36
Tiempo de venganzas (V)
Había pasado un día desde la muerte de Pepón y me encontraba en el consultorio del médico cuando un joven al que no reconocí abrió la puerta y entró. Era alto, tenía tiznadas de tierra las yemas de los dedos y la cara, y sujetaba una boina entre sus manos. Me fijé en ellas: parecían suaves, y la piel, por debajo de las manchas barrosas, se veía muy blanca.
—Por favor, quería ver al doctor —me dijo.
—Pase y siéntese —respondí, señalando la sala de espera. Y añadí—: Ya le llamaré yo cuando sea su turno.
—Es que… —dijo, temblando—. Es muy urgente.
—¿Qué es lo que le pasa? —pregunté como me había enseñado Ventura, para que se relajaran contado su problema.
—No es por mí. Es que…
—Su mujer, su hijo… —intenté ayudarle.
—No. —Se arrimó hacia mí y colocó su boca muy cerca de mi oído—. Es que hay un guerrillero de la partida de Caxigal herido en mi establo.
Mis ojos se abrieron al igual que mi boca. Pensé en Eloy, en que le habían podido alcanzar los disparos de los miembros de la contra. Y el detalle las manos del desconocido perdió importancia.
Sin decir nada al recién llegado, entré en el despacho del doctor. De inmediato, Ventura salió al encuentro del joven.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó Ventura.
—Doctor —dijo, apretando con fuerza su boina; los tendones resaltaron sobre el dorso de sus manos pálidas—, en la cuadra del Anselmo se refugia uno de los Caxigal, y está herido. Me ha pedido que se lo diga a usted.
—¿En la cuadra de Anselmo? Pero ¿cómo ha llegado hasta ahí?
—No lo sé, doctor. Fui a echarle de comer al ganado y me lo encontré entre las pajas, sangrando.
Ventura recogió su maletín.
—Vamos —le dijo.
Al salir, y cruzarse con los pacientes de la sala de espera, anunció:
—Salgo a una urgencia. Estaré de regreso en media hora. Espérenme.
—¿Voy con usted, doctor? —pregunté.
—No, María. Encárgate de avisar a todos de que estoy atendiendo un caso de vida o muerte y que tardaré un poco. Pero que les veré cuando regrese.
Desde la ventana les vi subirse en el Ford T y emprender rumbo hacia las afueras del pueblo.
Luego supe que cuando llegaron a las cuadras de Anselmo, Ventura detuvo el auto y el acompañante agarró su maletín.
—Se lo llevo yo, doctor —ofreció.
Se acercaron hasta los portones y el joven los empujó. Entraron. Ventura paseó la mirada por el interior de la cuadra y al no encontrar a nadie, preguntó:
—¿Y el herido?
—Aquí, doctor.
Era la voz del cabo Artemio, que descendió desde el pajar apuntándole con el máuser. Otro guardia apareció detrás de él, al mismo tiempo que Mocu entraba desde otro cobertizo limítrofe.
—¿Qué significa esto? —preguntó desconcertado Ventura.
—Significa que queda detenido por auxiliar a un fugao.
—Yo no he atendido a nadie.
—Pero se presentó voluntario ante el requerimiento de uno de mis guardias. Es como si lo hubiese hecho.
—Esto es una encerrona indigna de usted —dijo el doctor dirigiéndose a Mocu.
—Camine —ordenó el cabo, encañonándole.
Ventura, escoltado por los guardias, comenzó a caminar. Salieron de la cuadra rumbo al cuartelillo del pueblo pasando entre todos los curiosos que se iban arremolinando en torno al grupo.
La noticia de la trampa que el cabo había tendido al médico corrió de boca en boca. Y llegó a la consulta, y a mí, y a los pacientes que esperaban la llegada del doctor, y a Casa Justa, y al boticario, y al cura… y a ti, Ángela. Todos fuimos saliendo a la calle a comentarlo. Yo me encontraba presa de un ataque de nervios, tú intentabas tranquilizarme. Había mantenido la calma frente a Pepón, pero no era capaz de dominarme pensando en lo que le sucedería a Ventura.
Sin embargo, ocurrió algo que aún hoy me resulta difícil de creer y de explicar. Tal vez el boticario pensó en las ganancias que dejaría de percibir si encarcelaban al doctor. Tal vez doña Justa se dio cuenta de que el alquiler que puntualmente recibía se podía evaporar. O don Pedro creyó que el doctor podía contar lo de sus visitas a «La Chonchi. Camas», y don Cosme temió lo mismo. O la explicación era más simple y Ventura se había ganado el afecto del pueblo.
Fuera como fuese, el caso es que alrededor de Berciano, el farmacéutico, se fueron sumando los parroquianos: los que se habían curado un sarampión a cambio de una docena de huevos, las que dieron a luz por un mendrugo de pan, los que recibían gratis los medicamentos que Ventura les compraba… y tú y yo. Todos enfilamos hacia la casa del pedáneo.
—Don Enrique —dijo el boticario—, como jefe del Movimiento que eres en el pueblo, tus vecinos te pedimos que intervengas en este asunto o convoques un concejo abierto para tratarlo.
—¿De qué se trata?
Berciano narró los hechos y el pedáneo, sin dudarlo, se colocó al frente del grupo en dirección al cuartelillo de la Guardia Civil. Al llegar, la docena de acompañantes se había multiplicado por cuatro, y don Enrique gritó:
—Cabo, le convido a que salga.
Artemio se asomó a la puerta del cuartelillo, escoltado por Mocu y otro guardia. Los tres parecieron sorprenderse ante aquella pequeña multitud, encabezada por el pedáneo, el cura y el farmacéutico.
—¿Qué se le ofrece, alcalde?
—Como jefe en el pueblo del glorioso Movimiento Nacional, te exhorto a que dejes en libertad al médico.
—No puedo, alcalde. Ha sido sorprendido dando auxilio a un fugao.
—¿A qué fugao, Artemio?
El cabo guardó silencio ante la pregunta del pedáneo.
—Sabemos que fue una trampa que le tendiste —intervino el boticario—. Él se limitó a cumplir con el deber que le impone su juramento hipocrático.
—Es como si un cristiano me pidiese, en sus últimos momentos… —empezó a argumentar el cura.
Pero Artemio no lo dejó terminar y ordenó a Mocu:
—Deje salir al doctor.
Dos guardias escoltaron a Ventura hasta la salida. Venía con moratones en la mandíbula y la chaqueta rasgada a la altura de la hombrera. Contempló el tumulto, se ajustó las gafas, a las que le habían roto un cristal, y dirigiéndose al cabo y a Mocu, dijo:
—Si se les terminaron las ideas brillantes, me van a permitir que siga atendiendo a mis pacientes.
Descendió los tres escalones hasta el camino y comenzó a andar hacia su consulta. Nos apresuramos a acercarnos. Ventura rodeó nuestros hombros con sus brazos, nos arrimó a él y nos dio un beso. Creí ver lágrimas en sus ojos. Y nos susurró:
—Me están obligando a que le robe el mulo al cura.