35
Tiempos de venganza (IV)
Urdiales entró en el hotel Príncipe como los toros de lidia salen de los chiqueros.
Nadie en la cafetería.
Se dirigió a Admisiones.
Excepto el recepcionista, ninguna mirada más. No necesitaba disimular su furia.
El empleado retrocedió unos pasos ante la mole que se abalanzaba sobre él.
—¿Puedo servirle en algo?
El gigante lo agarró por la pajarita y acercó su rostro al del recepcionista.
—¿En qué habitación está el hijo de puta de don Carlos?
—No puedo darle esa…
Un bofetón de Tarzán le cruzó la cara.
—¿En qué habitación?
—Segunda planta, la 207.
Urdiales emprendió el ascenso, pero antes de llegar al segundo escalón, se detuvo, dio media vuelta y, regresando a recepción, arrancó el cable del teléfono.
—Más le vale no avisarle —advirtió al empleado.
Disponía de cinco minutos, diez a lo sumo, si el recepcionista avisaba a la policía. Le sobraba tiempo para matar al chivato, pensó.
Subió corriendo las escaleras y buscó la 207. Cuando la encontró, se lanzó sobre la puerta como un obús y la derrumbó. Don Carlos, con un vermú en la mano, estaba sentado en la terraza. Tarzán corrió hacia él y, sin darle tiempo a reaccionar, le golpeó haciéndole perder el equilibrio y derrumbándolo.
El Francesito se levantó apoyándose en la barandilla. Urdiales se llevó la mano a la sobaquera para extraer la pistola, pero don Carlos fue más rápido. Desenfundando el sable del bastón, colocó la punta del estilete en el cuello de Tarzán.
—Ahora que nos hemos desfogado, mon ami —le dijo con voz morosa—, explícame a qué viene esto.
Con la punta del estilete en su yugular, pero con gesto altivo, Urdiales le narró lo ocurrido. Cuando terminó, don Carlos bajó el arma y la enfundó en el bastón. Se apoyó sobre la barandilla de metal y dirigió su mirada al horizonte.
—Ahora entiendo tu reacción. Pensaste que había sido yo quien le había ido con el cuento a la Guardia Civil.
—¿Quién iba a ser?
—Piensa un poco, Tarzán. Se colocaron dos emisoras en sitios diferentes. ¿Por qué se ataca un solo puesto?
—Porque en uno estaban Maño y Manín.
—Si hubiese sido yo, ¿no habría dado los dos lugares? ¿No habrían atacado en los dos sitios para asegurarse?
—Lo único que sé es que como haya sido usted el del chivatazo lo voy a matar.
—Mátame cuando quieras, pero primero vamos a ayudar a Manín.
Bajaron hasta la entrada del hotel. Al llegar, el recepcionista retrocedió un paso. Pareció dudar si esconderse ante la presencia de Urdiales.
—Ha habido un pequeño accidente en mi habitación. Los daños me los carga a mi cuenta.
—Lo que usted diga, don Carlos.
El Francesito vio el cable arrancado y, sospechando lo que había ocurrido, preguntó:
—¿Funciona algún teléfono?
—Sí, su… invitado sólo inutilizó el de recepción. Las líneas al exterior siguen funcionando.
—Pues póngame una conferencia con Madrid, al número que siempre llamo.
—La cabina que guste, don Carlos.
El Francesito se introdujo en el habitáculo y Urdiales detrás de él, ya que seguía sin fiarse. El teléfono sonó, y don Carlos le hizo un gesto para que mantuviese la boca cerrada.
—¿Camarada?… Ha ocurrido un lamentable incidente… Por alguna razón que desconozco, la Guardia Civil ha dado con el refugio de los Castiello… No, siguen vivos… Lo único es que uno de ellos ha sido alcanzado por una bala en el hombro… No podemos llevarlo al médico sin levantar sospechas… Ya… A Madrid… Así se hará… No, camarada, lo desconozco.
Y colgó.
—¿Con quién hablaba?
—Con el coordinador del Partido en Madrid.
—¿Qué le ha dicho?
—Que dentro de unos minutos se presentará una ambulancia a la puerta del hotel. Iremos a recoger a Corsino y pondremos rumbo a Madrid.
—¿A Madrid?
—Sí, Tarzán. Al hospital Francisco Franco, donde van a extraerle una bala a un capitán de la Guardia Civil.