel verano: cola de racionamiento cada siete días, pero ya con la cartilla para la carne; limpieza general de la vivienda; cambio de toallas y del agua de la palangana de la habitación de las chicas antes de que entrasen con un cliente; cocina para las cuatro. Las montañas, la zona de guerra, iban quedando muy lejanas para mí. El único contacto se producía cuando me tumbaba en mi cuarto a leer los poemas de Miguel Hernández y acariciaba la culata de la Tokarev. Abría mi diario sólo para agregar la crónica del día: nunca releía las páginas anteriores a mi huida. Sobre don Carlos, no recogí más información que la que me aportaron las chicas:
—Es medio francés —me dijo una—. Dice que proviene de la periferia parisina, de la banlieue, suele decir.
—Siempre nos habla de Tánger —añadió la otra—. De su luz, de los millonarios que abundan por allí, de cónsules que trabajaron para los dos bandos, de los aristócratas arruinados, del café society y de gigolós que nos hacen la competencia a nosotras.
Aquel año, el veranillo de San Miguel se había adelantado. Acaba de entrar septiembre en nuestras vidas sin luna en los cielos, con una mañana calurosa, sin el viento racheado que a veces nos llegaba desde la lejana costa.
Después de dos horas en la cola del racionamiento, me apetecía pasear por el parque San Francisco. Era lo más parecido a nuestras montañas y bosques que había en la capital.
Recuerdo que recorrí su Paseo de Bombé, me detuve a contemplar cómo la luz ampliaba la sombra del quiosco de la música y busqué entre sus árboles los robles míticos del norte que tantas leyendas nos habían traído. Me senté en un banco, apartada de niños descalzos que pedían o robaban y de excombatientes mutilados que paseaban sus medallas y muñones por las sombras del jardín, y saqué el librito de «La labor de las cátedras ambulantes» en cuyo interior guardaba hojas sueltas con los poemas de Miguel Hernández.
[…] veo un bosque de ojos nunca, enjutos,
avenidas de lágrimas y mantos:
y un torbellino de hojas y de vientos
lutos tras otros lutos y otros lutos…
Alguien a mi espalda continuó el poema:
—Llantos tras otros llantos y otros llantos…
La voz era inconfundible.
—¿Aurelio?
—No gires la cabeza. Continúa como si estuvieses leyendo.
—¿Qué haces aquí?
—He venido a recoger cierta información que posee Madame Liberté.
—Sigues igual de tonto.
—¿Qué averiguaste de don Carlos?
—Creo que se dedica al estraperlo, sobre todo de tabaco y de güisqui. Debe de ser francés o de Tánger. Y si no lo es, seguro es que ha vivido allí.
—Es casi lo que sabíamos.
—¿Por qué os interesa tanto ese individuo?
—Ha comenzado a facilitarnos emisoras, armas viejas, municiones y carnets falsificados de Falange o de la Guardia Civil. Hasta consiguió que atendieran a uno de los Castiello en un hospital de Madrid. Hay una parte de la guerrilla, como los de Onofre y los Castiello, que están encantados con él. Pero nosotros seguimos sin fiarnos. Si no llega a presentarse de la mano de Pin, estoy seguro de que no le hubiésemos abierto los brazos.
—¿Qué es de Pin?
—Se ha unido a la partida de Onofre, en Infiesto.
—¿Y Ruso?
—Habría querido venir personalmente, pero Manolo se lo impidió. «Deja a la mocina que luche con sus fantasmas», le dijo. Ya conoces a mi hermano.
—¿Sabes algo de Ángela y Ventura?
—El doctor sigue atendiendo al valle… Bueno, sólo a los pobres. Y tu hermana está bien… Te echan de menos y te mandan recuerdos.
—¿Cómo saben que estoy aquí?
Silencio.
—¿Aurelio?
Nadie respondió. Giré la cabeza. Sólo el tronco de un enorme y viejo carbayón atendió mi mirada.
Emprendí de nuevo el Paseo de Bombé. En el camino hacia la vivienda de la Chonchi me crucé con varios grupos de falangistas uniformados que con el brazo en alto cantaban el Cara al sol. Algunos obligaban a los transeúntes a acompañarlos. Se acercaba el día de Covadonga y se estaban concentrando en la ciudad para acudir en procesión hasta el santuario de la virgen a darle las gracias por haber expulsado y liberado su España no sólo de los moros sino también de los que se opusieron a su glorioso Movimiento Nacional.
Víspera del 8 de septiembre, domingo: una fecha circulada en rojo. En la que estalló todo y cambió el rumbo de la Chonchi, de las chicas y el mío obligándonos a huir de Oviedo.