24. Nombre de guerra

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Nombre de guerra

Manolo y su hermano Aurelio traspasaron la puerta. Volví a bajar descalza de la buhardilla y salté sobre ellos comiéndolos a besos.

—Déjame ya, Libertad —protestó Aurelio—, que alguna chica de esta casa se va a poner celosa.

Oía carreras en el piso superior que continuaron escaleras abajo.

—¡Aurelio!

Había aparecido la casi exgordita. Ambos se abrazaron, se besaron y desaparecieron. Fue en ese instante cuando la chica pasó a ser definitivamente exregordeta y se convirtió en Carmina.

Los demás nos sentamos alrededor de Manolo. El último en incorporarse fue Eloy.

—¿Qué tal la herida?

—El doctor me recomendó no hacer movimientos bruscos, pero puedo caminar y apenas me resiento.

—¿Te quedarás muchos días? —quiso saber el marino.

—Hasta mañana.

—Ferla estuvo aquí —intervino el padre de las muchachas—, y te dejó esta nota.

Manolo la leyó atentamente. Aunque no gustaba de mostrar sus sentimientos, un gesto de extrañeza se apoderó de su rostro. Después la dobló y la introdujo en un bolso de la zamarra.

—¿Malas noticias? —preguntó el marino.

—Desconcertantes, más bien. Ferla está empeñado en formar un ejército y me informaba de que salían hacia Madrid para establecer negociaciones con un antiguo coronel que pretende lo mismo.

—¿Por qué dices que son desconcertantes?

—Porque indica que el contacto que ha hecho posible la reunión es un tal Sevilla, un recién llegado del exilio y dirigente del Partido.

—¿Lo conoces?

—No, pero en enero ya intentó lo mismo con ese sujeto y la aventura no pasó de una entrevista misteriosa en Palencia. Hay algo que me huele mal.

—No te entiendo.

—Hace meses, el Partido despojó de su cargo a Ferla y trajo desde Francia cuadros políticos para reconstruir las células. Las desavenencias radican precisamente en si es conveniente la creación de un ejército a partir de la partida guerrillera como estructura básica. Ferla ha defendido esa tesis y el Partido se opone, unido a que siempre se ha negado a que vengan a dirigirnos comisarios políticos del exterior.

—Luego Sevilla será…

—No será, Moro. Es un infiltrado del fascismo o un miembro del Partido que va a ejercer el trabajo sucio para los burócratas: eliminar o vender a Ferla.

Así era Manolo, no poseía los grandes conocimientos del estratega, pero olía las celadas como los coyotes.

—Sea quien sea, Ferla no se dejará engañar.

—No sé, Moro. Su obsesión por unir toda la guerrilla le puede impedir ver lo que tiene delante de las narices.

El marino y el señor Moro interrogaban a Manolo sobre la situación en las cuencas mineras, en Gijón, en Oviedo… y en el resto de España. El tema de los que habían resultado muertos, heridos o encarcelados a resultas de enfrentamientos con la Guardia Civil fue el segundo punto central de la conversación. El tercero, el que me interesaba: qué iban a hacer.

—Saldremos mañana al anochecer —explicó Manolo—. Primero nos dirigiremos hacia un polvorín de la empresa Río Tinto con la intención de asaltarlo a las dos de la madrugada. Después desarmaremos un pequeño destacamento de la Guardia Civil en…

—¿No será mucho riesgo en una noche? —El marino frunció el ceño.

—No. Lo tenemos estudiado al milímetro. Bóger armará mucho revuelo dinamitando varias torretas en el Caudal. La Guardia Civil se verá obligada a desplazar efectivos hasta allí y no podrá responder con rapidez ante problemas tan distantes. Comenzará Onofre asaltando las empresas de la nueva traída de aguas hasta Gijón en La Faya de los Lobos. Su objetivo es apoderarse de la dinamita que emplean en las voladuras de la piedra. Y nosotros seguiremos de inmediato.

—O sea, que a vosotros os toca lo de Río Tinto y el cuartelillo.

—Y asaltar el Banco Herrero en Oviedo. Ya sabes, armas y dinero. Es lo que necesitamos en estos momentos.

—Entonces, ¿vendrán más de la partida?

—No —dijo Manolo, rotundo, y el señor Moro abrió sus ojos sorprendido—. Como Ruso está recuperado nos acompañará a Aurelio y a mí. Los tres nos bastamos.

—Yo también voy.

Mis palabras o mi seguridad provocaron un silencio, que rompió una sonora carcajada.

—Qué cosas tienes, Libertad. Ni estás preparada ni te necesitamos. Además, ya sabes que el Partido ha prohibido las mujeres en la…

—El Partido, el Partido… —Me levanté y pegué un puñetazo sobre la mesa—. Estoy harta de lo que dice y ordena el Partido. Yo quiero ser guerrillera. No quiero limitarme a servir de correo de las partidas o a ocultar clandestinos heridos en mi casa. Quiero combatir.

Lo que dije y el ímpetu con que lo hice me sorprendió a mí misma. Manolo se levantó y se acercó a mí. Me puso la mano sobre la cabeza y, en tono paternal, dijo:

—Libertad, no tienes ni dieciséis años…

—Los cumplo dentro de tres semanas.

Manolo sonrió.

—Si te llegase a pasar algo, nunca me lo perdonaría —dijo—. Y creo que Ángela debería saberlo, porque algo tendrá que decir.

—Si me pasase algo, será cosa mía. No tienes que preocuparte. Además, ya sé disparar.

—Y dispara bien —apoyó Ruso.

—No hemos traído más que tres mulos y…

—Puede ir en el mío. Pesamos poco —propuso Ruso.

—No. Tampoco hay armas suficientes. —Aun acorralado, Manolo se resistía a claudicar.

—Ferla me regaló la suya —dije, y deposité la Tokarev encima de la mesa.

Manolo miró el arma y la cogió, como para comprobar que era la auténtica.

—O sea, que Ferla se fue desarmado a Madrid. —Se había olvidado de nuestra discusión y ahora meneaba la cabeza—. Está loco.

Me devolvió el arma y se sentó.

—¿A qué hora salimos mañana? —volví a insistir, pero Manolo ya no me prestaba atención.

—¿Qué te dijo al darte el arma? —preguntó.

—«Tú eliges, mocita». Y, como ves, he elegido.

Quedó silencioso. Cuando por fin habló, lo hizo sin mirarme. Quizá sólo quería que, de una vez, me callase.

—Mañana a las doce de la noche. Y espero que estés preparada —dijo.

No sólo estaría preparada, sino también vigilante. No fuera que me la jugaran y partiesen sin mí.

Me retiré a la cama, con la satisfacción de haber conseguido lo que me propuse. Pero aquella noche, pensando en el peligro, en la muerte, en que a lo mejor era la última vez que viera a Ruso, no retiré sus manos de mi cuerpo. Y aunque yo era virgen y el novato, al alba, ambos pecados habían desaparecido.

Al día siguiente comenzó mi experiencia guerrillera agarrada a la cintura de Ruso, sobre la grupa del mulo. En cabeza iba Manolo, demasiado pensativo para mi gusto. En el medio, Aurelio, que de vez en cuando se rezagaba para ponerse a nuestra altura y burlarse de mi incorporación.

—Ahora que eres combatiente, necesitarás un nombre de guerra. Yo había pensado en La Leona de los Picos de Europa. ¿Qué te parece? —Y Aurelio soltó una carcajada, seguido por Eloy.

—Sois idiotas. Libertad es mi nombre, en la guerra y en la paz.

—Y cuando dirijas una partida de mujeres, serás Madame Liberté. —Volvieron a reírse.

—Mamarrachos.

—Como los burócratas del Partido se enteren de que los Caxigal han admitido a una mujer en sus filas —continuaba Aurelio—, nos van a acusar de vendidos al franquismo o de quintacolumnistas.

—Dirán: «Han contravenido ustedes el párrafo tercero de la encíclica marxista-leninista-estalinista, por lo que se les condena a unos días de vacaciones en Siberia».

Ante esta ocurrencia de Ruso, no pude menos que reírme yo también.

—Ssssh…

Siseó Manolo, que había empezado a enfadarse con nuestra cháchara.

—Veo a Manolo demasiado preocupado —dije, pegada al oído de Eloy—. ¿Es por mí?

—No. Es que Ferla, en la nota que dejó, le ordena que mate a tres nuevos que se incorporaron el mes pasado.

—¿Sabes el motivo?

—Sí. Asaltaron una taberna, se apoderaron de la recaudación y asesinaron a sus dueños sin que fuera necesario.

—¿A qué partida pertenecen?

—Habían solicitado la incorporación con los de Onofre, pero este se la había denegado porque actuaban como delincuentes comunes.

Me abracé con más fuerza a Eloy, también en nuestras filas había indeseables.

—¿Quién los va a matar? —le susurré.

—De eso siempre se encarga Manolo. La ética de los montes es sagrada para él.

Nos acercábamos al polvorín. Desde la loma divisamos lo que la luna nos presentó: la explotación minera en la vaguada. Una humilde bombilla, situada en lo alto de un palo, iluminaba una pequeña planicie rodeada por tres barracones. Nos acercamos, situándonos entre los matorrales y avellanos incrustados en la ladera. Y esperamos a que fuera la hora convenida en la que Bóger haría explotar las cargas en el valle del Caudal.

Descendimos de los mulos. Los tres cogieron los subfusiles, me entregaron las bridas y Aurelio sacó de la alforja una palanqueta. Manolo consultó el reloj y dijo:

—Si no hubo problemas, hace un cuarto de hora que Bóger cumplió. Ahora nos toca a nosotros.

Los tres, agachados y pegados a las paredes de un barracón, se dirigieron a la planicie iluminada. Yo me quedé entre los avellanos sujetando las riendas y acariciando las crines. Aurelio se pegó a la puerta del primer edificio; Ruso, a la del segundo y Manolo se dirigió hacia el tercero. Con la palanqueta rompió el candado y entró. Las otras puertas se abrieron. Dos guardas de la empresa salieron en dirección a Manolo portando escopetas, pero Ruso y Aurelio les apuntaron por la espalda:

—¡Al suelo! —les ordenaron.

Los guardas obedecieron. Mis compañeros de partida los desarmaron y los condujeron al interior de un barracón. Allí los dejaron amordazados para que el turno de trabajo de la mañana los descubriera.

Cogieron las dos escopetas, dos cajas de dinamita y otra de detonadores. Nuestro mulo cargó esta última por ser la menos pesada. Y emprendimos viaje hacia un pueblecito perdido en aquellos parajes, en el que la Guardia Civil tenía un pequeño cuartel.

Tras dos horas de viaje, llegamos a las afueras del pueblucho: diez casas conté, más la de los guardias. Seguíamos en las sombras. Los mulos se colocaron en paralelo y los tres guerrilleros planearon el asalto. Una vez más, me quedé con las riendas y acariciando crines.

Ruso y Aurelio corrieron por detrás del cuartel hacia la puerta principal. Manolo se dirigió hacia ella por el frente. El guardia de la garita salió y, apuntándole, gritó:

—¡Alto a la Guardia Civil! ¿Quién vive?

No le dio tiempo a más. A su espalda aparecieron los otros dos, encañonándole.

—No grites o disparamos. Baja el fusil y abre la puerta del armero.

El centinela hizo lo que se le ordenaba, tras buscar las llaves entre los bolsos del capote. Aurelio le empujó hacia dentro del cuartel, para que le sirviera de escudo por si aparecían más guardias armados. Manolo y Ruso entraron detrás.

Desde mi posición, sin saber qué estaba ocurriendo allí, palpaba nerviosa la Tokarev, asegurándome de que seguía conmigo. Oí dos disparos secos, potentes, que retumbaron en el valle. Los mulos se asustaron y tuve que tironear de las riendas hasta que mis manos quedaron en carne viva. Se calmaron y comencé a acariciarles el cuello. Mis nervios aumentaron y el tic en mi pierna derecha reapareció.

Tras unos diez minutos de incertidumbre, los tres salieron corriendo del cuartelillo cargados con fusiles de asalto. Llegaron hasta donde me encontraba.

—Sujeta los mulos —me ordenó Manolo—. Que cada animal lleve cuatro.

—¿Qué ha pasado? —pregunté a Eloy.

—Ya te lo contaré luego.

Los animales iban despacio; de vez en cuando nos bajábamos para aliviarles la carga. Amanecía. Los rayos del sol iluminaban el rocío y una ligera neblina se elevaba en el llano. A lo lejos se distinguían las luces de un pueblo.

—Aquello es la Pola —informó Aurelio—. Allí nos separamos.

—Cuéntame de una vez que ocurrió allí dentro —exigí a Eloy.

—Nada. Que cuando el guardia de la garita estaba abriendo el armero, aparecieron otros dos. Manolo tuvo que disparar una ráfaga al techo para amedrentarles. Se tumbaron en el suelo, los desarmamos y los dejamos allí atados. Y ya está.

—Prométeme que no matasteis a nadie.

—Prometido.

Habíamos llegado a la Pola. Era el momento de la despedida. Aurelio cogió las bridas de los animales y se perdió con ellos y su cargamento en el interior de los bosques. Nosotros permanecimos agazapados detrás de unas rocas a unos doscientos metros de la primera vivienda del pueblo.

Manolo repasó con nosotros los detalles del asalto al Banco Herrero en Oviedo. Lo haríamos los tres, sin Aurelio. Y yo, por fin, iba a tener un papel distinto al de cuidadora de mulos. Nos entregó cinco billetes de cien pesetas —la cara de Colón parecía sonreírme desde el papel— y uno de Francisco de Vitoria. Mil en total. Los guardé en el bolso de mis sayas.

—Os daré algún billete más pequeño para que no tengáis ningún problema con los gastos menores.

De su manojo de dinero, sujeto con una grapa plateada, nos entregó tres de cinco pesetas y diez de otros que apenas conocía: eran los de una peseta con la efigie de Isabel la Católica, expedidos recientemente por el Banco de España.

—¿Hay alguna duda de qué tiene que hacer cada uno en el interior del banco?

—No —contestamos Ruso y yo al unísono.

—Perfecto. Nos vemos en la calle Fruela a la una en punto.

Teníamos misiones diferentes hasta la hora fijada. Y allí nos separamos para ejecutarlas.