23
Ferla
Oímos abrirse la puerta. No podía ser Manolo: habían asegurado que no llegaría hasta dentro de tres días.
Me levanté, sin fijarme que lo hacía en camiseta y sin sayas, y me tumbé con el rostro en el hueco que comunicaba con el piso inferior. Oí dos voces desconocidas junto a la del padre de las muchachas.
De repente sentí en mis mejillas el aliento de Ruso. Se había tumbado a mi lado. Me rodeó con su brazo la cintura.
—¿Los reconoces? —pregunté, sin quitárselo.
—Sssh —siseó, apoyando su índice en mis labios.
Permanecimos en silencio.
—Moro —decía una voz ronca—, es necesario que se tiren trescientas circulares de estas.
—No sé si tendremos papel suficiente. Ya sabéis que…
—No te preocupes. Hace unas horas hemos asaltado la fábrica de papel y trajimos todos los rollos que han podido acarrear los caballos.
—¿Dónde lo tenéis?
—En la parte de atrás, en el establo. Dejamos allí a los animales.
—Habría que descargarlos.
—No te preocupes, ya lo hicimos nosotros antes de llamar.
—Viene de perlas este cargamento, Tito. Con el último número del periódico, casi lo habíamos agotado.
—No nos lo ponen fácil, ¿eh? Tienen más miedo a la letra impresa que a las balas.
—Hala, aprovechemos la oscuridad. Si te parece, entre los tres guardamos los rollos en el sótano.
Las voces se alejaron. Me giré hacia Eloy y le pregunté:
—¿Sabes quiénes son?
—Creo que uno es Tito.
—¿A quién te refieres?
—Al lugarteniente de Ferla.
—¿Ferla? ¿Estará con él?
—Es muy probable.
Si Ferla estaba allí, tenía que conocerle. Era preciso que viera su rostro. Quería saber cómo eran los rasgos de una leyenda, del general de milicianos que abrió una brecha en el enroque del fascismo en Oviedo.
De repente me di cuenta de mi casi desnudez. Aparté la mano de Ruso de mi cintura y me lancé en busca de las sayas. Me las puse deprisa.
—¿Por qué te vistes?
—Voy a bajar para conocer a Ferla.
—El de la voz ronca parecía él, pero no estoy seguro. Pero ¿no estás cansada de la…?
—¿Tú lo conoces?
—Claro que sí. En dos ocasiones, en las que se reunió con Manolo, estuve presente.
—¿Cómo es?
—Lleva el pelo muy corto, a cepillo. Parece un militar. Sus hombros son anchos, como de un atleta. Y sus ojos se te clavan igual que los de un gato.
—¿Qué sabes de él?
—Lo que me han contado.
—¿Y qué es?
—Pues que trabajaba en la fábrica de cementos de Tudela Veguín y estaba afiliado a la UGT. Cuando estalló la revolución del 34, lideró un grupo de milicianos que se apoderaron de la fábrica de armas de la Manjoya. Fue encarcelado hasta el triunfo del Frente Popular. Al comienzo de la guerra civil le encargaron el mando de un grupo de milicianos de las Juventudes Socialistas Unificadas. En octubre del 36, su grupo ya era un batallón, Batallón Ladreda. Sus golpes de mano en el sitio del Oviedo fascista fueron contundentes: desalojó un tabor de regulares de la Malatería, tomó la estación del Norte, llegó con sus hombres al Carlos Partiere y entró en la ciudad… En octubre del 37, le concedieron la Medalla de la Libertad
—¿Dónde están sus hombres ahora?
—Cuando los fascistas resquebrajaron el Frente Norte, los embarcó en el Musel, rumbo a Francia. Y él se quedó en las montañas.
Los tres habían regresado a la sala. Me volví a tumbar con la cara en el hueco, intentando escuchar lo que decían.
—Supongo que os apetecerá cenar algo.
—Sí, pero de inmediato nos vamos al pajar a dormir. Mañana queremos estar en ruta antes de que salga el sol.
Ya no se les oía. Aquello no podía quedar así. Comencé a descender las estrechas escaleras de madera. Iba descalza, pero lo prefería. Mis pies no hubiesen soportado otra vez el calzado.
—¿Adónde vas? —me preguntó Ruso.
—A conocer a Ferla.
—Estás tonta. Vente para la cama.
No me detuve y descendí al piso inferior. Me dirigí hacia la sala, desde donde llegaba la única luz. No me di cuenta de que ningún sonido delataba mis pasos y de que mi irrupción los sorprendería. Al entrar, me encontré con una pistola apuntándome a la cabeza. Era el del pelo a cepillo.
—¡Identifícate!
—Ferla —gritó el padre de las muchachas—, tranquilo. Es la enlace que ha venido con Ruso. Es hermana de Ángela.
El mayor de brigada bajó el arma y la colocó encima de la mesa. Intenté excusarme:
—Es que no me dormía y…
—Siéntate —me invitó Moro—, tomas un vaso de leche de cabra y ya verás cómo te viene el sueño.
Frente al cacillo lleno de leche, intenté disimular el hecho de que no me apetecía lo más mínimo.
—Nuestro caso —dijo Ferla— es el mismo que el de los indios en Norteamérica. Primero los derrotaron y se les condenó a vivir en la Reserva, luego invadieron sus territorios y los aniquilaron. A nosotros, desde el 39 nos confinaron en las montañas. Ningún país va a invadirnos para que regrese la democracia. Y aquí comienza la segunda fase: la aniquilación.
—Supongo que Toulouse estará al tanto de… —Moro no pudo terminar la frase.
—A Toulouse le importamos una mierda. ¿Quién anuló la invasión guerrillera del Valle de Arán? Llevo años peleando con Carrillo y sus burócratas, haciéndoles ver que los luchadores hemos quedado aquí, que el Partido se debe dirigir desde los montes. Pero no entienden o no quieren entender. Envían comisarios políticos para vigilarnos y creen que eso basta para cumplir con su gran labor de reconquista de la democracia. Comisarios que, con tal de salvar su pellejo, no tienen reparos en vendernos al fascismo.
—Supongo que ellos tendrán una visión más amplia que nosotros y…
—¿Qué visión, Moro? La de los burócratas: haz tú la revolución y yo te la dirijo. Pon tú los muertos.
—¿Y cuál es tu posición, Ferla?
—La que siempre he mantenido: el Partido quedó aquí. Los exiliados no han continuado la guerra ni sufren nuestras penalidades. Nosotros debemos dirigir la lucha, sin Carrillo ni Stalin. Ellos deben apoyarnos, nunca dirigirnos.
—¿Qué opinan los más jóvenes?
—Ahí tenemos un problema.
Ferla bajó la mirada, pensativo. Pero Moro insistió:
—¿Qué te preocupa?
—Las nuevas incorporaciones —dijo Ferla, alzando de nuevo la vista—. A veces creo que sólo persiguen su propio beneficio.
—No te entiendo.
—Por ponerte un ejemplo, el otro día, una partida asaltó un autobús de línea y robó a los viajeros. De golpe, nos creamos cincuenta enemigos. Así no vamos a ninguna parte. Los que no se forjaron en la guerra están cayendo en el pillaje, alejándose de planteamientos políticos. Tenemos que unir a todas las partidas y formar un cuerpo de ejército, en perfecta conexión con el resto, de la España resistente y con Europa.
—¿Quién dirige esos grupos de incontrolados?
—Son desconocidos para nosotros. Lo mismo pueden ser elementos de la contra disfrazados, como sinceros luchadores por la democracia que no saben ni dónde tienen su pie derecho ni el izquierdo o… simples delincuentes. La cuestión es que nos están haciendo mucho daño.
—Supongo que eso creará desconfianza en la red de apoyo.
—¿Desconfianza? Es algo más, Moro. Su táctica diaria sólo refuerza la propaganda del régimen de que somos unos bandoleros.
—¿Qué piensas hacer?
—Por las ganas ordenaría una limpieza en nuestras filas, pero esa no es la solución. Hay que conseguir encuadrar a todos en un ejército disciplinado con una única línea de actuación. Le guste o no a Toulouse.
—Estamos ciegos, Ferla, y parece que nos dirigen locos.
—No, Moro. Los locos somos nosotros y pretenden dirigirnos los ciegos.
Con el cacillo de leche de cabra en la mano, contemplaba a Ferla. Era como me lo había descrito Eloy: mandíbula cuadrada, ojos de felino, hombros de armario. Llevaba la camisa remangada hasta el codo, dejando ver sus potentes antebrazos de obrero de cantera. En su correaje transportaba dos granadas de mano y la funda de su pistola. No pude aguantarme y estallé:
—General…
Los tres pares de ojos se volvieron hacia mí con gesto interrogante.
—No soy general, llámame compañero Ferla.
—Compañero Ferla, ¿por qué no admitís mujeres en vuestras partidas?
—No lo permite el Partido. —Sonrió.
—Usted está en contra de lo que dicta el Partido.
—Pero no tanto, mocita. —Y guiñó un ojo.
La leche se terminó y no me quedaba excusa para permanecer allí. De repente, al mismo tiempo que se ponía de pie, Ferla dijo:
—Nos vamos a dormir. Aún podemos aprovechar cinco horas.
Tito y él cubrieron con los capotes sus uniformes llenos de correajes y granadas. Se despidieron de Moro y de mí, pero antes de llegar a la puerta, Ferla se giró. Extrajo su Tokarev, la depositó encima de la mesa y la empujó. La pistola se deslizó hasta que chocó contra el cazo vacío.
—Mocita, esa es la llave al infierno. Si no la coges, lo entenderé. Pero si lo haces, no hay camino de retorno.
Dio media vuelta hasta la puerta, que mantenía abierta Tito. A punto de salir, se giró de nuevo y se despidió:
—De todas formas, mocita, elijas lo que elijas, la República de hombres libres te da las gracias.
Y como si fueran fantasmas, se perdieron en la neblina de la noche.
La pistola era mía, me la había regalado el general. La coloqué en mi cintura y subí hasta la buhardilla. Ruso dormía. Oculté el arma debajo del colchón y cerré los ojos.
Ni Eloy al levantarse, ni el canto del gallo ni el sol en el tragaluz me despertaron: Lo consiguió un repiqueteo continuo. Aún somnolienta, me incorporé sobre el colchón y me giré hacia donde provenía: el cristal del ventanuco. Una paloma pugnaba por entrar. Le facilité la entrada y se dirigió hacia las demás, sobre el palo. En una pata llevaba un pequeño canuto de papel atado con un hilo. Lo desanudé, y leí: «Cerradas La Colladiella y Peña Mayor». Era lo que nos había adelantado Mocu. Recogí el regalo de Ferla y bajé al primer piso a entregar la nota.
Estaba vacío.
Me quedé en la Cocina, comiendo una manzana y recordando la escena de la noche anterior: había conocido a Ferla y me había regalado su pistola. La regordeta interrumpió aquel momento glorioso. Era evidente que se había propuesto introducirse en mis sueños.
—Ah, ya te has despertado.
—Buenos días. No sé cuánto tiempo he dormido.
—Son casi las doce. Pero no te preocupes por la hora, lo importante era que descansaras.
—Una paloma trajo esto. —Y le extendí el canutillo.
—Se lo llevaré a mi padre.
—¿Sabes dónde está Ruso?
—En el sótano, con la multicopista.
Se alejó silbando hacia el portón trasero que comunicaba con la huerta, pero antes de llegar, se volvió y, con una sonrisa tranquilizadora, dijo:
—Estoy prometida a Aurelio Caxigal, ¿sabes?
Juro que desde ese instante dejó de parecerme tan regordeta.
Busqué la puerta de acceso al sótano. Cuando la abrí, oí un ruido proveniente del interior. Nada más descender unos peldaños, comprobé su origen: el marino giraba una manivela y un aparato desconocido escupía hojas escritas.
—Buenos días, buscaba a Ruso.
—Está más abajo —gritó para que lo oyera.
—¿Más?
—Sí. Levanta aquella trampilla. —Y me señaló una argolla metálica que sobresalía entre los pliegos de papel esparcidos por el suelo.
Tiré con las dos manos de la anilla; la tapa de tablas se movió, apareciendo ante mí otro sótano. Bajé.
Las paredes estaban recubiertas de troncos cortados al medio y a lo largo, y en el techo, entre las traviesas de madera, grandes cantidades de lana apretada.
Allí se encontraba Eloy, con su Star en la mano apuntando a una lata de escabeche vacía. Sonreí al descubrir los dos casquillos de bala insertos en sus oídos. Efectuó un disparo. El estruendo disipó mi sonrisa.
—Ruso, ¿qué haces?
No me oyó, por lo que le coloqué la mano en el hombro. Se quitó las vainas.
—No te vi llegar.
—¿Qué es esto?
Entonces me explicó que el capitán de navío, el topo, llevaba años encerrado y se dedicaba a imprimir con la ciclostil el periódico y los comunicados de las diferentes partidas. Y que había construido una galería de tiro debajo del sótano, en la que se podían efectuar disparos sin que nadie del exterior se enterase.
Lo que se suponía que iba a demorarse tres días, hasta la llegada de Manolo, se convirtió en veinte. Aprendí a disparar con la Star y con la Tokarev, de la que me informaron que era el modelo TT33, como si eso tuviese alguna importancia para mí. Todas las latas de escabeche terminaron agujereadas y las cambiamos por pliegos de papel con dibujitos de Franco y de Hitler besándose. Hasta que las veía el señor Moro y se enfadaba con nosotros.
—Disparad a latas. Son más fáciles de encontrar que el papel.
Mientras tanto, yo ayudaba a las muchachas en la cocina y en el huerto. Era la encargada de los mensajes que las palomas transportaban, de los cuales siempre desconocí el destino y la procedencia. Y por las noches seguía quitándole las manos a Ruso, no sólo de mi cintura sino de todo el cuerpo. Fueron días duros para él: sólo le permitía un beso antes de dormirnos y otro por las mañanas.
Al anochecer de un día desdibujado en mi mente, oímos de nuevo la palabra Jerusalem.
Manolo Caxigal había llegado.