33. Tiempo de venganzas (II)

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Tiempo de venganzas (II)

Salí de mi escondrijo y me dirigí hacia Pepón. Tenía diez minutos para matarlo. Él bajaba por el sendero, con la escopeta de dos caños al hombro, en dirección al pueblo. Subí a su encuentro, con una pañoleta negra sobre mi cabello, las dos manos en los bolsillos de las sayas. Una de ellas sujetaba la Tokarev.

Para él, sería una muchacha que había madrugado para irse al campo o a alimentar a las vacas y que llevaba las manos en los bolsillos por el frío o para no pisar el borde de su falda. Para mí, él era un asesino.

Llegué a su altura y pareció sorprenderse de que no me orillase.

—¿Por qué no te apartas, moza? —alcanzó a decir.

Extraje la pistola y le disparé. La primera en el vientre. Se llevó las manos a la herida, los ojos abiertos como una lechuza. La segunda dio en el pecho, y cayó de rodillas. Me quité la pañoleta. Vio mi rostro, y yo el suyo. La tercera, en medio de la frente, lo derrumbó.

Me fugué entre los manzanos y hierbajos que bordeaban el camino. El sonido de los disparos regresó con un eco en forma de explosión que retumbó en las casas del hondo. Las luces se encendieron mientras yo atravesaba el río en dirección a los montes que limitaban con la Reserva.

Oí la ráfaga de un subfusil a mi espalda, muy cerca del lugar en el que yacía Pepón. Ruso había cubierto mi retirada disparando al coche en el que viajaban los otros miembros de la contra, pero su objetivo no era ultimarlos. Fue una estrategia para que las sospechas nunca recayesen sobre mí. Al disparar había gritado: «Viva la República». Los ocupantes resultaron ilesos, pero asumieron que la partida de Caxigal había sido la responsable de la muerte de Pepón.

Y el asesinato de Pepón condujo a otro efecto nefasto, que jamás hubiese imaginado.