28. Días de sangre

28

Días de sangre

A partir de finales de abril, las montañas y los valles se tiñeron de sangre. La Reserva había sido ocupada por grupos de guardias civiles vestidos como si fueran guerrilleros. La Brigadilla, se autodenominaban. Habían ido a reforzar a las contrapartidas falangistas, cuyo esfuerzo cada vez era más estéril porque en todos los pueblos los conocían.

Caminaban por senderos y laderas como huidos. Se dirigían a los pastores como auténticos guerrilleros. Intentaban engañar a los enlaces sobre emplazamientos y rutas. Pero les delataban las manos, el color, el olor y los gestos. Los auténticos olían a monte y humo, sus manos estaban encallecidas por los años en la mina o en el campo, sus rostros curtidos del sol y el viento de las cumbres y ninguno silbaba en los montes para avisar a sus compañeros. Cuando los de la Brigadilla comprendieron que no se podían mimetizar, ni con el terreno ni con sus gentes, comenzaron a matar.

El fuego fue cerrado entre ambos bandos. Por las noches retumbaba en el valle el eco de los disparos. A la mañana comentaban que los enfrentamientos habían sido en Parabeles entre el Destacamento Moro y los fugaos. O que ocurrió en Santa Bárbara, en Casa Cima, entre la Brigadilla y los Caxigal. Que si un sargento de la Bandera de Lugo incendió una vivienda de supuestos enlaces, y al hijo de estos, de ocho años, le obligó a ver cómo ardía con sus padres dentro. O aquello de que entraron en una casa de la montaña gritando: «Aquí están las fuerzas de Franco. Ni se muevan». Y la guerrilla, que respondió disparando: «Aquí las de Negrín».

Los delatores y falangistas de la contraguerrilla quedaban esparcidos por las eras, en los badenes o en desfiladeros. Que si fueron los Caxigal y Aladino en Tiraña quienes mataron a un falangista, suegro de un policía, y dejaron a este con vida. Que si Onofre asaltó un cuartel de la Guardia Civil. Que alguien tiró desde el campanario de la iglesia de Santa Bárbara a otro delator. Que si en Amandi, al dueño de un bar, por felón, lo llevaron al cielo los Castiello. Que si en Carbayín, a un exmilitar por pertenecer a la contra. Que si…

Nunca se sabrá la verdad. En aquellos años, en esos valles, la épica se mezclaba con la leyenda, pero también con la mentira. Un día sus gentes se levantaron con la noticia de que los Caxigal habían acribillado a tiros a uno de la Policía Armada. Se les acusó oficialmente del homicidio, pero pasaron los años —tantos que la guerrilla ya se había extinguido— y se descubrió que el asesino había sido un tal Mansilla, compañero y amigo de la víctima. Se dio otro caso parecido entre guardia civiles en León, y la guerrilla cargó con la muerte mucho tiempo. Era un buen momento para ocultar asesinatos.

Sea como fuere, aquellas semanas llovió sangre en la montaña y los desagües de las laderas se desbordaron. Las aguas de los ríos no sólo descendían tiznadas del carbón de los lavaderos mineros, sino también de púrpura. La guerrilla liquidaba traidores y confidentes; la contra y la Brigadilla, enlaces y simpatizantes. Era una guerra que el régimen negaba al mundo y silenciaba o minimizaba hacia el interior. Una conflagración sin normas, en la que sólo importaban las cifras.

Por eso, aquella mañana de mayo, en el pasillo de la Jefatura de Orden Público se encontraban citados los dos tenientes.

—Padilla —dijo uno.

—Martín —respondió el otro.

No hubo saludo entre ellos. Se limitaron a agregar una leve inclinación de cabeza en señal de reconocimiento. Ambos, sin pronunciar palabra, contemplaron la bandera ondeando sobre el enorme mástil anclado en el centro del patio de armas.

Padilla leyó de reojo la leyenda en el portafolios de Martín: «Confidencial». El viejo cabrón del coronel le había enviado a romperse el pecho contra los fugaos y a su rival le había mandado espiarle.

—Usía ordena que pasen —dijo el orondo brigada secretario.

Los dos se adentraron en el despacho de Blanco Novo.

—A la orden de…

—Descansen, señores.

El coronel se reclinó en su sillón, entrecruzó las manos y comenzó a girar los pulgares. En tono pausado, dijo:

—Supongo que ya se habrá completado el relevo de las unidades asignadas a las zonas de conflicto.

—Sí, mi coronel —respondieron al unísono.

—Pues, teniente Padilla, informe de sus avances.

—Mi coronel, el 6 de abril capturamos en Ciaño al rebelde Manuel Beltrán. Dimos muerte en Tiñana al huido que respondía al nombre de Fermo. El 2 de mayo terminamos con una partida en Picu Polio en la que se encontraban cuatro fugaos.

—No se olvide de contarme que dispararon sobre esa partida cuando se encontraban durmiendo. Y aun así, uno de los fugaos, de nombre Constante, acribilló a uno de nuestros guardias.

—Así ocurrió, mi coronel.

—Teniente, no se olvide en su parte de novedades de describir los hechos por los que el 14 de abril ondeaba una bandera de la República a veinte metros del cuartel de La Nueva. O por qué, el 1 de mayo, ondeaba otra en el parque de La Felguera. O cuál es la razón por la que, ayer, Ciaño amaneció lleno de octavillas que injuriaban a nuestro Caudillo.

—Mi coronel, no me olvidaré —respondió Padilla apretando los dientes.

—Padilla, Padilla… —dijo Blanco Novo mientras se levantaba y se dirigía hacia una vitrina situada a su derecha. La abrió y sacó una caja de puros en la que se leía «Romeo y Julieta»—. Recuerde que nosotros somos el 7.º de Caballería y los fugaos son los cheyenes o los sioux. Las contrapartidas de Falange son los indios renegados que nos ayudan en la caza. La época de vida placentera en la Reserva se les ha terminado, fiemos de liberar esas tierras para la expansión del nuevo Estado.

—Sí, mi coronel.

—Quiero resultados, teniente. Así que presione a esos mandos que usted tiene, que más que militares parecen sádicos, y que me traigan más fugaos y menos quebraderos de cabeza.

—A la orden, mi coronel —respondió Padilla, mirando de reojo el rostro de Martín. Si esperaba una sonrisa de este, no la encontró.

—Puede retirarse, teniente. Y pase por caja a cobrar. El Estado ha subido a cuatrocientas pesetas la prima por la cabeza de cada fugao. El dinero destinado al guardia muerto en Picu Polio se lo entrega a la viuda. No se le ocurra repartirlo.

—A la orden.

Padilla dio media vuelta y abandonó el despacho. Martín seguía de pie, en posición de descanso. Novo encendió un puro y regresó a su sillón.

—A ver, Martín, qué se cuece en las alcantarillas de Falange.

El teniente depositó el informe encima de la mesa.

—Todo está por escrito, mi coronel.

—Eso espero, teniente.

—La única novedad de estas semanas es que don Carlos se ha hecho el encontradizo con el expenado José Suárez Álvarez. Han tenido cuatro citas y en dos se han desplazado hasta un local a las afueras de la ciudad.

—¿Con qué fin?

—Lo desconocemos, mi coronel.

—Vaya, vaya —dijo, levantándose de nuevo y comenzando a pasearse por detrás del teniente—. Es increíble que yo, sin moverme del despacho, conozca más que ustedes. ¿Sabe cuál es la última orden de los de Inteligencia?

—No, mi coronel.

—Que empecemos a hostigar a José Suárez.

—¿Algún motivo?

—No necesitamos motivo. Se le hostiga y ya está. El objetivo es hacerle la vida imposible para que establezca contacto con los del monte. Y huya a refugiarse.

—¿Y a don Carlos?

—Ni tocarlo. Cuando José Suárez contacte con los fugaos, don Carlos tiene instrucciones precisas que cumplir, según Inteligencia.

—¿Ordena, usía, algo más?

El coronel no respondió. Se limitó a consultar el reloj y a golpear con el índice la punta del puro, dejando que la ceniza cayese en bloque sobre el cenicero de latón. Cogió de un cajón una misiva en papel sellado y se la entregó a Martín.

—Lea.

El teniente la recogió y comenzó a leerla para sus adentros.

—En voz alta, teniente. Que quiero volver a oírlo.

—«Atendiendo el requerimiento efectuado por usía, se ha procedido a entregar para su visualización a los guardias las fotos remitidas. Todos han coincidido en que el hombre retratado en ellas es el antiguo recluso conocido como el Francesito. Dios guarde a usía muchos años. Firmado: Teniente Coronel jefe de…».

—¿Entiende ahora, Martín?

—Creo que sí, mi coronel.

El teniente depositó la carta encima de la mesa. En su mente, los hilos sueltos de la madeja fueron cobrando sentido. El coronel volvió a consultar el reloj.

—¿Ordena…?

—No tenga prisa, teniente. Estoy esperando una visita y quiero que usted esté presente. —Hizo una pausa que aprovechó para dar una calada—. Mientras llega nuestro invitado, me gustaría que me aclarase algo. En su informe sobre don Carlos, usted dice que fue el informante del comandante Manuel Gutiérrez Mellado sobre el paradero de los agentes secretos franceses que asesinaron a Shkolnikov. Y que don Carlos había tenido conocimiento de todo por ser amigo de burdeles del ruso. ¿A qué se debía esta amistad?

—Mi coronel, no especifiqué esos detalles en el informe por no considerarlos relevantes.

—Todo es relevante, teniente. Así que cuéntemelo ahora.

—Con la ocupación alemana de Francia, los nazis crearon el Service Otto. Una red encargada de la compraventa ilegal de bienes y obras de arte confiscadas a ciudadanos franceses y a judíos. «Arte degenerado», en palabras de Göring. El jefe de dicho servicio era el agente Hermán Brandt, alias Otto, y frecuentaba, como toda la jerarquía nazi, el famoso prostíbulo parisino One Two Two. Allí contactan con Shkolnikov para que saque arte degenerado de Francia. Y el enlace español de la red es don Carlos, que gestiona los asuntos desde Tánger y el One Two Two.

—No siga, teniente. El resto me lo imagino: termina la guerra, la pierden y todos al exilio. Shkolnikov se viene a España con lo expoliado a vivir como un rey y con su amigo don Carlos. Hasta que los agentes franceses entran en su búsqueda. ¡Qué asco me dan, teniente! Son rufianes sin más bando que sus intereses o capri…

La puerta, abierta por el brigada secretario, interrumpió la frase del coronel.

—A la orden, mi coronel. La visita ha llegado.

—Hágale pasar.

Un individuo con traje gris y gafas de sol se adentró en el despacho. Era más bajo que el teniente y el coronel. Mientras caminaba, estiró el cuello, dando la impresión de que intentaba llegar a su altura.

—Coronel —dijo, ofreciéndole la mano.

—Gracias por acudir, inspector. —Le tendió la suya y continuó—: Este es el teniente Martín, oficial de enlace con usted.

—Encantado, teniente —dijo el recién llegado, y se estrecharon las manos—. Soy el inspector Claudio Ramos, de la Social.

—Siéntese, inspector. —Y dirigiéndose a Martín, añadió—: Usted también, teniente.

—Voy a ser breve, coronel, ya que tenemos mucho trabajo y han requerido mi presencia en otro lugar.

—Usted dirá.

—Sabe que me he incorporado hace poco a mi puesto…

—He sido informado.

—Eso hace todo más fácil. Vamos al meollo del asunto. Ustedes y nosotros tenemos como objetivo terminar con los rebeldes al nuevo Estado. Ustedes se centran en la zona rural y nosotros en las urbes…

—No me dice nada nuevo, inspector.

—Permítame un segundo.

—Todos los del mundo, pero creí entender que era usted el que tenía prisa —dijo Novo sonriendo, y dio otra calada.

El inspector se quitó las gafas sin acompañar en la sonrisa al coronel. Su rostro se endureció. Tragó saliva y continuó:

—Su línea de ataque es al punto flaco de los insurgentes: los enlaces. Nuestra pauta de conducta es la misma, pero orientada a otro eslabón débil de la cadena: los comisarios políticos que los comunistas introducen desde el exilio.

—Perdone, inspector —interrumpió Martín—. Nosotros también actuamos sobre ellos.

—Me consta, teniente, pero no en nuestro nivel. La mayoría de ellos no saben vivir en el campo ni en los pueblos y se instalan en las ciudades. Eso permite que podamos hacer un seguimiento exhaustivo de sus movimientos…

—Había entendido que su visita tenía como objeto coordinar alguna acción contra la insurgencia —dijo Novo, y estampó el puro en el cenicero—. Pero veo que ha venido a impartirnos una clase de operativa policial.

El inspector volvió a colocarse las gafas y, aclarando la voz, continuó:

—Concluyo: entre los comisarios políticos que llegan y son fáciles de comprar y entre los policías que introducimos como enviados desde el exilio, estamos en situación de proceder a una importante detención.

—¡Enhorabuena! —dijo el coronel—. Y ha venido a contárnosla.

El inspector volvió a tragar saliva.

—No. He venido a pedirles apoyo, ya que la zona en la que hay que actuar es de su jurisdicción.

—Ya tiene nuestro apoyo. —Novo esgrimió otra sonrisa—. ¿De quién se trata? Si es que se puede saber.

—Del mayor de brigada del Ejército Republicano: Ferla.