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Tiempo de venganzas (I)
En las alcantarillas del Estado también libraban sus propias escaramuzas en pos de ganar méritos, restándoselos al vecino.
Después de la misa en el patio de armas, el coronel Novo, acompañado del teniente Martín, se dirigió a su despacho a leer un mensaje sellado con carácter de urgente llegado desde Capitanía General.
Se sentó en el sillón, cogió un Romeo y Julieta y lo deslizó despacio por la punta de su nariz. Cerró los ojos para disfrutar mejor del aroma. Se reclinó y encendió el puro. Con calma, recogió el sobre que habían depositado encima de la mesa y despegó el lacre con el abrecartas. Y al extraer el documento y desdoblarlo, exclamó:
—A ver qué nos mandan los listos de Capitanía.
Se trataba de una carta explicativa acompañada de un plano. Leyó la misiva y estudió el mapa, que mostraba dos círculos y, en medio, una cruz.
—Vaya, vaya… Así que aquí se encuentra el refugio de los Castiello.
Volvió sobre el texto, releyendo en voz alta el párrafo que más le había llamado la atención:
—… documentación aportada por Información de Falange. Manténgase el carácter de secreto hasta la finalización de…
Arrojó el papel al suelo y se levantó para dirigirse a una estantería acristalada.
—Sabe, Martín, sólo quedaba que a Falange les salga bien la Operación y ridiculicen el trabajo que hemos estado realizando desde aquí durante años.
Recogió un plano topográfico igual al remitido y trazó sobre él una única circunferencia con la leyenda: «Castiello». Lo dobló y regresó al sillón y al puro.
—Que suba el brigada a verme —ordenó al teniente.
Tres caladas más tarde, se abría la puerta de su despacho.
—¿Me mandó llamar, mi coronel?
—Adelante, brigada. ¿Se acuerda usted quién de nuestros mandos es el que está obsesionado con la partida de los Castiello?
—Sí, mi coronel. Es el sargento Fernández. Recuerde que uno de sus hermanos murió en un enfrentamiento con ellos en la playa de La Franca.
—Claro, ahora me acuerdo. ¿Tiene Fernández la vivienda en la comandancia?
—Sí, mi coronel.
—Tenga. —Y le entregó el mapa.
—¿Qué es, mi coronel?
—Un plano que usted nunca ha recibido porque nadie se lo ha entregado. Y que aparecerá en el interior de la vivienda del sargento por debajo de su puerta, por obra y gracia del Espíritu Santo.
—¿Ordena usía algo más?
—No. Puede retirase.
Cuando el brigada secretario se alejó, Martín le dijo a Novo:
—Mi coronel, si estamos en el mismo bando no entiendo su…
—¿Quién le ha dicho a usted que debe comprender, teniente?
El coronel comenzó a relamer el puro al pensar que, si la sangre del sargento era tan caliente como sospechaba, iba a poner en funcionamiento una bomba que dinamitaría los jueguecitos de Falange.
El sargento, después de la misa en el patio de armas, había quedado en la cantina bebiendo unos vasos de vino con los guardias de la Brigadilla. Les había dejado sobre las dos para quitarse el uniforme e ir a comer algo en los bares del puerto. Pero cuando entró en su vivienda, se encontró con el plano, el círculo y la palabra «Castiello». Ni lo dudó. Regresó al bar del acuartelamiento, reunió a sus hombres y les dio media hora de plazo para que estuvieran preparados y formados ante la bandera.
El coronel observaba todos los movimientos desde la cristalera del pasillo de la segunda planta, con cierta satisfacción. Si Fernández lograba cumplir su venganza, ¿para qué se necesitaba a Falange?
Vio aparecer a dos escuadras pertrechadas con granadas en los correajes, mochila al hombro y cargadores de repuesto para los subfusiles. Formaron ante el sargento, que les pasó revista, y subieron en un camión rumbo al círculo de veinte kilómetros de radio, que en realidad se había reducido a la mitad porque parte de él lo ocupaban las aguas del Cantábrico. Batirían el semicírculo de inmediato. Si la información era cierta, a los hermanos les quedaban unas horas de vida, unos días a lo sumo. Pero ya no importaba el tiempo: la presa que llevaba diez años persiguiendo se encontraba más cerca que nunca.
Esa misma tarde comenzaron las batidas por los montes y llanos, excluyendo las planicies que barría la Centuria de la Legión asentada en aquellos pagos, las líneas más exploradas por los guardias civiles de los pueblos limítrofes… y fueron estrechando la circunferencia.
No disparaban ni un tiro para no alertar al monte. Cada pastor que les salía al paso se encontraba con un puñal en el cuello y una única pregunta:
—¿Dónde está el refugio de los Castiello?
Entretanto, los hermanos, ajenos a todo, habían ido a visitar a don Carlos al Príncipe. Allí lo encontraron, con su traje claro, su bastón y su copa de vermú.
—Hemos venido a buscar los carnets que nos prometió.
—Soy un hombre de palabra.
El Francesito giró su mirada hacia la puerta, allí se encontraba el enorme Urdiales.
—Veo que nunca se separan de su perro de presa.
—Venimos más seguros a la ciudad.
—Tengan. —Y les hizo entrega de las dos acreditaciones como oficiales de la Guardia Civil—. Pero no se vayan todavía. Acéptenme una invitación.
Los hermanos contemplaron los carnets con los ojos muy abiertos. Don Carlos había entrado en sus vidas como una especie de prestidigitador que sacaba de su chistera el material que ellos necesitaban. Emisoras, armas, cédulas de identificación falsificadas… cuestiones que a ellos les demandarían meses conseguir, o a las que quizá nunca accediesen, se materializaban ante sus ojos por obra y gracia de un mago.
La charla se prolongó hasta las tantas de la madrugada en el salón del hotel. Les regaló una botella de Dom Pérignon que había traído, decía, de la Galia, y les narró la historia del monje ciego que en 1638 distinguía de qué viñedo era cada uva que probaba. De nuevo volvieron las vicisitudes de una querida que tuvo en París, seguidora de Vichy, de cómo se la jugaba a los de fronteras en Perpiñán… Les embobó con su labia y con sus historias increíbles que aumentaban su aureola. Al despedirse les recordó:
—Ya saben: si necesitan algo, no tienen más que pedirlo.
Al día siguiente, a primera hora de la mañana, Fernández continuaba buscando el objeto de su obsesión, por montes y claros, ríos y torrentes, cumbres y bosques. Poco después del amanecer, encontró su estrella.
Como siempre utilizaban coches robados, el refugio debía tener acceso desde el asfalto o a caminos transitables por carros y bueyes, se decía. Y una vía de escape.
El primer pastor que se cruzó en aquellos parajes salvó la vida al indicarle:
—La cabaña, al final del sendero.
La localizaron y se desplegaron alrededor, junto al borde del camino, dejando sin cubrir el ascenso al monte. Si escapasen por allí, sería fácil hacer blanco sobre ellos.
—Maño, Manín —gritó Fernández—, estáis rodeados. Salid con las manos en alto.
No hubo respuesta.
—Tenéis diez segundos para rendiros. Diez… Nueve… Ocho… Siete… Seis…
Un coche enfiló la cuesta. Era el T-49 de Urdiales, y antes de colocarse entre los guardias y la cabaña, lanzó una Tonelete que obligó a los cercadores a replegarse. Desde una de las ventanas, un naranjero escupió balas.
—¡A cubierto, es Tarzán!
Los hermanos salieron de la cabaña disparando contra la Guardia Civil. Los guardias respondieron. Antes de que Corsino alcanzase el vehículo, una bala le impactó en el hombro y hubo de soltar el subfusil, pero la correa impidió que se cayese.
—¡Luego a discreción! —ordenó Fernández.
Los Castiello, desde la parte trasera del vehículo, lanzaron contra los guardias dos granadas que obligaron a una escuadra a rodar ladera abajo. Los hombres del sargento, impotentes, contemplaron la huida de los hermanos. Las balas no alcanzaban con eficacia la trasera del Hispano Suiza.
—¡Mierda! —exclamó Fernández, estampando el arma contra el suelo—. ¡Quemen la chabola!
Después de tantos años deseando localizar a los hermanos y, cuando por fin se le presentó la oportunidad, el único rédito del sargento fue la herida de Corsino y unas llamas escuálidas que al mediodía ya se habrían apagado.
Entretanto, el Hispano-Suiza con sus tres ocupantes se perdía por sendas que sólo los bueyes habían transitado.
—Ha sido el hijoputa del francés —gritaba Urdiales, mientras conducía como un poseso en dirección a la carretera.
—No estamos seguros, Tarzán —dijo Eduardo.
—¿Cómo que no estamos seguros? Llevamos años sin que Fernández diera con nosotros, aparece el señorito de don Carlos y… ¡zas! Los guardias a la puerta.
—¿Qué tal te encuentras? —preguntó Eduardo a Corsino.
—Bien, aunque me duele de cojones.
—Déjame ver.
Desbotonó la camisa y la abrió, hasta que la herida quedó al descubierto.
—Es limpia. La puta bala se ha quedado enterita dentro, no llegó a fragmentarse.
—Hay que buscar a alguien que te la extraiga antes de que se infecte —añadió Urdiales.
El coche entró en Peón y se dirigió hacia una de las últimas viviendas.
—¿Adónde nos llevas?
—Quedáis en casa de mi novia —les dijo Urdiales—, que aún no la tienen fichada. Yo voy a buscar a un matasanos y a hacerle una visita a don Carlos.
Al igual que en la física del universo, en la vida y en la sociedad toda acción produce su reacción. El enfrentamiento de los Castiello y las escuadras de Fernández trajo consecuencias para don Carlos, que recibiría una sorpresa.