31
Almogávares
En los días posteriores caminé como sonámbula. Tú no me obligabas en las tareas de la casa y Ventura me había concedido descanso. Tenía la extraña sensación de que no me lo habíais dicho todo. Era como si, además de perder al niño, hubiese algo más que me ocultabais.
Mascullaba acerca de la cita con Mocu: tendríamos que pasear por la plaza, ir al cine, pero le intentaría sonsacar dónde vivía y trabajaba Pepón. A partir de ahí, le seguiría, comprobaría sus horarios de entrada y salida. Sabría cuándo iba solo y cuándo acompañado. Y le dispararía a bocajarro.
Para que la venganza sea eficaz, exige que la víctima sepa quién la ejecuta y por qué. Pensaba en Edmond Dantès, en cómo había planificado la suya en esa obsesión por buscar la justicia que no le otorgaba la ley. Y cómo se convirtió en un espíritu guardián para los que le ayudaron y en un ángel vengador para los que le perjudicaron.
Llegó el día señalado. Mocu nos había ido a buscar a casa uniformado con el traje de gala de la Guardia Civil, al que añadió los guantes blancos.
Camino de la plaza, nos aclaró:
—Me he puesto los guantes porque es un día especial que recordaremos siempre: el del estreno de Raza en el pueblo.
—¿Esta película no es del 41? —preguntaste.
—Sí, pero ya sabes que a los pueblos pequeños no la traen hasta que no la han visto en toda España.
—¿Es verdad que la ha escrito Franco?
—Así es. Bajo el seudónimo de Jaime de Andrade se encuentra el Generalísimo.
Os oía, pero no os escuchaba. Rebuscaba la forma de conducir la conversación hacia Pepón y los suyos. Habíamos llegado a la plaza y, como mi mente naufragaba por las alcantarillas de la venganza, ni siquiera me había percatado. Seguía siendo una sonámbula en un mundo de voces que ya no me decían nada.
Se acercaba el verano y la señora Paca había sustituido el bidón de castañas asadas por las obleas y barquillos. Mocu pidió tres a una peseta cada uno. Ventura se había acercado a comprar una oblea. Al vernos, nos saludó y, dirigiéndose a mí, preguntó:
—¿Qué tal te encuentras?
—Todavía con dolores —respondí, pero no aclaré que no eran físicos.
—¿Estarás tomando la medicación?
—Sí, doctor.
—Si yo fuese el alcalde de Caso, al animal de Pepón lo expulsaba del pueblo.
Ventura sin saberlo me había facilitado la tarea.
—No le consiento que diga eso, doctor —repuso Mocu—. Pepón es un patriota.
—¿Patriota? —exclamaste, fuera de ti—. ¿Los patriotas se dedican a apalear niñas?
—Fue una equivocación, Ángela. Además, pude intervenir a tiempo y se quedó en unos cachetes.
—¿En unos cachetes?
Estabas roja de ira. Debía calmarte, pues no me convenía que dejases plantado a Mocu en mitad de la plaza con sus guantes y su tricornio. Me obligué a romper el silencio:
—Dejemos eso. No quiero recordarlo.
—De todas formas —dijo el doctor—, el médico del pozo Candín es amigo mío y voy a hablarle sobre Pepón. A lo mejor su puesto de guarda de seguridad comienza a cuestionarse.
Sentí un vuelco en el pecho. Ya no necesitaba a Mocu para nada. Ventura, mi querido Ventura, había averiguado los datos que precisaba, y me los había transmitido. Estuve a punto de dar la vuelta para casa y olvidarme de la infame película, pero me detuve cuando preguntaste:
—Doctor, ¿va usted también al cine?
—Por supuesto. Raza es un hito en la historia de la filmografía mundial. O aprovechamos esta ocasión o no la volveremos a ver proyectada en ningún cine.
Y se alejó mordisqueando la oblea. Mocu no cabía de satisfacción ante esas palabras.
—Hasta el doctor sabe que es una película extraordinaria.
Lo que no había descubierto nuestro guardia civil era la retranca que se gastaba Ventura, a la que sumaba la ironía.
Como siempre, al patio de butacas. Ya no caían cáscaras de castañas desde el anfiteatro, sólo las de pipas y algún escupitajo. El objetivo no variaba: el cura.
Sonó un timbre, todos a sus asientos. A los dos minutos, otro.
El pedáneo y don Cosme de pie, frente al público, detrás del habitáculo de madera del apuntador, firmes y con el saludo romano, iniciaron el habitual Cara al sol. Luego llegó el No-Do con noticias de toreros, la decadencia de las democracias europeas, el Caudillo inaugurando otro pantano y su mujer e hija como ejemplo de familia cristiana, las obras imparables del Valle de los Caídos y un obispo recordándonos que el próximo año, el 48, era jacobeo y las legiones de fieles se dirigirían a Santiago de Compostela a ganarse el jubileo ante el patrón de España.
Comenzó la película.
La historia de los Churruca: el abuelo militar, el padre también. Este fallece en Cuba, defendiéndola de los yanquis. Los culpables del drama: los masones, que vaya una a saber quiénes eran. Luego aparecen los hijos, otra generación. José es el representante de los puros almogávares, por eso lucha en la guerra civil con el yugo y las flechas bordadas en su camisa nueva. Jaime se ordena fraile y es fusilado por las hordas malvadas de rojos. Pedro es republicano hasta que comprende dónde se encuentra la verdad y cambia de bando. Por fin, Isabel, niña modelo, se casa con otro militar. Ganan la guerra. La foto de familia. Fin.
—Impresionante —dijo Mocu—. Hasta me ha saltado una lagrimita.
Las luces se encendieron y fuimos saliendo en silencio. Los únicos que comentaban las excelencias de la proyección eran el cabo de la Guardia Civil, el pedáneo, el cura y sus acompañantes. «Isabelita es un encanto de niña», decía la mujer del cabo.
—«Las razones desaparecen ante el deber» —citaba Mocu—. ¡Qué gran frase!
En la calle nos esperaba Ventura.
—¿Qué le pareció, doctor? —preguntó Mocu.
Antes de responder, con su índice elevó los lentes por encima del tabique nasal.
—Que es una lástima que Alfred Adler falleciera en el 37 y no la haya podido ver.
—Me gusta lo que dice, doctor: hasta los muertos deberían verla. ¿Y quién era ese al que ha nombrado?
—Era un psicoanalista austríaco que analizó los complejos de superioridad y de inferioridad.
Mocu le miró extrañado.
—No entiendo qué tiene que ver con Raza.
—Adler diría que el autor muestra claramente un complejo de superioridad que no es más que uno de inferioridad mal resuelto.
—Doctor —dijo Mocu, enojado—, el autor es el propio Caudillo.
—Yo creí que era un tal Jaime de Andrade.
—Bajo ese nombre está el Generalísimo.
—Ah, no lo sabía.
—De todas formas, doctor, lo que usted ha dicho es cultura, y yo opino como el general Mola: «En cuanto oigo la palabra cultura, echo mano de mi pistola».
—Hermann Wilhelm Göring.
—¿Qué ha dicho?
—Que el primero que pronunció esa frase no fue Mola. Fue Göring, el fundador de la Gestapo.
El doctor se despidió de los tres dejándole a Mocu, seguramente, un sabor amargo en la boca.
—Lo que más me gustó es esa enseñanza de que la verdadera raza hispana desciende de los almogávares: guerreros selectos de una tropa de elite —dijo, como para eliminar aquel resabio de su paladar.
Al despedirse, al llegar a la puerta de nuestra casa, nos preguntó:
—No me gusta nada ese doctor. ¿Seguro que es adepto al régimen?
—Que sí, Florencio —le tranquilizaste—. Él ya expió su culpa y está arrepentido.
—No sé, me da mala espina.
En aquel momento no sospeché que la venganza que fraguaba contra Pepón no era más que uno de tantos pequeños desquites que, de forma soterrada, se tejían en aquel mundo negro sumergido en una guerra sorda. Envidias, recelos, desagravios, rencores enquistados, rivalidades no superadas…, todo se podía solventar si uno se encontraba en un bando, el ganador, y el rival en el otro. De ahí que, tal como supe más tarde, la mente de Mocu comenzara a maquinar, quizás esa misma noche, un escarmiento al doctor.
El lunes regresé a los quehaceres con Ventura. El primero tenía que ver con la lista de medicamentos: debía acudir a la botica del señor Berciano.
La enorme fotografía de Franco en el fondo me provocó una arcada. El rostro de Pepón, casi idéntico al del dictador, regresó a mi cabeza.
—A ver si lo tengo todo —dijo el boticario al recibir la nota, entrando en el almacén.
Mientras esperaba, repasé los datos que tenía para emprender mi venganza: su casa y su trabajo.
—Aquí está lo que pediste. —Comenzó a envolverlo, y alzó la vista—. Tienes mala cara, rapaza. ¿Te ha visto el doctor?
—Sí, pero me dijo que no es nada grave. En dos días estaré bien.
Al entregarme el paquete, se despidió con estas palabras:
—Aunque Ventura no sea seguidor del glorioso Movimiento Nacional, he de reconocer que me ha venido muy bien que abriera el consultorio. Desde entonces mis ventas se han cuadruplicado.
Eso era lo que le importaba. Los pacientes podían irse al carajo. Lo que no sospeché en aquel instante es que en esas palabras se encerraba la salvación ante la celada que se urdía contra el doctor.
Dejé los medicamentos en la consulta y salí a visitar a los pacientes del listado que me dejó Ventura. Después de poner tres inyecciones, me subí al autobús con dirección a Caso. Nada más apearme, pregunté al primer parroquiano que se me antojó oriundo del pueblo.
—Por favor, ¿la casa de Pepón, el guarda del pozo Candín?
—No tienes pérdida, guaja. La última, al margen derecho. Verás una cruz sobre la puerta.
Encontré la vivienda y la cruz. Esperé sentada tras unos matojos, palpando la pistola. Llegó en un coche, junto con otros dos. Se introdujo en la casa.
Regresé al día siguiente y al otro, tanto a la vivienda como al lugar de trabajo. Controlé las horas de salida, las de entrada, los días que iba acompañado o se iba de batida por los montes.
Han transcurrido sesenta y un años y lo que aún hoy me espanta es la forma en que uno se introduce en la vida de la que será su víctima. Cuando el asesinato es político o por dinero, se mantiene la distancia. Pero cuando es personal, te sumerges en la mente de tu objetivo hasta que no hace nada que tú no sepas.
Había decidido cuál sería el mejor momento y lugar: a primera hora de la mañana, cuando fuera al trabajo. En ese instante salía de su casa y comenzaba a caminar hasta que el automóvil de sus compañeros lo alcanzaba antes de la entrada en el pueblo. Eran los diez minutos que necesitaba para salirle al paso, incrustarle la Tokarev en la cintura y disparar. Una vez, dos, tres…, hasta que el cargador quedase vacío. Y todo, mirándole a los ojos.
Llegó el día marcado en mi calendario. El sol aún no había aparecido y los matorrales escondían mi sombra. De repente, una voz a mi espalda.
—CeHbopuma, esto es cosa mía. Vete a casa.
—Eloy, ¿qué haces aquí?
—Fui a verte y Ángela me lo contó todo.
Nos abrazamos y lloré. Él también.
—Regresa. Pepón es mío.
—No, Eloy. He de ver sus ojos cuando lo mate.