3
La sexta galería
El oficial, con el cuerpo de don Carlos sobre sus hombros, llegó a la barrera enrejada de acceso a la galería. Dirigió su mirada hacia el médico, que le había seguido por los interminables pasillos desde el despacho del director, y le sugirió:
—Doctor, usted puede marcharse. A partir de ahora es cosa nuestra. —En un gesto rápido, deslizó su porra por las verjas y gritó—: Abran.
El enrejado chirrió sobre los raíles metálicos y dos funcionarios se apresuraron a bajar al recluso de los hombros de Morales.
—Lo llevamos nosotros, oficial —dijeron al unísono.
Uno agarró por los tobillos el cuerpo inerte y el otro lo asió por las axilas.
—Hasta la celda de José Suárez —les ordenó Morales.
Los reclusos de la sexta arrimaban sus rostros demacrados e inquisidores a las diminutas ventanas de las puertas blindadas para contemplar el desfile de los guardianes con el cuerpo del prisionero inconsciente. La imagen era otra muestra de su absoluta derrota.
Cuando llegaron a la puerta de la celda 44, el oficial se dirigió al prisionero que la ocupaba:
—Suárez, contra la pared. Vamos a entrar.
Sin articular palabra, como un autómata, dirigió sus pasos hacia la pared del fondo y se colocó de espaldas a la puerta con las manos sobre el muro y las piernas separadas. Morales abrió la celda y los carceleros arrojaron el cuerpo ensangrentado del nuevo compañero de Suárez sobre la litera inferior, de las dos que había en el calabozo. Se oyó la puerta cerrarse y el paso marcial de los funcionarios por el pasillo.
Después de meses de soledad, José tenía un acompañante del cual ignoraba todo. En la palangana de latón que contenía los dos litros diarios de agua, empañó un trapo y lo pasó suavemente por el rostro ensangrentado del desconocido. Aquellas zarpas gruesas, de labriego trasmontano, se convirtieron por un rato en delicadas manos que limpiaban de coágulos la cara de su nuevo compañero.
Un olor nauseabundo —diferente del hedor familiar de las alcantarillas— impregnó la celda. Era el de una vida que se le escurría por sangre, orín y heces.
—Aceite de ricino —murmuró José, apretando sus dientes—. Lo han atiborrado de aceite para que cante.
Con la prudencia de una enfermera novata quitó los pantalones a su compañero y deslizó el paño húmedo por sus piernas y glúteos hasta que eliminó la podredumbre. Y empleó su última ración de agua en lavar los pantalones.
Aún entraba algún rayo de sol por el ventanuco y ante él extendió los calzones.
—Todo el mundo en fila —gritó un guardia.
José comprendió que había llegado la hora del rancho. Las puertas de las celdas se abrieron y todos los reclusos de la sexta ocuparon al pasillo. De la 44 sólo salió uno.
—¿Tu compinche no quiere comer? —preguntó el carcelero, uno de los que había transportado al desconocido.
—Sigue inconsciente.
—Más ahorra al Estado —escupió el guardián, lanzando una mirada rápida al interior de la celda para cerrarla a continuación—. ¡Todo el mundo en fila para el recuento!
—Uno, dos, tres… —Dos guardias efectuaban el mismo control, verificando, si ambas cifras coincidían, que estaban todos. Siempre coincidían.
—¡Marchen! —gritó el oficial.
Los de la sexta, en dos columnas, desfilaron con entereza la derrota y el hambre en dirección al comedor.
—Pin, ¿quién es el nuevo que llevaron a tu celda? —preguntó Ordás, uno de los responsables del Partido entre aquellos muros.
—No lo sé. Sigue inconsciente. —José Suárez hizo un breve silencio—. Lo han masacrado, Ordás.
—Debes averiguar quién es. Si le han dado esa paliza es porque debe tener información importante.
—¡Silencio en la fila! —gritó un guardia.
Ambos bajaron el rostro y se callaron. Ya encontrarían otro momento para hablar. En la sexta, aunque escaseara el espacio, lo que sobraba era el tiempo.
Los reclusos pasaban con sus bandejas de latón delante de las grandes perolas, mientras que otros presos, los elegidos en cocinas —destino exclusivo para comunes serviciales—, les asignaban su ración. Después vendría la búsqueda de hueco en las mesas custodiadas por funcionarios armados. Los anarquistas siempre se colocaban en la esquina derecha; a continuación, los socialistas; casi en el centro, los comunistas; algún monárquico o demócrata cristiano o nacionalista vasco o catalán ocupaban los bancos que los separaban de los hedillistas, últimos prisioneros políticos que habían llegado.
Ordás y Pin se dirigieron con sus bandejas hacia el centro para que el resto de camaradas les sirviese de parapeto durante su conversación.
—El Partido no ha informado de ninguna detención reciente —dijo Ordás, paseando su mano por la barbilla y elevando la vista por encima de sus anteojos redondos.
—A lo mejor no es comunista.
—Espero que no sea otro hedillista. De esos no nos podemos fiar…
—¡Silencio! ¿Queréis ir a vuestras celdas sin comer? —les gritó un guardia.
Había que esperar a la hora del vagabundeo por el patio para seguir hablando. Hasta entonces, Ordás sabía cual era su misión: recabar toda la información posible de la gente del Partido o de los cancerberos sobornables.
Cuando Pin regresó a su celda, se abalanzó sobre el cuerpo tendido de su compañero. Seguía inconsciente. Palpó el pantalón extendido bajo el esquelético rayo de sol que atravesaba el ventanuco y comprobó que aún seguía húmedo. Abrió su taquilla y recogió el pantalón doblado y planchado que les entregaban sólo para los actos solemnes, aquellos que organizaban para las visitas importantes del régimen, y se lo puso a su compañero de celda.
Se quedó de pie contemplando su rostro. Nunca había visto alguien con las mejillas perforadas por las viruelas. «¿Será contagioso?», se preguntó mientras le colocaba la mano en la frente para comprobar su temperatura. Miró sus manos, eran finas, sin callos ni heridas. «No es un trabajador», afirmó para sí.
—¡Recuento!
El grito del guardia indicaba que habían llegado las cinco de la tarde y era el momento del paseo por el patio: la hora de poder intercambiar información con los camaradas. Pero aquel día el centro de atención en el patio era Pin, y su nuevo compañero, el único tema de las conversaciones.
—Un guardia nos ha dicho que fue detenido aquí en Madrid —dijo Ordás a un grupo de cinco reclusos que le acompañaban—. Al parecer venía de Francia. Y que aún no han podido probar nada contra él, pero sospechan que pasó la frontera para enlazar la guerrilla con la dirección de Toulouse.
—¿Será fiable esa información? —preguntó uno.
—Tiene la fiabilidad que dan tres cartones de tabaco.
—Ya. Entonces le corresponde a…
—Por supuesto, Pin será el encargado de averiguar quién es. ¿Te fijaste en sus manos? —preguntó Ordás a José.
—Sí. No es un obrero ni campesino.
—Puede ser un maestro o un oficinista…
Aunque esa sería la misión directa de Suárez, todos la asumían como propia. Y cuando la tarea se convertía en imposible, siempre solicitaban dinero del exterior para sobornar a algún guardián a cambio de una copia de la ficha del recluso.
El cielo de Madrid se llenaba poco a poco de estrellas que rodeaban a una luna tímida recién llegada, y una brisa fresca penetraba en la celda. Pin cubrió hasta el cuello el cuerpo de su nuevo vecino y se sentó en su cama a liar el único cigarro del día.
Su compañero parecía despertar; había abandonado la inmovilidad y abría los ojos llevando su mano derecha a la frente. La nube blanca en el ojo desconcertó aún más a José. «¿Será tuerto?», se preguntó.
—¿Dónde estoy? —susurró el recluso que giró su mirada hacia todos los rincones de la celda antes de detenerla en José.
—Está en Carabanchel, camarada —aun sin haber confirmado que se tratase de un camarada, se impuso la fuerza de la costumbre—, en la sexta galería.
—Carabanchel…
—Sí. Esta es la celda 44 de la sexta, la de los presos políticos.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Le trajeron esta mañana.
—¿Y hoy es…?
—2 de octubre del 46.
—2 de octubre… Seis días… —Intentó erguirse en la cama, pero un gesto de dolor indicó que las heridas se habían enfriado.
—Quédese tumbado. Descanse.
Un ratoncito atravesó por la rendija de la puerta huyendo de la cacería organizada por los funcionarios y recorrió sin rumbo la celda. José lo siguió con su mirada hasta que perdió su pista en algún escondrijo. Ya se ocuparía luego de expulsarlo.
—¿Quién es usted?
—Me llamo José Suárez, pero puede llamarme Pin el del Condado. Todos me llaman así. ¿Y usted?
—Charles.
—¿Charles?
—Oui. —José no preguntó por qué había contestado en francés. Las suposiciones de Ordás y la jerga del nuevo invitado le incitaron a pensar que era un enlace venido de Francia para ayudar al Movimiento de Resistencia—. ¿Hay agua en esta pocilga?
—No. Gasté toda la ración de hoy en lavarle. Hay que esperar a mañana.
El nuevo se agarró a los barrotes de la litera y con dificultad fue apoyando sus pies en el suelo. Suárez le ayudó a incorporase hasta que quedó sentado en la cama.
—¿Por qué le detuvieron?
—¿Y a usted? —La respuesta con una pregunta era el producto de la desconfianza de todo preso político, pensó Pin. Era el momento de ofrecerle familiaridad.
—A mí me detuvieron hace nueve años, cuando cayó el Frente Norte. Me condenaron a quince años, pero me darán la condicional dentro de unos meses.
—¿Con qué restricciones?
—Bajo la promesa de no volver a realizar actividades contra el nuevo Estado. Pero será una proposición que no podré cumplir.
—Y le caerá la perpetua o la pena de muerte si le capturan.
—No me cogerían, pues me fugaría a las montañas.
—¿Conoce usted gente en las montañas?
—Claro que sí… —José prefirió callar, al percatarse de que estaba hablando demasiado. El desconocido sólo le había dicho su nombre, y ni siquiera sabía si se trataba del verdadero.
—¡Ay! —gimió, cuando intentaba ponerse de pie—. No puedo moverme, me duele todo el cuerpo.
—Usted descanse. Le llevará varios días recuperarse de la paliza. Lo he visto en otros camaradas.
—¿En qué trabajaba antes de la guerra?
—Era ganadero, aunque siempre lo alterné con otros trabajos. ¿Y usted?
—¡Ay! El dolor me amordaza…
Otra pregunta que quedaba sin respuesta.
—Repose. Mañana se encontrará mejor.
Pin se acercó al ventanuco enrejado a fumar el cigarro liado un rato atrás; cada tanto, miraba de reojo a su compañero preguntándose quién sería y por qué lo habrían apresado. No le extrañaba su parquedad: era lógica. La desconfianza manaba entre aquellos muros como el agua en días de llovizna. «¿Quién será?», se preguntó por última vez antes de oír la voz del guardia.
—¡Recuento!
Las celdas comenzaron a abrirse y los reclusos se ubicaron en sus posiciones para el desfile nocturno hacia la cena. Esta vez el nuevo se añadió a la fila, apoyado sobre el hombro de Pin y caminado con dificultad.
—Veo que ya te has recuperado, Francesito —dijo Morales, y golpeó con el tolete su pecho suavemente. Sin saberlo, le había bautizado. La sexta ya tenía nombre para el recién llegado.
—Mi oficial, están todos —gritó un guardia al terminar el recuento.
Morales asintió y colocó una vez más la punta del tolete en el pecho del Francesito, mirándole a los ojos.
—Espero, por tu bien, que aprendas pronto cuáles son las normas aquí dentro. —Y le dio un toque seco en el costado.
—Si me vuelves a golpear, cuando salga te mato —murmuró el Francesito para que sólo le oyeran Pin y Morales.
«Cuando salga te mato». Nadie se había atrevido a hablarle así a Morales. Pin tenía un nuevo héroe: aquel gallinero había dejado pasar un raposo.