4
La sinfonía de la montaña
El tronco del eucalipto se había convertido en el soporte de mi tembloroso cuerpo. Y me aferraba a él como si soltarlo significase un salto al vacío del terror, materializado en unos puntitos de color caqui armados de fusiles que se desplegaban en el claro y se me presentaban como la quintaesencia de los jinetes del Apocalipsis.
—No podéis caminar por los montes con esas faldas —dijo Manolo, y sacó unos pantalones de su mochila, que extendió hacia ti—. Póntelos, Ángela.
Después se quedó mirando al grupo y le ordenó al más joven:
—Eres más o menos del tamaño de Libertad. Dale uno de los tuyos.
Eloy rebuscó en su mochila y, extrayendo un pantalón azul mahón, me lo entregó.
—¿Puedo mirar mientras te cambias? —me preguntó con una sonrisa.
—Si miras, te mato —sentencié.
Todavía sonriendo, se alejó.
Siempre había querido ponerme unos pantalones de esos; vestida así me sentía una guerrillera. Después de unos minutos, Eloy volvió a acercarse.
—Un regalo —dijo, alcanzándome su gorro isabelino. Ya no sólo me sentía una guerrillera: lo era.
Comenzamos a caminar en hilera entre las encinas; cuando descendimos al llano nos ocultamos entre las higueras y los nogales o algún piornal que nos dio cobijo. Al frente iba Raque, que conocía mejor el camino hacia Infiesto, ya que él pertenecía a la partida que actuaba en aquellos parajes, la de Onofre. En el medio íbamos nosotras con Manolo, como controlando los movimientos de cabeza y de cola. Detrás de mí, Aurelio, el hermano de Manolo, protegiéndome.
Al llegar a la orilla del Nalón, los helechos y alisedas nos dieron posada. Quedamos desplegados en fila, aguardando el momento pegados a la orilla y ocultos entre la vegetación. Las espinas de las zarzas se clavaban en mis antebrazos, pero no gimoteaba. Sólo el viento en las ramas de los sauces, las aguas chocando en las piedras y los peces batallando contra la corriente eran las melopeyas que matizaban el silencio.
Nada ni nadie.
Raque comenzó a reptar hasta el río, dio un brinco y se sumergió, con el máuser sobresaliendo del agua. Caminaba deprisa; tardó apenas quince segundos en cruzar el cauce. Luego fue Eloy, y de uno en uno fuimos atravesándolo todos. Cuando llegó mi turno, me sorprendió mi propia velocidad al correr, pese a que, para que no se mojaran, llevaba en lo alto mis sayas y el gorro isabelino, que Manolo me obligó a quitar: si nos vigilaban, nada debía identificarnos con la guerrilla. Recuerdo que no me preocupó el agujero en el zapato; lo importante era alcanzar el otro margen, pese a que el agua traspasaba el pantalón y me empapaba hasta las bragas. En un momento sentí un estremecimiento en el ombligo.
Hicimos noche en un monte perdido en medio de la ruta, del que no recuerdo el nombre. Tú te acurrucabas al lado de Manolo tapados con mantas, y yo soportaba la cháchara de Eloy. De vez en cuando veía una lágrima deslizarse por tu mejilla. Yo sabía qué significaba: estabas preocupada por nuestra madre, tanto tiempo sin vernos podría angustiarla en exceso y llevarla a cometer alguna locura. ¡Qué contradicción!, pienso ahora. Eras la recia, la tenaz, la de las ideas claras, pero también eras la del corazón más débil.
—Yo hago la primera guardia y así te vigilo a ti también, Ruso —dijo Aurelio.
Y Eloy me hablaba o me preguntaba, mientras yo le escuchaba con todos mis sentidos en guardia. Era la primera vez que estaba tan cerca de un muchacho, y encima guerrillero. ¿O sería un bandolero, como decía la Guardia Civil?
Apenas los rayos del sol comenzaron a iluminar las brañas, nos levantamos y emprendimos el camino hacia Infiesto. Nos apartábamos de los pastizales, monopolio de las vacas. En el trayecto nos cruzamos con un pastor; al distinguirnos, arrojó una piedra a los perros, que ahuyentaron a las ovejas ladera abajo. No necesité preguntar: el pastor era otro enlace de la guerrilla, que nos protegía creando una barrera con su rebaño por si las contrapartidas subían a nuestro encuentro.
Hasta la cumbre del monte que servía de cita con las otras partidas, desde el que alcanzábamos a ver Infiesto a pocos kilómetros, nos cruzamos con más pastores. Ninguno nos habló, ni nosotros a ellos: nos comunicábamos en una especie de lenguaje tácito de los cerros y pastos que todo el mundo parecía entender, menos yo.
—En ellos radica nuestra fuerza y nuestra debilidad, Ángela —te dijo Manolo—. Nos dan protección e información, pero si alguno nos vende, algún día deberemos matarle.
Rodeada de enebrales en una colina anónima, conocí a los jefes de otras partidas: Onofre y Bóger. Onofre era grande y grueso y cubría la cuenca de uno de sus ojos con un parche negro. Me dijo Eloy que lo había perdido por culpa de una bala en la guerra.
Bóger no actuaba por aquellos parajes. Su campo de operaciones se encontraba en el linde que separaba las cuencas mineras: Santo Emiliano. Era más bajo que Onofre, pero trabado y con cejas pobladas sobre ojos negros saltones y siempre gustaba de ir bien peinado.
Allí estaban los tres reunidos: Onofre, Bóger y Manolo Caxigal. Mientras, los demás descansaban envueltos en mantas o charlaban amigablemente sobre los últimos sabotajes o misiones. Sólo los inquebrantables Raque y Aurelio, mi eterno protector, hacían guardia.
Yo miraba a los jefes guerrilleros, que me recordaban a los tres mosqueteros contra Richelieu y lady de Winter. Onofre era Porthos, fuerte y corpulento, capaz de morir en las batallas como un titán. De Bóger no tenía dudas: era Athos, leal a la causa hasta el tormento. Y el Aramis de aquel trío era Manolo: un mosquetero sin vocación convertido en el mejor espadachín de un reino sin rey.
A la reunión faltaba D’Artagnan y el fiel escudero Planchet, pero estos eran el general Ferla y su lugarteniente Tito. Ambos actuaban en la parte oriental, dirigiéndolo todo y a todos por mensajes escritos, firmados y sellados, como los de un gran capitán. Y su grímpola era tricolor.
«Oh, Dios, qué buenos vasallos si tuviesen buen señor», me dije, y lo plasmé en mi diario en cuanto me fue posible. Y recuerdo que aquella cita del Mío Cid no se despegó de mi mente en toda la noche mientras contemplaba un cielo tachonado de estrellas, cuya quietud sólo se atrevió a quebrantar un insolente cometa. Pedí un deseo. Jamás lo desvelé a nadie, ni siquiera a ti, pero aún no se ha cumplido.
No sé qué hora era cuando se terminó la reunión y cada uno se retiró hasta su manta. No habían necesitado planos, ni luces, más allá de una luna desvalida que les iluminara los rostros. ¿Para qué querían mapas si se amamantaron en esos pagos? ¿Para qué necesitaban iluminación si sus voces eran sus propios guías?
Esperabas a Manolo acurrucada a mi lado, y no podías ocultarme tus ojos húmedos.
—Estoy preocupada por madre.
Yo también estaba intranquila. No hacía ni un mes que la habíamos tenido que rescatar del río, en su tercer intento de suicidio. Las otras dos veces habían tenido lugar en el pajar: la sorprendimos tendiendo una soga de la viga central.
Llegó Manolo, le diste un beso y os arropasteis. Quizá sintió tu angustia, porque te abrazó con fuerza. Yo me giré para el lado contrario y dirigí la vista hacia nuestros centinelas, el incombustible Raque y Ruso, que había sustituido a Aurelio. El cielo seguía imperturbable, y el altiplano en silencio.
Los primeros rayos del sol provocaron un juego de verdes y amarillos, y seleccioné sonidos y distinguí olores. El rocío se evaporó despacio en una calina que se elevaba lánguidamente sobre las praderas. Olía el tomillo y los hechizos de amor de la valeriana mezclados con el tilo, en supuestos ritos de brujas. Dormir en el monte potencia sentidos que nunca se soñó en tener.
—En pie —gritó Camblor, al que le habían asignado la última guardia de la noche.
El aroma del café llegaba desde una gran pota de latón ubicada sobre las brasas de la fogata construida con ramas muy secas para evitar el humo. Los jefes guerrilleros ultimaban detalles mientras sus hombres llenaban el cacillo de aluminio con la bebida caliente. Ruso se acercó a mí con su taza llena.
—Su desayuno, ceHbopuma.
—¿Cebonta?
—CeHbopuma. Significa «señorita» en ruso.
—Ah.
Sonreí y le acepté el cacillo. Hurgué en nuestra canasta de mimbre hasta que encontré el trozo de pan de centeno que aún quedaba.
—Es como la vida: amargo y ardiente —se excusó ante mi expresión, tras el primer trago de café.
—¿Te apetece un poco de pan? —le dije.
Y quedamos sentados en la hierba bebiendo a cortos sorbos, sin el lujo del azúcar, y mordisqueando a turnos un mendrugo de pan que, aunque reseco, nos sabía a gloria.
Onofre emprendió la marcha con los suyos camino de la costa. Bóger se perdió de nuestra vista bordeando la cumbre del monte. Y Manolo se volvió hacia nosotras:
—Tomad, para los billetes del tren. —Te entregó diez pesetas—. Y esto por las cartas. —Depositó en el bolsillo de tu falda un billete doblado en el que me pareció distinguir el rostro de Juan de Austria—. Aquí nos separamos, no podemos acompañaros hasta la estación.
Os despedisteis con un beso. Eloy se arrimó a mí y me dijo:
—CeHbopuma, un día iré a verte al pueblo.
Creo que me sonrojé. Sólo me atreví a responderle:
—Tú estás loco.
Nunca te lo dije, pero desde entonces comencé a mirar cada rincón de las casuchas diseminadas en la ladera, con la sensación de que iba a cumplir su promesa.
Peseta y cincuenta céntimos nos costaron los dos billetes: un trozo de papel con el sello de la empresa en el que aparecían escritos a pluma los nombres de la estación de salida y la de destino, así como el precio. El hombre de la ventanilla que nos los extendió, de tez semejante a nogal agrietado y uniforme azul, asentó en un libro nuestros apellidos y la observación: «Viajan con canasta de mimbre».
Nos sentamos en uno de los dos bancos de madera, que miraba al andén. Y me detenía en las caras de mujeres y niños que descendían de los vagones: miradas tristes y desconfiadas, pómulos secos por el hambre, rostros curtidos por el sol y el viento, ojos rojos a causa del humo de hogares cerrados y, sin embargo, despiertos como alimañas. Los hombres ocultaban su mueca de derrota bajo las boinas y nunca esgrimían un gesto de gozo ante lo que les rodeaba. Todos mostraban arrugas profundas cavadas por el contacto con la sangre y los cadáveres. Hasta sus ropas eran como nuestras sayas, como nuestra existencia: negras o grises. Famélicos. Mudos. El silencio, primer paso hacia la conquista de la supervivencia.
Nuestro tren había llegado. Tendríamos una hora de viaje hasta Oviedo y luego otra de espera en el trasbordo hacia casa.
—Llegaríamos antes cruzando a pie las montañas —exclamé con fastidio.
—Cierra la boca —zanjaste.
La Ángela de siempre había regresado: recia, tenaz, con la mente y los ojos despiertos, dominando lo que nos rodeaba. Subimos con decisión al vagón y buscamos un hueco libre. Y lo encontramos enfrente de una anciana cuya vista no se apartaba de la ventana. La acompañaba otra mujer más joven, que escrutaba nuestros gestos.
—Billete, por favor. —El revisor del vagón nos había abordado por detrás.
Rebuscaste el papel en tus bolsillos y fue entonces cuando vi de nuevo la sombra de los capotes verdes con correajes negros: una pareja de la Guardia Civil caminaba por el pasillo del vagón contiguo pidiendo documentos. Mi pierna derecha comenzó a temblar.