38. Melancolía

38

Melancolía

El verano comenzó con los cielos despejados y la luna oculta en el firmamento. Oía el aullido de los lobos apagando el canto de apareamiento de los grillos. Y el verde húmedo de los pastos se transmitía a la noche en un abanico mentolado.

Ya sólo disfrutaba con la oscuridad. La luz del amanecer no alumbraba ninguna alegría para mí. Comencé a envidiar a las lechuzas, que para los mayas eran símbolo de fertilidad y, para otros, del conocimiento o guía del destino. Las veía colarse por los agujeros de las vidrieras rotas de la iglesia para beberse el aceite de las lamparillas que con tanto empeño rellenaba don Cosme. Seguía siendo una sonámbula en un mundo de muertos vivientes.

Matar a Pepón, la celada a Ventura, la traición ridícula de Mocu, los rumores de que habían herido a uno de los Castiello, el estado de desconfianza permanente al que sometía al pueblo el cabo Artemio, perder al niño, encontrarme lejos de Eloy, ayudar al médico sin encontrar la solución a las desgracias de los pacientes… Todo me iba hundiendo en el silencio y el aislamiento. A lo anterior, debía añadir la preocupación por el doctor. Ya tú, Ángela, me habías dicho que podían acusarle de haberme practicado un aborto, ya que las autoridades no tendrían en cuenta la paliza de Pepón.

Bien es verdad, que en aquellos días, ni Ventura ni tú me presionabais. Me dejabais caminar a mi ritmo, aunque ni yo misma supiese cuál era. Sin embargo, cada vez que me veías alicaída, siempre sentenciabas:

—Hay que ser fuerte, María. Los tiempos en los que vivimos no nos dejan hueco para llorar.

Seguro que acertabas, pero yo no era como tú: una luchadora contra la realidad. En esos momentos yo no veía ningún camino para voltear el mundo que nos había tocado en suerte.

De ahí que, una noche, ante la llegada de Pin, pensé que algo podía cambiar nuestra rutina, pero no sólo me equivoqué, sino que pareció que la desgracia aumentaba.

—Me voy a las montañas —dijo, mientras cenábamos—. Ya no aguanto más. Y a Carabanchel no pienso regresar.

—¿Tan grave es? —preguntaste.

—No hago más que trabajar de sol a sol en la serrería por cuatro pesetas que no me llegan ni para pagar a la patrona. Y, cada dos días, se presentan los guardias a buscarme. Me llevan al cuartelillo, me dan una paliza y me preguntan por qué miento en mis informes mensuales.

—Y su patrón, ¿qué dice? —volviste a preguntar.

—Mira. —Extrajo una tarjeta y te la mostró—. Es la cartilla profesional. El cabrón no quería problemas y ha escrito: «Paro forzoso». ¿Sabéis lo que significa?

Negamos con la cabeza. Y Pin continuó:

—Que nadie me dará trabajo. Con esta nota, no te inscriben en las oficinas de colocación: es la seña para cualquier patrono de que eres una persona conflictiva.

—¿Y qué piensa hacer? —intervine.

—En realidad he venido a despedirme. Me incorporo a la guerrilla.

—Puede quedarse con nosotras —propuse.

—No, Libertad. Mañana tendríais a los guardias aquí.

Acordamos que permaneciera hasta el domingo, así recogeríamos las cartas en la misa de don Félix y las llevaría con él a los guerrilleros. Procuraba no salir de la casa, para que ningún guardia le viese. En nuestras charlas, volvía a hablarnos del Francesito: repetía lo de su huida de la prisión, de cómo había aparecido en el hotel Príncipe, de su disfraz de ricachón, de las emisoras requisadas a los nazis que había regalado a la guerrilla, de los carnets falsos que repartía, de cómo había organizado el traslado en ambulancia de Corsino al Francisco Franco…

Llegó el domingo y fuimos a la misa. Le devolvería a don Félix El Conde de Montecristo para que me dejase otro. Por el camino mi mirada se perdió tras una gallina a la que seguían cuatro polluelos. Los veía caminar arrimados a la madre, que orgullosa aceleraba el paso ante nuestra presencia. Estoy segura, hoy en día, de que en aquel momento debía mostrar la misma expresión tonta que cuando miraba a la gata que se nos colaba en la cuadra para alimentar a sus cinco gatitos. Suspiré, pero me dije que tendría muchos niños que me hiciesen olvidar el incidente.

Al entrar en la iglesia, como siempre, nos apoyamos en una columna y comenzamos a observar los gestos de los penitentes y a memorizar de quién debíamos recoger la correspondencia. Yo no atendía a nada. La imagen de Pepón, con sus ojos clavándose en mi cuerpo, regresaba como un martirio.

Cuando todo terminó me dirigí hacia la sacristía. El padre Félix se estaba quitando el hábito.

—Don Félix, aquí está su libro.

—¿Ya lo leíste?

—Sí. ¿Puedo coger otro?

—Claro.

Comenzó a plegar la túnica blanca y verde. Me temía sus preguntas sobre Alejandro Dumas, la novela o lo que pensaba yo de la trama. ¿Qué iba a responderle? Tal vez que no sólo entendía la venganza de Edmond Dantès, sino que la compartía. Y que no producía placer, sino más dolor.

Me dirigí a los anaqueles y mi vista se fijó, como la vez anterior, en el libro sin leyenda que contenía poemas de Miguel Hernández. Sabía que el padre no me dejaría llevarlo. Por eso lo abrí al azar y leí:

Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado

envuelto en un clamor de victoria y guitarras,

y dejaré a tu puerta mi vida de soldado

sin colmillos ni garras…

Dos lágrimas fueron precedidas por un nudo apretándome la garganta. Tal vez por eso, ese día no comenzó con sus interrogatorios sobre la novela.

—¿Lo quieres?

—¿Me lo deja? —pregunté entusiasmada.

Era la primera vez, en las últimas semanas, que mi pecho no pesaba como una lápida.

—Puedes llevarlo, pero que nadie te lo vea o terminarás en la cárcel. Y yo contigo.

—¿Cuándo prohibieron la lectura de estos poemas?

—Nada más ganar la guerra. El censor Joaquín de Entrambasaguas ya se encargó de ordenar que quemaran todos los ejemplares publicados. Sólo quedaron dos de El hombre acecha.

—¿Cómo es que usted ha conseguido uno?

—No es el original, sino una copia a máquina —dijo, señalando las primeras líneas, y añadió—: Lo arrojado a la hoguera iba desde aquí hasta ese verso.

Aparté el resto de hojas y, mostrándoselas, le pregunté:

—¿Y estos?

—Son poemas de diferentes obras. Los hay desde el 35 hasta Vientos del pueblo, que es del 37. Pero como puedes comprobar también se trata de una recopilación personal.

Guardé las tapas sin rótulo con los poemas entre mis sayas y me dispuse a unirme a ti en el exterior de la iglesia, cuando don Félix me preguntó:

—¿Ya reflexionaste sobre aquella frase de Dumas, cuando sólo quedó vivo Aramis?

Las palabras aparecieron en mi mente, y aún aparecen. Pero seguía sin tener la clave.

—No le encuentro el sentido, padre.

—Reflexiona. La próxima vez, espero una respuesta.

A punto de despedirme, llegó la pregunta no deseada:

—¿Qué aprendiste de El conde de Montecristo?

Aparté la mirada de él, ya que no me apetecía que viese mis ojos. Mi contestación no se alimentaba de la novela:

—Que la venganza no soluciona los problemas del ser humano.

—Y la más feroz suele ser la del débil —susurró, como si hablase consigo mismo.

La tensión por emprender cuanto antes la lectura de los versos de Miguel Hernández había alejado mi tristeza. Pero aquel recreo duró tanto como un cometa barriendo el firmamento.

Al llegar a la plaza, vimos a la gente arremolinada en el centro. Nos acercamos. Parecía que en medio del círculo había guardias. Así era, pero había algo más.

Mocu y el Coreano sujetaban a una señora, de rodillas ante ellos. El cabo Artemio rompía páginas de un periódico y se los introducía en la boca, gritándole:

—Te vas a comer todo el papel. Así aprenderás lo que está prohibido y lo que no.

—No lo hagas, no lo temas. Génesis 30 —musitaba don Cosme, junto al cabo.

No sabíamos qué ocurría. Encontramos entre la gente a doña Justa y tú le preguntaste qué pasaba.

—Es que la han pillado con un Mundo Obrero.

En ese momento palpé el poemario escondido entre mis sayas y mi pierna derecha comenzó a temblar. Continuamos nuestro camino, sin pronunciar palabra.

Luego fuimos a por las cartas y se las entregamos a Pin. Su marcha hacia los montes quedó fijada al alba. Aquella noche, bajo la luz de una vela, abrí de nuevo al azar la recopilación del padre.

… y siento más tu muerte que mi vida…

Y volvían las lágrimas, y los sollozos… No podía continuar leyendo. Guardé los poemas y mi mente comenzó a funcionar al ritmo del motor del viejo Ford T del doctor. Me levanté y copié en una hoja La canción del esposo soldado. La introduje en un sobre en el que escribí: «Para Eloy» y que metí en el hatillo de cartas. Regresé a la cama, pero no me dormía. Hasta oí a Pin levantarse.

—¿Se marcha ya? —le pregunté, apoyada en el marco de la puerta de mi habitación.

—Sí, mocina. Cuando salga el sol quiero estar muy lejos.

—No se olvide de entregarle la carta a Eloy.

—No me olvidaré.

El día había empezado con otra ausencia. ¿Cuántas iban ya?, me pregunté. Ordeñé la vaca y, después de desayunar, me dirigí hacia la consulta, sin esperar a que te levantases.

Apenas llegué al pueblo, oí gritos:

—Han detenido a Chus Pesetas. Han deteni…

Corrí hacia el tumulto. Por el camino, montados a caballo, venían tres guardias civiles que llevaban, sujeto a la silla de montar por una cuerda, a un desconocido que a duras penas podía seguirlos a pie.

—Lo han detenido a la boca del pozo —decía uno.

—Es un chivatazo de alguien, seguro.

—¿De qué le acusan? —pregunté con ingenuidad.

—De repartir el Mundo Obrero —dijo uno.

—No, es que han descubierto que participó en los sabotajes al tendido eléctrico en la visita de Franco del año pasado —añadió otro.

—Perdona sus pecados, Señor —recitaba don Cosme, mientras se persignaba y lanzaba la señal de la cruz sobre el detenido.

Otra ausencia, pensé.

La guerrilla en el monte, los clandestinos en las fábricas y minas; unos con La Voz del Combatiente, los otros con el Mundo Obrero. La primera se alimentaba de antiguos soldados de la República y de los que el régimen condenaba al paro forzoso, los segundos aumentaban su número gracias a los que se organizaban en el tajo. El Estado, por su parte, atacaba con el Ejército, la Policía y la Guardia Civil, a los que se unían los exaltados falangistas de la contra. Fuera como fuere, aquello seguía siendo una guerra.

Mi gesto taciturno y mis andares de zombi se incrementaron y me acompañaron hasta en la consulta del doctor.

Ventura aún mostraba las huellas de los golpes en su rostro y las de los pisotones en las manos. Aquel día me mandó entrar a su despacho y cerró la puerta tras de mí.

—Sé que estas semanas han sido muy duras para ti y has entrado en una especie de tristeza patológica —me dijo—. Hay algunos medicamentos modernos que ayudan a salir de…

—No quiero medicamentos —afirmé.

—Debes afrontar los hechos. A lo mejor este ambiente represivo y cerrado del pueblo impide que levantes cabeza.

—Es esto o las montañas.

—¿Y no tenéis algún familiar en otro sitio al que puedas ir y así evadirte un poco?

—No tenemos a nadie.

—Debes empezar a desarrollar alguna actividad que te distraiga y que te mantenga activa. Así será más difícil que caigas en una melancolía permanente. Piensa en lo que te gustaría hacer.

—Unirme a la guerrilla.

Sonrió. Había pronunciado la palabra melancolía y recordé la definición que había leído de Victor Hugo: «La felicidad de estar triste». Pero yo sabía que eso era mentira. Con los años preferí la de Lamartine: «Un solo ser nos falta y todo está despoblado». Aunque todo eso, sesenta y un años más tarde, carece ya de importancia.

El doctor permaneció unos segundos en silencio, y añadió:

—Sí. Supongo que eso te ayudaría, pero ya sabes cómo están las cosas.

Tenía la extraña sensación, desde hacía unos días, de que él y tú me ocultabais algo. Creí que Ventura me había llamado porque deseaba comunicármelo, pero me equivoqué.

Me puse de pie para recoger la lista de las personas a las que tenía que llevar la medicación o poner inyecciones. Cuando llegué a la puerta y la abrí, algo pasó como un destello por mi cabeza.

—Doctor, hay algo más, ¿verdad?

Alzó la vista, ajustó las gafas y se inclinó en el sillón.

—Había prometido a Ángela no contártelo, pero creo que debes saberlo.

—¿Qué es doctor?

—Sabes que tuve que forzar el aborto porque peligraba tu vida, pero el animal de Pepón hizo algo más: te destrozó internamente.

—¿A qué se refiere?

—Tuve que vaciarte.

—¿Vaciarme? ¿Qué quiere decir?

—Que no podrás tener hijos.