40. La Chonchi

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La Chonchi

Caminaba con firmeza, pero seguía sin conmoverme por nada que sucediese a mi alrededor. Al alcanzar el apeadero, lo primero que me salió al paso fue la pareja de la Guardia Civil, Mocu y el Coreano. A la llegada de cada tren, tenían que inspeccionar quién subía y quién bajaba. Pero allí sólo me encontraba yo.

—Vas muy elegante, María —dijo Mocu—. ¿Qué, vas a visitar a esa tía que tenéis enferma?

—Sí.

No me apetecía hablar con aquel necio, como lo llamaba Ventura. Además, no pensaba volver a verlo, ni acompañarlo más al cine y a pasear comiendo castañas o barquillos.

—¿Vas a estar mucho tiempo fuera del pueblo?

—Hasta que el Señor se la lleve a su lecho.

—¡Qué buena sobrina! —intervino el Coreano.

—Uno a Oviedo —le dije al empleado de la taquilla.

Con esa excusa, mi mirada se alejó de los guardias. El taquillero alzó la vista sobre sus lentes, dirigiéndola hacia los bultos que llevaba.

—Una treinta —dijo.

Apoyó su mano sobre el billete, sin entregármelo hasta que yo le arrimase el dinero.

Deposité las Capitulaciones de Santa Fe delante de sus narices y esperé la vuelta. Recogí las tres setenta y el recibo. Y, mientras me dirigía a sentarme en un banco, leí la anotación que había añadido a tinta: «Lleva bolso y maleta».

Me senté a esperar. El reloj marcaba la una y diez. Los guardias habían llegado al final del andén y regresaban. Nadie más en la estación, si exceptuamos el nordeste, que golpeaba los matorrales secos y los hacía volar sobre los raíles. En la vía del fondo, dos ferroviarios, por algún motivo que yo desconocía, aporreaban las ruedas de los vagones. El tren llegó y no se apeó nadie. No éramos sitio de destino para los seres humanos, tal vez sólo un lugar de paso hacia ninguna parte.

Dentro del vagón, las visiones de las que huía: niños descalzos y tiznados, mujeres enlutadas, hombres de gesto hosco bajo las boinas y algún mutilado, de la guerra o de las minas. Las maletas en los pasillos, las cestas de mimbre con gallinas o conejos, los hatillos con comida o ropa, la miseria en el aire. El tren arrancó. Otra pareja de la Guardia Civil efectuaba su ronda acompañando al revisor y examinando sólo el rostro de los hombres.

Oviedo, la capital. Volví a embobarme con los escaparates de la calle Uría y continué con los de la calle Fruela. «La Chonchi. Camas», leí. Mientras subía las escaleras, me preguntaba qué estaba haciendo allí. ¿Quién me aseguraba que la Chonchi aceptaría a una desconocida? Llegué a la puerta y mi mano dudó sobre el picaporte. De repente, la puerta se abrió. Un señor alto, con traje canela, gafas oscuras, marcas de viruela en el rostro, sombrero de ala corta y bastón de bambú salía acompañado de la madame.

—Bueno, don Carlos, muchas gracias por…

Me vio y se interrumpió. El hombre también se percató de ello y ambos se quedaron mirándome.

—Señora Chonchi, yo venía…

—María, qué alegría verte. Es mi sobrina, don Carlos. Lo que le decía, que muchas gracias por el tabaco y por la caja de güisqui.

El individuo observó con descaro mi rostro y preguntó:

—Esta sobrina tuya… ¿también va a trabajar para ti?

—Qué cosas tiene, don Carlos. Esta sobrina es de verdad.

—Las otras también lo son. —Y comenzó a descender los peldaños, sonriendo—. Si la pones a trabajar, no te olvides de decírmelo. Nos vemos la semana que viene.

—Adiós, don Carlos.

Cuando el individuo se perdió de vista, la Chonchi me agarró por el brazo, me introdujo en la casa y cerró la puerta.

—¿Qué haces aquí?

—Es que…

Un nudo en la garganta me impidió continuar. Y los ojos se me humedecieron.

—Ven a la salita.

Me recibieron el tiesto de hortensias, el cenicero y un paquete de Gauloises sobre la mesa camilla. Dejé el equipaje en el suelo, me quité el sombrero y me senté. Cogió un cigarro y, antes de encenderlo, metió su extremo en una pipa de marfil. Tras expulsar el humo, susurró:

—Ahora, cuéntame.

Le hablé de Eloy, del embarazo, la paliza, el aborto y el vaciado que me practicó Ventura. No le dije nada de la guerrilla, ni de que había matado a Pepón, ni de Ferla ni del arma que me había regalado y que llevaba conmigo. Concluí con que os odiaba a Ventura y a ti por habérmelo ocultado y que había huido del pueblo sin saber adonde ir.

Deslizó sus dedos entre mis cabellos, acarició mi oreja con el pulgar y siguió susurrándome:

—Ay, chiquilla. ¡Bendita inocencia! Supongo que ahora comprendes a Ventura cuando dijo: «Lo que te salva la vida acaba haciéndotela insufrible».

No respondí. Comencé a sollozar. Uno o dos minutos después rompió los lamentos cuando me dijo:

—Acompáñame.

La seguí por el pasillo hasta una habitación. A un costado, una cama pequeña con colcha de encaje, una alfombra roja y una lámpara sobre una mesita.

—De momento te quedas aquí. Voy a hacer un recado y ahora vuelvo. Tú aprovecha para deshacer la maleta.

Me senté en el camastro. Contemplé las paredes blancas y no encontraba nada que me conformase. Escuchaba los gemidos y el movimiento del somier provenientes del cuarto contiguo. Luego oí hablar en el pasillo y vi sombras bajo la puerta.

La Chonchi había dicho que salía a hacer un recado. Sospeché que me habría mentido, que había ido a llamar al teléfono público del pueblo. La atendería la señora Justa. Me imaginé a la Chonchi hablando con ella, preguntándole por Ventura. Al cabo de unos minutos, el doctor conocería mi paradero, iría a buscarte y vendríais los dos a recogerme. Por eso no me moví ni deshice el equipaje.

Me equivocaba. Regresó con un envoltorio.

—Pero chiquilla, ¿todavía estás así? —preguntó desde el marco de la puerta—. Venga, date prisa. Aquí te dejo esta ropa que acabo de comprar, para que andes por casa sin que manches las que llevas.

Una camisa blanca, una falda larga azul oscuro, medias, zapatos y un delantal gris. Ese iba a ser mi uniforme.

En los quince primeros días mis tareas consistieron en cocinar, lavar los platos, limpiar y fregar el suelo. Cambiar las sábanas, la toalla y la palangana del agua al marchar cada cliente. Y hacer las compras para la comida y recados de las chicas.

—Tu jornal será el alojamiento, la comida y lo que seas capaz de sisarme en cada compra.

Aunque eso me había dicho la Chonchi el primer día, en realidad nunca tuve que hacer excesivos ajustes para quedarme con algo de dinero, ya que siempre me daba en exceso.

Me iba acostumbrando a aquello, pero notaba que me faltaba la libertad que tenía en el pueblo. Me llevaba bien con las dos chicas fijas; a las eventuales apenas las conocía, ya que aparecían de forma esporádica, generalmente los fines de semana o del mes, el día de paga de los obreros.

Excepto para la compra, no salía de casa. Un día se presentó un hombre acompañado de una señora mayor, con pinta de institutriz, vestida con el traje de Falange. Me pidieron hablar con la propietaria. El hombre no tenía estampa de cliente; más bien parecía un funcionario: traje gris, gafas de montura negra y cartera marrón sujeta contra su pecho. Me dijeron que pertenecían al Patronato de no sé qué. Me limité a llamar a la Chonchi.

—Ah, don Pedro, doña Beatriz… Pasen, pasen.

Les condujo hasta la salita y me pidió que les llevase unas tazas de café. Luego me indicó que acercase dos botellas de güisqui que guardaba en la despensa.

Más tarde, al recoger las tazas, la vi deslizar dos billetes de quinientas pesetas en la mano de cada uno.

—Nos vemos en la próxima revisión.

—Hasta entonces, don Pedro, doña Beatriz.

Cuando se marcharon y la Chonchi cerró la puerta, le pregunté intrigada:

—¿Quiénes eran?

—Los del Patronato de Protección de la Mujer.

—¿Qué querían?

—Hacían su revisión mensual. Si todo está según su criterio, te permiten seguir con el negocio. En caso contrario te envían a la Prisión Especial para Mujeres Caídas.

—¿Qué criterio es ese?

—El que has visto: el que se basa en un regalito y dinero. Así te dan esto. —Y extendió un papel sellado—. Fíjate, han escrito: «Establecimiento limpio. Apartado del vicio y con buen control de la moral».

—Este folio…

—… es el que permite que tengas abierto. En la provincia han dado veintinueve. Pero como alguno no cumpla con sus normas de moral, se lo cierran.

¡Qué extraño era todo en las ciudades!, me dije. En el pueblo también había prostitutas, que atendían en sus casas. Los hombres les llevaban alguna gallina o cordero y nunca recibían la inspección de ningún Patronato. Bueno, alguna vez les giraba visita don Cosme, seguramente para inspeccionar su moral.

—Ah —exclamó de repente—, toma. He conseguido una para ti.

Me entregó una cartulina en la que rezaba: «Cartilla de Racionamiento. Ministerio de Industria y Trabajo».

—¿Qué es esto? —pregunté extrañada mientras leía mi nombre, debajo de varios cupones pegados.

—Una cartilla de racionamiento.

—¿Para qué vale?

—Ay, chiquilla. Cómo se nota que vienes de la montaña. No creas que siempre habrá dinero para comprar comida, ni siempre hay alimentos aunque tengas las pesetas. Esas cartillas permiten comprar lo de primera necesidad que saquen a la venta y al precio que marquen los del Ministerio. Mañana han anunciado que por cada vale se puede comprar leche, un litro por cupón, pan y tres huevos.

—Pero… —dije aturdida—. En el pueblo, si queremos leche, ordeñamos la vaca. Si queremos huevos, los recogemos del gallinero…

—Aquí no. Ni hay vacas ni gallinas. ¿En el pueblo nunca os restringían los alimentos?

Quedé pensativa y recordé:

—Sí. Para el arroz, el aceite y el azúcar, si Ángela no conseguía unos cupones, no se lo daban.

—¡Qué suerte que fuese sólo para eso! Aquí se necesitan vales para todo. La cartilla que te he dado es general, pero hay una exclusivamente para la carne. A ver si también te la puedo conseguir.

—¿Esto sólo pasa en Oviedo?

—En toda España, chiquilla. Imagínate en Madrid.

Era como si fuera despertando, poco a poco, de un sueño. Más allá de su colorido, el rostro de las ciudades era un sepulcro blanqueado: debajo de él había más hambre y necesidad que en las aldeas.

Llamaron a la puerta y fui a abrir. Ante mí, el señor del traje canela, bastón de bambú y marcas de viruela. No recordé su nombre.

—Hola, ¿eres la sobrina de Chonchi?

—Sí.

—¿No te acuerdas de mí? ¿De la semana pasada? Soy don Carlos.

—Pase a la salita, que ahora la llamo.

Ya conocía el camino. Se sentó y se quitó las gafas. Su ojo derecho tenía una nube blanca que, por alguna razón, me produjo un escalofrío.

—Hola, don Carlos —saludó la Chonchi—. Ahora estoy con usted. María, acércate a por la leche, el pan y los huevos de las cartillas.

Me entregó la suya y las de las dos muchachas. Cuando salí a la calle, iba distraída por la curiosidad que me generaban aquellos cupones, pero creí oír una voz que me llamaba como en un susurro. Me volví. No vi a ningún conocido y seguí camino.

Al cabo de cuatro pasos, un cura se puso a mi altura.

—Libertad, ¿qué sabes del individuo de traje canela que acaba de entrar? —me preguntó de repente.

Aquella voz… Miré extrañada su rostro.

Otra vez la memoria de las montañas: Caxigal.