39. Despedida

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Despedida

Corrí hacia casa, alejándome de mis demonios. O quizás, acercándome a ellos. Por el camino pensaba hacia dónde huir. Nuestro valle tenía cien mil habitantes repartidos en decenas de parroquias como la nuestra, llenas de gentes idénticas a las que me rodeaban. Rostros cansados, miradas gachas, manos agrietadas, almas forjadas entre Castilletes y galerías. Si traspasaba el monte Santo Emiliano, suponiendo que no me lo impidiesen los guardias o las contrapartidas, me adentraría en otra cuenca igual a la nuestra, con la misma cantidad de vecinos distribuidos de la misma forma. No, debía escapar a otro lugar.

«Otro ambiente. Familiares. Otras gentes», había dicho Ventura. De pronto odié al doctor. Lo aborrecí como… ¡la Chonchi! Ella me había dicho: «Si alguna vez necesitas algo…». Ahora lo precisaba. Oviedo, una gran ciudad, con sesenta mil habitantes de los que sólo me conocía ella. Escaparía para la capital, me ocultaría de todos y comenzaría una nueva vida.

No quería nada del pueblo, sólo lo que era mío: la Tokarev que me regaló el general Ferla, los poemas de Miguel Hernández, mi diario, las ropas que me compré en la calle Uría… ¡Las ropas! Tirar mis sayas negras y grises, vestirme de colores, con guantes y sombrero, con la redecilla sobre mis ojos y un abanico que sugiriese lo que no existía. Fumar Gauloises en pipa de marfil, pasearme desafiando a lo que me rodease y dejar que mi vida se fugase sin repliegues a las montañas, como la Chonchi.

Cuando llegué, tú no te encontrabas en casa. Mejor, no quería verte. Calenté agua y llené el barreño. Me metí en él para desprenderme de cualquier mota de hollín de la Cuenca. Me vestí con mis mejores galas, introduje la pistola y lo demás en el bolso, cogí las cincuenta pesetas que había ahorrado de lo que me pagaba Ventura y…

—¿Adónde vas?

Tu voz sonó a mi espalda y, sin voltearme, respondí:

—Me marcho bien lejos. No quiero saber nada del pueblo.

Te sentaste en el borde de la cama. Miraste en silencio cómo revisaba el interior del bolso y preguntaste:

—¿Qué crees que vas a encontrar fuera de aquí?

—No lo sé, pero peor no puede ser.

—En el pueblo tienes de comer, conoces a la gente y sabes de quién te puedes fiar y de quién no. Nos tienes a Ventura y a mí. Además está…

—Tampoco quiero saber nada de Ventura ni de ti —dije, alzando la voz, y añadí—: Me mentisteis.

Despacio, con prudencia, abandonaste tu posición y, acercándote a mí, intentaste acariciarme el cabello. Rechacé tu gesto.

—Libertad, no te mentimos, esperábamos el mejor momento para decírtelo.

Me encaré.

—¿Cuándo iba a ocurrir eso?

—Pensamos en dejarlo para cuando te encontraras con más ánimos.

—Pues ya es tarde.

Aferré la maleta y me dispuse a salir, pero te interpusiste en mi camino y suplicaste:

—Por favor, hablemos un momento.

—No tengo nada que hablar contigo.

—Por favor.

—Puedes decir lo que te plazca, pero no me vas a convencer.

—No quiero obligarte a nada. Sólo deseo hablar un poco sobre lo ocurrido. Después, si quieres, puedes marcharte.

Me senté en el borde de la cama. Arrimaste una silla hacia mí y, antes de que tomases asiento, apunté:

—Di lo que tengas que decirme, y rápido.

—¿Crees que eres la única que ha sufrido un aborto?

Te miré sorprendida, hasta ese momento nunca había sospechado nada. Y apenas balbuceé la respuesta interrogativa:

—¿Tú?

—Sí, Libertad. Tenía tu edad cuando Manolo y yo nos enamoramos y ocurrió.

—Nunca me dijiste nada.

—Eras muy pequeña, no lo hubieses entendido. Además, padre había muerto en la casamata de Picu Polio y a madre se le fue la cabeza. Me lo tragué yo sola. Por eso comprendí mejor que nadie lo que te ocurría.

—Ventura me ha dicho que si cambio de aires a…

—No importa adonde vayas, todo es igual para nosotras.

—He visto Oviedo, aquello es distinto —dije, alzando la voz.

—No te engañes, en las ciudades sufren más necesidad que en los pueblos. Aquí nunca falta un mendrugo de pan.

—Buscaré trabajo.

—¿Has pensado en Eloy? Si te quedas en el pueblo, a él le resultará más fácil bajar al valle o a ti acercarte cuando no cierren los montes. Sin embargo, las ciudades son territorio hostil.

—No me chantajes, Ángela.

—¿Cómo crees que hemos vivido estos diez años Manolo y yo? Tú lo sabes: nos vemos cada dos o tres meses.

—Yo no quiero eso. Además, detesto el pueblo y a sus gentes.

—No son el pueblo ni sus vecinos los culpables de nada, es la situación social y política que se vive. Hay hambre y pagan cuatrocientas pesetas por la cabeza de cada guerrillero. Una cantidad parecida por delatar a un pariente que esté o colabore con el Movimiento de Resistencia.

—Por eso quiero marcharme donde nadie me conozca. Y comenzar una nueva vida.

—Da igual donde vayas. Los tiempos en los que nos ha tocado vivir son crueles y hemos de hacerles frente.

—No me convences, Ángela. Tiene que existir un mundo sensible fuera de estos valles.

—Vives de sueños, Libertad. Crees que la vida es leer y soñar con esos mundos que te narran las novelas. Te sientes la Cosette de Víctor Hugo o la Mercedes Herrera de Dantès. Hasta piensas que ser instruido es la marca de clase de los que perdimos la guerra. Te equivocas. Manolo y Aurelio, en la montaña, imparten clases a muchos guerrilleros para que algún día puedan leer las cartas que les envían sus familiares. Esta realidad asesina cualquier sueño.

—¿Qué sueños te han roto a ti? Te gusta vivir en el pueblo, tienes a Manolo a tu lado, eres capaz de conseguir lo que te propongas, disfrutas ayudando a la guerrilla y…

—Sigues equivocándote. Mi sueño me lo mataron: ser maestra.

—¿Maestra? —pregunté extrañada—. Nunca me dijiste nada.

—Tú eras muy pequeña y no te acuerdas, pero yo estaba todos los días con el maestro del pueblo. Él me iba a ayudar a conseguirlo. ¿Qué pasó? Terminó la guerra y depuraron a todos los maestros de la República. Quinientos fue el balance de los paseados en esta provincia. A él lo fueron a buscar a la escuela y lo arrastraron hasta la tapia del cementerio. Lo fusilaron acusándole de rebelde al nuevo Estado, cuando el único pecado que había cometido fue enseñarnos a pensar por nosotros mismos. Recuerdo que cuando arrastraban su cuerpo hacia la fosa, uno de sus verdugos se dio cuenta de que el maestro había estado apretando un crucifijo en su mano mientras le disparaban. Era un sincero católico que simplemente odiaba la barbarie. Ahí tienes mi primer sueño frustrado.

—Pero tú disfrutas con tu papel de enlace de la guerrilla.

—¿Disfrutar? No queda más remedio, Libertad. —Alzaste la voz para argumentar—: Cuando capturan a un guerrillero, su destino es la muerte. Seguro que la Historia los coloca en el limbo de los héroes. Sin embargo, ¿cuál es nuestro papel? Las enlaces sufrimos mil vejaciones cuando nos apresan. La primera es raparnos el pelo o violarnos. Ya sabes que hasta han convertido la violación en un arma de guerra. Si nos dejan vivir es para que caminemos con nuestra miseria y vayamos delatando al resto. Nuestro destino no es el de los héroes, es el anonimato y la vergüenza. O la locura.

—Ferla, Manolo, ellos eligieron.

—¿Eligieron? Cómo puedes pensar así. A Ferla le hubiese gustado seguir de obrero de cantera y haberse casado y tener muchos niños. ¡Maldita la gracia que le hizo ser mayor de brigada en una guerra civil! Y Manolo daría su existencia por continuar de picador en cualquier mina. Él y yo no deseábamos nada más que una familia y vivir en paz. ¿Y qué tenemos? Las circunstancias les obligaron a convertirse en lo que son. Si ellos hubiesen podido elegir, te aseguro que su vida hubiese sido otra.

—Otra razón para irme —dije, y me puse en pie.

Me agarraste del brazo y suplicaste:

—Reflexiona, María.

—Está muy pensado.

Cogí la maleta y salí con un portazo. Mi objetivo era la estación del ferrocarril.