26
El reencuentro
El trabajo en la serrería no era del todo desconocido para Pin. No en vano había sido mozo de carga en una antes de la guerra. Descargar troncos de árbol de los camiones, apilarlos en estructuras piramidales y no olvidarse de acuñarlas para evitar que se desprendieran: esa era su tarea diaria desde las siete de la mañana a las ocho de la tarde. Les concedían una hora para sentarse a comer el bocadillo o lo que llevasen guisado en sus fiambreras.
El sueldo era algo mayor que en prisión: dieciocho pesetas diarias. De ellas, diez iban destinadas a la patrona, a cambio de tres comidas y una cama en una habitación compartida con otro obrero.
—A caja, Pin —le dijo su compañero—. Que es día de paga.
Los dos arrojaron los guantes sobre el montón de árboles y se dirigieron a un cobertizo de madera en el que se encontraba el contable de la empresa. Se ubicaron en la fila, con el resto de trabajadores.
Todos los 15 de cada mes acudía el pagador con un maletín enganchado a la muñeca derecha por unos grilletes y escoltado por una pareja de la Guardia Civil y un cura.
Le llegó su turno.
—Señor José Suárez Álvarez —nombró el contable al tiempo que revisaba su libro mayor—. Ya sabe que la empresa paga de 15 a 15. Los días que se trabajan antes del cómputo quedan en depósito hasta que renuncie o se le eche. Es decir, se le paga del 15 de marzo al 15 de abril, aunque haya entrado el 4. ¿Lo ha entendido?
—Sí, ya me lo explicaron.
—Mejor, así ahorramos tiempo. Son treinta días, menos cuatro domingos, hacen veintiséis días trabajados. A dieciocho pesetas cada uno, serían cuatrocientas cuatro pesetas. Menos el coste de los guantes, las botas y la funda de trabajo hacen un total de… trescientas cincuenta y siete pesetas. ¿Alguna duda?
—No, señor.
—Perfecto —dijo extendiéndole un papel—, pues firme aquí.
Pin dibujó una equis donde señalaba el índice del contable. Y de los montones de dinero situados encima de la mesa, el pagador fue recogiendo billetes.
—Sus trescientas cincuenta y siete pesetas —dijo.
—Tu donativo para la Iglesia —acotó el cura, acercando hacia él una taza de porcelana mientras la sacudía, haciéndola tintinear.
Pin arrojó un billete de peseta. No quería ni problemas ni más enemigos en su nueva etapa.
Se apartó de la fila y comenzó el descenso desde el cerro de Santa Catalina hacia el centro de la ciudad. Llevaba en la pensión cuarenta y un días. A diez pesetas, daban un total de cuatrocientas diez. Aún no podía cerrar cuentas con la patrona. Tendría que esperar al próximo mes.
En estos cálculos se encontraba cuando abandonó el barrio de Cimadevilla pasando al lado de la iglesia de San Pedro, a la que no prestó atención. Sólo quería ver el mar. Se apoyó en la barandilla del paseo de la playa y dejó que su mirada se perdiera en el vuelo de las gaviotas y en las mansas olas, en aquel atardecer de la villa. Una voz conocida lo rescató del ensimismamiento.
—Recluso José Suárez…
Se giró abruptamente, con expresión atemorizada. ¿Vendrían a prenderle de nuevo? Ante él un sujeto elegante, con un bastón de bambú en la mano, sombrero de ala corta y gafas oscuras. No lo conocía. De repente, se fijó en el rostro: marcas de viruelas.
—¿No me reconoces?
—Eres… ¿el Francesito? —preguntó tras unos instantes de duda.
—Claro, ¿tan pronto te has olvidado de mí?
—No, pero…
—Pero qué… A mis brazos, compañero.
Pin le abrazó sin dar crédito a lo que veía. El Francesito en libertad y frente a él, tan elegante que nadie lo reconocería.
—¿Estás con la condicional? —preguntó Pin, sin espantar su asombro.
—Qué va. Me escapé.
—No entiendo. La última noche te encerraron en aislamiento y…
—Y después me llevaron ante un pelotón de fusilamiento.
—¿Y cómo escapaste?
—No te lo voy a contar yo. Lo va a hacer un amigo. —Se giró, apoyó dos dedos en el labio inferior y silbó—. Alvarado, acércate.
Un individuo muy moreno, delgado, sin afeitar y con pelos revueltos se levantó de un banco del parque y se acercó.
—¿Qué se le ofrece, don Carlos?
—Cuéntale a mi amigo Pin cómo nos fugamos de Carabanchel.
—¿Es de confianza?
—Por favor, Alvarado. Él también estuvo en el penal.
—Pues… al señor don Carlos y a mí nos llevaban a fusilar. En la caja del furgón nos custodiaban dos guardias. En medio del camino, don Carlos se quitó las argollas con una horquilla que guardaba debajo de la lengua. Se lanzó sobre ellos y consiguió arrebatarles el subfusil. Tatatata —dijo, extendiendo el brazo izquierdo y apretando un imaginario gatillo con el derecho—. Después liquidó también al conductor.
—La segunda parte la cuento yo —interrumpió don Carlos—. Nos apoderamos del furgón. Después de un día entero conduciendo, atravesamos la frontera y llegamos a Toulouse. Allí hemos permanecido tres meses preparando nuestro regreso.
Pin se sentía desconcertado, pero lo que escuchaba no hacía más que confirmarle que el Francesito era un agente sumamente preparado por el Partido en el exilio.
—Ahora tenéis que tener mucho cuidado. Si os capturan os matarán de inmediato.
—Tengo todo estudiado —respondió con suficiencia, y metiendo su mano en el bolsillo trasero del pantalón, extrajo algo que exhibió ante Pin. Era un carnet de la Guardia Civil que lo acreditaba como comandante.
—¿Cómo conseguiste esto?
—Esto no es nada. Alvarado, enséñale el tuyo.
Alvarado obedeció, mostrando otro carnet que lo identificaba como teniente.
—Lo que yo te diga: todo estudiado —siguió don Carlos—. Cuando necesites uno para ti me lo pides, que te lo consigo de inmediato.
—¡Qué casualidad encontrarnos aquí! —comentó Pin, que aún no salía de su asombro.
—Tan casual no es —dijo el Francesito—. Recuerda que te dije en prisión que había venido a España a apoyar a la guerrilla. ¿Dónde se encuentra la guerrilla más combativa? En Asturias. ¿Dónde se encuentra viviendo mi amigo Pin? —Y sonrió.
Las suspicacias iniciales de Pin iban desapareciendo ante la labia de don Carlos y la propia alegría por ver vivo a su antiguo compañero de celda.
—Ahora mismo te voy a enseñar algo que cambiará la correlación de fuerzas en la guerra.
—¿Qué es? —dijo Pin, abriendo más aún los ojos.
—Todo a su tiempo. Alvarado, acerca el coche.
—¿También dispones de coche? —le preguntó mientras el otro se alejaba.
—Claro, es la mejor forma de que no lo localicen a uno. ¿Quién va a pensar que el ricachón de don Carlos, que se aloja a cuerpo de rey en el Príncipe, es un reclamado?
—Nadie, joder.
—Coche, chófer, trajes caros, buena vida… A un individuo así no lo buscan los guardias civiles por los caminos.
La admiración de Pin por el Francesito y su habilidad para sobrevivir seguía en aumento.
Después de un rato, el coche se detuvo al lado de ellos. Alvarado se había puesto una gorra de plato y una americana blanca.
—Venga, Pin. Sube atrás conmigo.
Durante el trayecto, Pin casi no atendió al río de palabras que fluía de los labios de su compañero de viaje. En realidad se sentía como flotando en las nubes al verse a sí mismo en un vehículo con chófer de paseo por la ciudad. Pero el Francesito dijo algo que le obligó a contestar.
—Tengo armas y municiones en abundancia, y puedo traer más de Francia. Por eso se hace necesario que alguien me ponga en contacto con la guerrilla.
—Lo siento. No puedo ayudarte.
—Pero en prisión me dijiste que conocías a muchos guerrilleros de los montes —le recriminó el Francesito—. ¿Me mentiste?
—No, no te mentí.
—¿Entonces?
—He de comenzar una nueva vida y no meterme en líos que me lleven de nuevo a Carabanchel.
—No digas eso. La derrota de Franco es inminente.
—No estoy tan seguro.
—Que sí, hazme caso. Si se arma bien a la guerrilla y desde el exterior nos apoyan, tarde o temprano, el régimen se desmoronará. Te lo digo yo que vengo de Toulouse y traigo mucha información.
—No sé. No lo veo tan claro.
—Lo que te ocurre es que llevas poco tiempo en libertad. Aún no conoces a mucha gente de la Resistencia y los que conocías están muertos o en prisión. Pero cuando veas la cantidad de luchadores que…
—Hemos llegado, don Carlos —interrumpió Alvarado.
—Pin, acompáñame. Te voy a enseñar algo que te hará cambiar de opinión.
El coche quedó estacionado debajo de una farola que acababa de encenderse. Los tres se dirigieron a un callejón sin salida en el que las ratas, ahuyentadas por sus pasos, corrían a ocultarse. Alvarado, que iba el primero, se acercó a unos portones de madera y abrió el candado.
—Pasa, Pin —animó don Carlos.
El local se iluminó con la luz de un candil. El chófer lo enfocó hacia cinco cajas diseminadas por el suelo y semiocultas entre virutas de madera.
—¿Sabes lo que hay ahí? —preguntó don Carlos.
Las pupilas de Pin se habían dilatado.
—No —balbuceó.
—Lo vas a ver ahora. Alvarado, abre esa.
El hombre apartó las virutas y quitó la tapa que el Francesito indicaba. Alzó el candil y Pin se acercó a contemplar el contenido.
—¿Sabes lo que es?
—No.
—Son emisoras incautadas a la Gestapo por la resistencia francesa. Con ellas, las partidas guerrilleras podrían comunicarse hasta con Toulouse. Alvarado, abre otra.
Cuando el otro obedeció, Pin se asomó una vez más. Eran armas.
Don Carlos recogió una, vació el cargador y se la entregó.
—Una Star del 17 —dijo Pin, con familiaridad—. La sindicalista.
—Puedes quedarte con ella, si quieres. Ahora —prosiguió el Francesito encendiendo un cigarro—, lo que hace falta es entrar en contacto con la guerrilla para hacerles entrega de estas cajas y encontrar un medio de ir suministrándoles más material.
—Ya te lo dije. No voy a poder ayudar.
—No pasa nada, Pin. —Y don Carlos le pasó el brazo por encima del hombro—. Comprendo que te sientas quemado. Lo importante es que, aunque no seas tú, me pongas en contacto con alguien que pueda hacer llegar este material a las montañas.
—Hace diez años que no me comunico con ninguno de ellos. No sabría a quién localizar…
—Alguien habrá que no esté en prisión.
—Es difícil. —Pin se sentó encima de una caja y quedó pensativo, contemplando la pistola—. Es que los que querrían estas armas son las partidas comunistas o anarquistas, y con ellas no tengo mucha relación. Mis antiguos contactos eran con los socialistas, pero…
—Pero qué —apremió don Carlos.
—Que se encuentran muy divididos, según he oído. Los que quieren seguir con las armas se han unido a la Agrupación Guerrillera de León y ya no se mueven por aquí. Y los que se han quedado, con Mata y Flórez a la cabeza, no ven con buenos ojos el ataque frontal armado.
—No me interesan los robagallinas. Quiero a los comunistas.
—A los chinos —terció Alvarado.
Pin frunció el entrecejo al oír la expresión del chófer, y don Carlos aclaró:
—Si los comunistas llamamos robagallinas a los socialistas, los anarquistas nos llaman chinos.
—No sé si podré…
—Se hace tarde —replicó molesto don Carlos—. Mejor nos vamos y te lo piensas.
El coche aparcó delante del portal de la pensión de Pin.
—Si me necesitas, ya sabes que estoy hospedado en el Príncipe.
—Gracias, don Carlos.
—Y si enlazas con alguna partida a la que le pueda interesar el material, me lo dices.
—Así lo haré, aunque soy pesimista.
Pin entró y el vehículo se adentró en la ciudad.
—No se le ve muy decidido —comentó Alvarado.
—No te preocupes. Pin va a colaborar.
—Pues no sé cómo.
—Por las buenas… O por las malas.