25
Asalto al banco
Caminaba por las vías en dirección al pueblo. Era la forma más segura de no perderme y de encontrar la estación del ferrocarril. La adrenalina había disminuido y mi cuerpo se relajaba. Comencé a sentir el frío húmedo que llegaba del nordeste. Los matojos secos volaban unos metros cada vez que un soplo de aire los golpeaba. Mis nudillos se veían blancos y apenas podía mover los labios. El aliento parecía solidificarse en el aire. Tenía que llegar pronto al apeadero o moriría entre las traviesas de los raíles.
La soledad del edificio grisáceo y negro me dio la bienvenida. «Lieres», leí en el rótulo de madera que bailaba por el viento y aporreaba sin ritmo la pared. Las agujas del reloj marcaban las seis y veinte. Entré. Nadie, excepto un señor con gafas y gorra de plato azulada detrás de una ventanilla.
—Buenos días. Uno a Oviedo.
—Una peseta.
Mis manos estaban heladas y era incapaz de distinguir los billetes por el tacto. Por eso tuve que sacarlos todos del bolso, pero con la precaución de ocultarlos de la vista de aquel hombre. Aparté el de peseta y se lo entregué.
—¿A qué hora llegará?
—A las siete.
Me senté en un banco a esperar. Mi cuerpo iba reaccionando y mis manos, sobre las que descargaba el aliento, recuperaban su color normal.
Las siete menos cinco. Salí al andén. Cuatro hombres con fundas de mahón azul y boinas caladas, sin afeitar y con un bocadillo envuelto en papel de periódico, me acompañaron.
Se oyó el pitido de la locomotora. Miré hacia al final de la vía, pero no llegué a ver la máquina. Los capotes y tricornios de una pareja de la Guardia Civil captaron mi atención. Miraban nuestros rostros. Un sudor frío comenzó a recorrer mi cuerpo y, cómo no, la pierna derecha empezó a temblar. Los guardias comentaron algo entre sí y regresaron al interior.
El tren llegó. Nada más acceder al vagón, me dirigí al lavabo. Tenía que mojarme la cara y limpiar mi frente de la transpiración que la cubría. Aproveché para bajarme las sayas hasta la cintura y humedecerme el cuello y los hombros. Aunque el agua estaba fría, me fui distendiendo. Contemplé mi rostro en el espejo: pelos desaliñados, tez blanca, labios cortados y ojos llorosos con pupilas dilatadas. Una noche en la guerrilla y me había transformado en algo que desconocía.
Busqué un asiento vacío entre cajas de juncos que transportaban gallinas, rostros tristes de mujeres envueltas en pañuelos negros, niños ateridos arrimándose a ellas, hombres morenos y trabados que iban al trabajo sin afeitar y con un cigarro en los labios. No quise sentarme, preferí quedarme de pie al final del vagón. «Siempre cerca de la puerta, por si hay que escapar», le había oído decir a Manolo en cierta ocasión. Otra pareja de la Guardia Civil recorría los vagones, fijándose en el rostro de los hombres.
«Oviedo», leí en el rótulo. Había llegado a destino y comenzaba la cuenta atrás para el asalto al banco. «En ciudad hay que actuar de forma distinta que en los montes. Aquí somos los amos, tenemos el apoyo de gente y conocemos el terreno, pero en la ciudad no sabemos quién es amigo o enemigo y sus calles son un misterio», me había dicho Manolo.
Caminé por la calle Uría entre la gente que bostezaba camino del trabajo. Miraba los escaparates de ropa y elegía mi nueva indumentaria. «También necesito una peluquería», pensé. Lo único abierto a aquellas horas era una cafetería de la que me llegaba el aroma a café y una panadería. No estaba bien visto que una mujer entrase sola en un bar y, como no podía levantar sospechas, me olvidé del café. Elegí la panadería. Dos señoras compraban hogazas y bollos. Observé sus ropas: abrigos grises sobre vestidos de flores y sombrero de ala corta sin adornos. Tenía que copiar su forma de vestir si quería «mimetizarme con el terreno», como decía Manolo.
—¿Qué te pongo, niña? —La panadera me rescató de mis pensamientos.
—Cuatro bollos.
—Aquí tienes. Cincuenta céntimos.
—¿Sabría dónde hay una peluquería por aquí cerca?
—Sigues aquella calle y la encontrarás. No hay pérdida.
Seguí paseando para matar el tiempo hasta que abriesen los comercios mientras daba cuenta de dos bollos, guardando los otros en el zurrón para más tarde. El vestido de un escaparate llamó mi atención. Era de seda verde y lo remataba un sombrero blanco con un discreto velo. Me fijé en el precio: mil pesetas. Era casi todo el dinero que llevaba. No podía comprarlo. No entendía por qué era tan caro si los demás oscilaban entre las cien y las ciento cincuenta.
A las nueve abrieron la tienda y me convertí en su primer cliente. Una señora enjoyada, con pantalón y chaqueta de color fucsia, me recibió. Era la primera vez que veía a una mujer con pantalones en público.
—Lo siento, pero no damos limosna —me espetó.
Las palabras de Ventura llegaron de golpe a mi mente: «Que no te acoquine la pequeña burguesía ovetense».
—Vengo a comprar un vestido —respondí mirándola a los ojos.
La mujer enarcó las cejas.
—Pero deberías ir a otra tienda. Nuestros vestidos son de alta calidad y precio.
—No se preocupe —dije con calma, y le enseñé el montoncito de billetes.
Aquello la transformó. Ahora parecía una duquesa agasajando a sus invitados.
—¿Cuál te gusta?
—El verde del escaparate, pero es muy caro.
—Es que es de seda y casi no hay. Con la guerra se empleó toda en fabricar paracaídas. A lo que hay que añadir que es verde, un tinte que apenas se puede conseguir por ser el más empleado en los trajes militares. —La señora Amabilidad me daba mil y una explicaciones no pedidas.
—Quería, además del vestido, un abrigo.
Se sumaron también unas medias de nylon, un sombrero con velo, unos zapatos y una bolsa de equipaje en la que guardé el zurrón con mis sayas, la Tokarev y los dos bollos.
—Para que luego digan que la ropa no hace a la mujer —opinó Amabilidad cuando me vio cambiada de vestido. «Aunque la mona se vista de seda…», le hubiese respondido Ventura.
—¿Cuánto le debo?
—Trescientas cincuenta.
El siguiente paso era la peluquería.
—Buenos días, quería que me lavase el pelo y que me lo peinasen como… —Ojeé todas las fotos de actrices, pegadas sobre la pared. Una me llamó la atención. Era rubia y llevaba media melena con el pelo liso que caía suavemente sobre el ojo derecho añadiéndole misterio—. Igual que esa.
Después llegaron unos pendientes, un reloj y un bolso de mano, que colgué en bandolera, para guardar la Tokarev. Quinientas treinta pesetas me quedaban. Aún me podía dar otro capricho: un pintalabios.
La hora se acercaba. Y esperé en la esquina de la calle Fruela una señal.
—Estás preciosa, ceHbopuma.
Era Eloy. Él también llevaba traje, uno gris con rayas blancas, hombreras acolchadas, pañuelo doblado en el bolso y corbata roja. Y con aquella visera ladeada y el cigarro en los labios, no lo había reconocido.
Intenté darle un beso, pero me lo impidió.
—Soy un desconocido que se ha acercado a pedir fuego. Va todo según lo previsto. Tú entra en el banco a la una menos cuarto. Ya sabes lo que hay que hacer.
Se alejó calle abajo hacia un coche en el que distinguí, al volante, a Manolo. Trajeados los dos era casi imposible identificarlos, y esperaba que conmigo ocurriese igual. Continué matando el tiempo paseando por la calle. Me detuve en el portal de La Chonchi. Camas. En aquel momento pensé cómo me gustaría que la antigua amante del doctor me viese así vestida. Descarté la idea, sin sospechar lo que iba a ocurrir.
Había llegado la hora. Bajé el velo del sombrerito y me dirigí al banco. Mi destino era la cola de la ventanilla de Caja. No me sentía nerviosa, cosa que me extrañó.
Dejé la bolsa de equipaje en el suelo y quité el corchete del bolso de mano. Mientras esperaba mi turno, observé el interior. Al fondo, un despacho con cristales entintados en cuya puerta se leía «Director». Luego unas mesas en las que dos empleados con gafas y manguitos leían unos cuadernos enormes. Uno de ellos tenía delante un letrero que rezaba «Apoderado». Ni rastro de guardas armados.
Miré el reloj. La una menos dos minutos. Ahí fue cuando la vi: la Chonchi había entrado en el banco. Deseando que no me reconociera, el tic volvió a sacudirme la pierna.
La Chonchi no se colocó a la cola. Fue directamente hacia una de las mesas y se puso a charlar con el de los manguitos que no tenía letrero en la mesa.
Llegó mi turno.
—¿Qué desea, señorita?
—Quería abrir una libreta de ahorro con doscientas pesetas.
—¿Tiene usted veintiún años?
—No.
—Las mujeres no pueden abrir libretas de ahorro sin el consentimiento de su marido, padre o tutor.
—Pero yo no tengo padre, ni marido.
—No le puedo solucionar nada. Hable con el apoderado.
«Maldita sea, al lado de la Chonchi», pensé. No había llegado a la mesa que me indicaron cuando sonó el disparo.
—¡Al suelo! ¡No se muevan y no les ocurrirá nada!
Eran Manolo y Ruso. Me tumbé como el resto y acerqué el bolso de mano hasta mi pecho. Mis yemas ya acariciaban las cachas de la pistola. Comenzaba mi misión. Sólo actuaría si apareciese algún guarda de alguna dependencia y les sorprendiera por la espalda. En caso contrario, yo me limitaría al papel de víctima, una más del atraco.
—¡En nombre de la República, este banco queda expropiado!
Eloy entró en el habitáculo del cajero y comenzó a introducir billetes en una bolsa. Manolo se dirigió hacia el despacho del fondo y abrió la puerta de una patada. Desde mi posición distinguí los zapatos de tres personas: dos pares masculinos y uno con tacón de aguja. Y les gritó:
—¡Ustedes, al suelo!
Mientas Ruso cargaba la bolsa, Manolo vigilaba los movimientos de todos apuntando con el subfusil. Aquello duraba demasiado, o así me lo pareció. Enfrente de mí, también en el suelo, la Chonchi. Me miraba sorprendida, así que me había reconocido pese a mi aspecto.
De repente ocurrió lo que no deseaba. Por una de las puertas apareció un guarda armado con una escopeta de dos cañones. Aferré con fuerza la Tokarev dentro de mi bolso pero, antes de que la sacara, la mano de la Chonchi se puso sobre la mía. Meneó la cabeza, bajando los párpados.
Una ráfaga de balas sobrevoló al guarda, que se arrojó al suelo. No era necesaria mi intervención. Lo habían visto.
—¡Usted, ni se mueva!
El guarda obedeció y deslizó el arma por el suelo hasta donde se encontraba Manolo, que la recogió.
—Ya está todo —dijo Ruso.
Los dos abandonaron el banco corriendo. Afuera estaría estacionado el coche que habían robado y en poco tiempo estarían en las montañas.
En el recinto, estallaron los murmullos. Alguna mujer rompió a llorar. De a poco, comenzamos, uno a uno, a ponernos en pie.
—¿Llamó usted a la policía? —le preguntó el director al guarda.
—Sí, en cuanto oí el primer disparo.
—¿Hay alguien herido? —preguntó al resto.
Se oyó un «no» general.
—¿Cuánto se han llevado? —se dirigió al cajero.
—Cerca de cincuenta mil pesetas.
Mi mente se puso a calcular. Eran setenta familias de guerrilleros las que recibirían dinero. A cada una, el equivalente al sueldo mensual de un teniente de la Guardia Civil: setecientas pesetas.
—Señor director —dijo la Chonchi, agarrándome la mano—, si no le importa, mi sobrina y yo nos vamos. Que la pobre está histérica con lo ocurrido.
—Claro que sí, señora Chonchi. Si la policía necesita preguntarles algo, ya les diré que vayan hasta su casa.
—Muchas gracias. Pero les puede decir que no reconocí a ninguno. Es que con el pánico ni me fijé en sus rostros.
Salí del banco de su mano. Ella no decía nada: se limitaba a sonreír. Me llevó hasta la pastelería de la calle, la misma en la que Ventura me había comprado los dulces y los chocolates. Dos coches de policía hicieron su aparición. Ajenas al ajetreo, entramos en el local. Nos sentamos alrededor de una mesa circular de mármol blanco y, quitándose los guantes, solicitó a una de las dependientas:
—Dos chocolates, para mi sobrina y para mí.
Cuando nos los pusieron, y la dependienta se alejó, me dijo:
—Te han faltado unos guantes en la indumentaria, pero he de reconocer que tienes estilo.
—Gracias.
No sé por qué, pero me sonrojé.
—Déjame adivinarlo. El más joven de los dos era tu novio.
Sonreí, pero no contesté. Dimos un sorbo corto al chocolate. Quemaba. La Chonchi continuó hablando:
—Debí sospecharlo desde el primer momento que te vi. Alguien que ejerce de ayudante de Ventura tenía que estar, de un modo u otro, en el Movimiento de Resistencia.
Seguí sin decir nada, di otro sorbo al chocolate, y ella continuó:
—¿Te contó lo nuestro?
—Sí.
En ese momento fue ella la que guardó silencio y buscó algo en el bolso. Lo encontró: un pañuelo. Apoyó una de las esquinas contra el lagrimal, que a mí se me antojaba que no había soltado ni una lágrima.
—¿Y qué te dijo?
—Que el amor era el mayor asesino de sí mismo.
Sonrió.
—El Ventura de siempre —añadió.
Volvió a rebuscar en su bolso. Sacó un paquete de Gauloises y una caja de cerillas. Encendió uno. Depositó el fósforo en el platito de la taza.
—¿Quieres un cigarrillo? —me ofreció.
—Gracias. No fumo.
—Creí que sí. Como el otro día me robaste uno…
—Fue por curiosidad. Nunca había visto cigarros con filtro.
—Ah, es que todavía no se han sacado a la venta. Son de contrabando.
—¿Se dedica usted al contrabando?
—Ya sólo me quedaba eso, chiquilla. —Sonrió—. Se los regala a mis chicas un cliente nuevo. Un tipo muy desagradable con marcas de viruela en la cara.