29. El calvario

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El calvario

Desde que el doctor me anunció el embarazo, me encontraba de lo más feliz. Imaginaba cómo sería el niño: pelirrojo igual que su padre, con tu mala uva y con el puño levantado como toda la familia. A ti no te agradó demasiado la noticia.

—No teníamos bastantes problemas y encima se añade esto —rezongabas a todas horas.

Ventura se mostraba incluso más alegre que yo.

—Otra patada en las mentes retrógradas formadas por la moral católica fascista —decía.

Tú no me dejabas ayudar en las labores cotidianas.

—Tienes que guardar reposo —ordenabas.

El doctor, por el contrario, me aconsejaba hacer una vida normal. El caso es que seguí ayudándolo y, cuando llegaba a casa, me tumbaba a escribir en mi diario o a leer. Fue la época en la que engullí El conde de Montecristo.

La visita de Pin no había sido de cortesía. Había venido a informarnos de que el Francesito estaba vivo. Había escapado cuando lo conducían ante el pelotón de fusilamiento. Nos contó también que guardaba cajas con emisoras de radio y armas con la intención de hacérselas llegar a la guerrilla.

—¿Y cómo dices que escapó de Carabanchel? —preguntó Ventura por segunda vez.

Tras escuchar a Pin repetir la misma historia, no pareció convencido.

—He perdido todos los contactos que tenía con la guerrilla y no sé a quién acudir —dijo Pin—. Pensé en vosotras y en Ruso, por si a la partida de Manolo le pudiera interesar.

Al oír el nombre de Ruso no lo pensé dos veces.

—Le acompaño yo a los montes —exclamé.

—Tú no vas a ninguna parte hasta que te recuperes —dijiste.

Al final, el pacto fue el siguiente: al próximo domingo, si yo me sentía en condiciones, los dos nos encaminaríamos hacia las montañas.

El día acordado, antes de que cantase el gallo, llegó Pin. Yo tenía todo dispuesto: las cartas de los familiares, mi Tokarev y la cesta de mimbre para aparentar que íbamos a recoger bellotas. Ventura, para ganar tiempo, nos acercó con su coche hasta la última casa del último pueblo del valle. Después caminamos entre las eras y pastizales, nos encontramos con pastores que no espantaban las reses y hatos de vacas que rumiaban el trébol de las brañas. No nos habíamos cruzado con miembros de las contrapartidas ni de la Brigadilla.

—Al ser domingo, estarán todos en misa —bromeó Pin.

Las Banderas de Lugo y Valladolid seguían asentadas en el claro.

Llevábamos diez horas caminando y no habíamos visto ninguna partida, pero sabíamos que ellos eran los amos de aquellos parajes y distinguían cualquier movimiento desde las cumbres. Nos adentramos en un bosque de eucaliptos. Desde la cara oculta de los troncos fueron apareciendo guerrilleros con el naranjero en bandolera. Identifiqué algunos rostros: Camblor, Raque… Era la partida de Manolo. Y apareció mi querido protector, Aurelio, el Caxigal pequeño.

Madame Liberté nos honra con su vista.

—Vete a la mierda, Aurelio. ¿Dónde está Manolo? ¿Y Ruso?

—Huy, huy, vaya remango que trae la moza. ¿No hay un beso de saludo para papá Aurelio?

—No. Por idiota.

—Espera… —Aurelio se había quedando mirando a mi acompañante—. Tú eres… ¡Qué me ahorquen! Pero si eres Pin.

—Y tú, Aurelio Díaz, si no me equivoco.

Se fundieron en un abrazo y se olvidaron de mí.

—Sabía por Ruso que habías salido de Carabanchel.

—Hace cuatro meses.

—¿Has venido a unirte a nosotros?

—No. Sólo quiero comentaros algo sobre emisoras y armas.

—Debes hablar con Manolo. Subamos hasta el refugio. Está allí reunido con los Castiello.

—¿Los Castiello? Creí que ellos se movían por la costa.

—Así es, pero han venido para coordinarnos en algunos sabotajes.

Los tres nos encaminamos hacia el refugio, mientras Raque y Camblor cubrían nuestro ascenso.

Llegamos. Allí se encontraba Ruso, que se abalanzó sobre mí, comiéndome a besos. Manolo no se alegró tanto, ya que seguramente pensó que había ido para seguir insistiendo en pertenecer a la partida. Aurelio hizo las presentaciones ante los hermanos Castiello, Eduardo y Corsino. Su estampa me llamó la atención: zapato fino, pantalón de tergal, camisa blanca y corbata. Si no hubiese sido por sus manos, hubiera jurado que se trataba de dos señoritingos de ciudad. Ocurría que no vestían como guerrilleros ya que se movían en la costa, camuflándose entre los vecinos y desplazándose en coches que robaban. Eran los dandis de la guerrilla.

Le cogí la mano a Eloy con la intención de apartarlo de todos y contarle nuestro secreto.

Nos fuimos alejando hasta unos matorrales.

—Eh —gritó Aurelio—. ¿Adónde vais vosotros?

—Ahora venimos —respondió Ruso.

—Cuidado con lo que hacéis, que os estoy vigilando —dijo Aurelio, sonriendo.

Yo me sentía como si me hubiese convertido en la Cosette de Víctor Hugo, rodeada de mi particular Marius Pontmercy y de mi protector Jean Valjean. Feliz, muy feliz.

Cuando regresamos, Pin ya les había informado de lo del Francesito, lo de las armas y las emisoras.

—¿Dónde te dijo ese tipo que se había preparado en la guerrilla? —interrogó Raque a Pin.

—Me dijo que en una escuela de guerrilleros que hay en Toulouse.

—Allí no hay ninguna escuela.

—Tiempo habrá de averiguar eso —terció Manolo—. Lo que se discute ahora es si esas armas cortas y las emisoras nos pueden ser de utilidad.

—Según Pin —intervino Eduardo, el mayor de los Castiello—, las pistolas son del modelo sindicalista. A nosotros desde luego no nos interesan. El calibre es muy pequeño y…

—Además —le interrumpió su hermano Corsino—, la Guardia Civil tiene. Si se necesitan, se les roba y ya está. Lo que necesitamos son subfusiles con cargadores de gran capacidad.

—Pero no cualquier subfusil —dijo Aurelio—. Estoy harto de estos naranjeros. Ni tienen seguro ni se puede regular el disparo a ráfagas. No me extraña que Durruti muriera por los disparos de su propia arma.

—Entonces, ¿qué le contesto? —preguntó Pin.

—Que no nos interesa —zanjó Raque.

—No tan aprisa —otra vez Eduardo—. Es posible que las pistolas no nos interesen, pero las emisoras son otra cosa.

—¿Para qué las queremos? —dijo Aurelio.

—Puede que a vosotros no os sirvan. Estáis muy cerca de la gente de Onofre y en contacto con los de Bóger. Pero nosotros no. Recordad que mi hermano y yo pasamos casi todo el año aislados en Llanes sin saber lo que se cuece por aquí.

—De acuerdo, os hacéis con una emisora —alegó Raque—. ¿Con quién cojones pensáis hablar si nadie la tiene?

Y estalló una carcajada general.

—Pin —intervino Manolo—, ¿cuántas emisoras tiene ese amigo tuyo?

—Dos.

—Pensaba que si nosotros cogemos una —insistió Eduardo—, la otra podía instalarse en Quintes, en el caserío de Moro.

—No es mala idea —contestó Manolo.

—Así —continuó Eduardo—, como por Quintes pasamos todos, podríamos mantener cierta comunicación.

—Ya —intervino Corsino—, pero queda lo importante: ¿cuánto pide ese amigo tuyo por las emisoras?

—No me lo dijo. Yo le entendí que las cedía.

—Mucho regalo me parece a mí —opinó Raque.

—Vamos a hacer una cosa, Pin. Mi hermano y yo nos acercamos un día por Gijón, nos presentas a ese tipo, vemos las emisoras y decidimos.

—Por mí, de acuerdo —cerró Pin.

—Quedamos en eso. La próxima semana nos presentamos cuando salgas del trabajo y vemos el material.

Aquella noche, la discusión sobre las armas y las comunicaciones se cerró ahí. Después cenamos por grupos y, antes de irnos a dormir, se distribuyeron los puestos de guardia.

—Hoy haré tu turno, Ruso —ofreció Aurelio—. Ya me lo devolverás otro día.

Los dos nos alejamos del asentamiento, llevando una única manta. No necesitábamos más. Íbamos a estar muy juntos y mayo había ahuyentado las heladas, aunque no las neblinas madrugadoras en los montes. Nos sentamos en un peñasco a contemplar las luces del hondo y recuerdo la luna menguando, lo que me pareció el canto de una lechuza entre los manzanos y el aullido de los lobos que regresaban a los picos. Y un cometa abriendo una herida en el firmamento.

Allí quedamos, tumbados y besándonos, alejados de la partida y olvidándonos de que éramos combatientes en una guerra anónima en mitad de la Tierra.

No dormimos en toda la noche, y por la mañana no nos vencía el sueño. Desayunamos el café recalentado de una pota sobre brasas cercadas por piedras.

Después, cuando el sol emitió un tímido reflejo, la partida, y con ella Ruso, se adentró en la neblina y desaparecieron como fantasmas que regresan al infierno.

Pin y yo emprendimos el descenso hacia el valle. Ya no tendríamos a Ventura esperando con su coche en la linde habitada, así que el trayecto de regreso se prolongaría.

Al llegar al cauce del río, cuando caminábamos entre los helechos, un grupo de cinco hombres armados nos cerró el paso. Y el más alto y grueso se dirigió a nosotros.

—¿Quiénes sois y de dónde venís?

—Me llamo José Suárez y esta es mi sobrina. Estamos buscando bellotas para los cerdos.

—A ver, abrid la cesta.

Obedecí.

—Ahí no hay nada.

—Es que acabamos de…

—No mientas. No salisteis de ninguna casa de los alrededores. Os hemos visto bajar de las montañas.

—Ya le he dicho que estamos buscando bellotas.

—¡He dicho que no mientas! —gritó el desconocido, y golpeó a Pin con la culata de la escopeta en el estómago.

Cuando se inclinó hacia delante, protegiéndose, el agresor alzó el arma para asestarle un culatazo en la nuca. Salté entonces sobre él, gritando:

—¡Déjele en paz!

Antes de que lo alcanzara, el individuo incrustó la culata en mi tripa y giró de forma brusca la escopeta propinándome otro porrazo en la mandíbula. Caí al suelo y comenzó a patearme.

—¡Hija de puta! —exclamó, mientras seguía arreándome—. A ti te voy a enseñar a obedecer.

—Pepón —la voz de Mocu me llegó desde lejos—, déjala.

—Vienen del monte. Seguro que son enlaces.

—No es un enlace, Pepón. Es mi futura cuñada.

—¡Cojones, haberlo dicho antes!

Cuando recobré el sentido, Pin me llevaba en brazos a lo largo de un sendero perdido entre matojos. Mi cuerpo, sobre todo mi mandíbula, gritaba de dolor. El estacazo había hecho que apenas pudiera abrir la boca.

—Eran de la contra —dijo Pin, adivinado mi pregunta antes de que la formulara—. Pepón y su gente.

—¿Mocu…?

—Sí. Mocu y el Coreano iban con ellos, aunque más rezagados. Aparecieron cuando perdiste el conocimiento. Y menos mal que lo hicieron, porque Pepón y su gente primero golpean y luego preguntan. La verdad es que la intervención de Mocu nos salvó la vida.

Un rato después me sentí algo mejor.

—Déjeme en el suelo, Pin. Creo que podré andar.

Pin me bajó con suavidad. Cuando coloqué los pies en la tierra del camino, comenzó un dolor punzante en el vientre y la tripa se me endureció. Tras unos segundos, la punzada se calmaba, para regresar enseguida con mayor intensidad. Miré hacia abajo: dos hilachas de sangre bajaban por mis piernas.

Me desmayé.

Al recuperar el conocimiento, me encontré tumbada en mi cama, sin saber cómo había llegado a casa. Sola con mis dolores, mi cuerpo emitía señales que no supe descifrar.

Oí la radio: «Aquí Radio España Independiente, emitiendo en la frecuencia… A continuación el noticiario de medianoche…».

—Ángela —grité.

—Aquí estoy, cariño.

Tus ojos estaban enrojecidos, como si llevases llorando muchas horas, y tus manos temblaban. Los dolores me partían.

—¿Qué me pasó?

—Al desmayarte, Pin salió contigo a la carretera y paró a un coche y te trajeron. —Me agarraste las manos y las lágrimas cubrieron tus mejillas.

—¿Ha venido Ventura?

—Sí, el doctor está aquí. Ahora viene.

—¿Qué es lo que tengo?

—Nada, cariño.

Las lágrimas que secabas eran sustituidas por otras. Miré la habitación. Una palangana encima de una silla, con agua manchada de sangre. Dos toallas en el suelo, también ensangrentadas. Sentí el interior de mi cuerpo como abierto en canal, ultrajado…

Había comprendido de golpe. No era necesario que nadie me lo explicase. Aunque mi cuerpo era un amasijo, me ladeé en la cama dirigiéndome a ti. Te apreté con fuerza las manos, pero no lloré.

Encima de la mesita de noche, junto a mi diario, El conde de Montecristo. Edmond Dantès, como ángel guardián y espíritu vengador, se apoderó de mí. Y comenzó la obsesión: Pepón y su contrapartida.

—Ángela.

—Dime, cariño.

—Queda con Mocu para ir al cine.