22
La Voz del Combatiente
Ajenos a pugnas por el poder en el Estado creado por el franquismo y a las tormentas de sangre que se avecinaban, aquel 2 de marzo no esperamos ni el alba ni el canto del gallo para levantarnos y coger nuestro petate. Aún era noche cerrada cuando Eloy y yo emprendimos la ruta hacia Villaviciosa. Un viento frío cargado de llovizna nos saludó. «Los primeros kilómetros son conocidos, así que no importa recorrerlos casi a oscuras», había dicho Ruso.
Evitábamos el asfalto y caminábamos por senderos pisoteados por los hatos de vacas. En el alto de cada loma, oteábamos los valles con los prismáticos. Ni rastro de parejas de la Guardia Civil, ni de contrapartidas del somatén. Las banderas militares de Valladolid y Palencia seguían acampadas en el llano sin que se detectaran movimientos de tropas. Las bordeamos por las laderas, mimetizados entre robles y algún rebaño de ovejas que se enfrentaba con los pastos.
—Aquello es Nava —dijo Eloy, señalando un grupo de casas cercanas—. Ya hemos pasado lo peor. A partir de aquí hay menos vigilancia.
—Llevamos muchas horas andando y tengo hambre.
—En cuanto rebasemos el pueblo, nos sentamos.
«En el llano, con cada hora de caminata se recorren unos cuatro kilómetros. Nosotros no podremos mantener ese ritmo a causa de la pendiente, pero después de Nava avanzaremos más deprisa», había dicho Ruso antes de salir. Lamentablemente para mis pies y mi estómago, él no mostraba síntomas de fatiga, ni parecía que la herida en la cadera le afectara. Era como si las semanas que pasó encerrado en casa hubiesen cargado una batería que comenzó a funcionar a pleno rendimiento.
Tenía razón, el terreno estaba cambiando. El relieve de los montes era más suave. Hasta la presencia de campamentos de fuerza armada en los claros había desaparecido. El pueblo fue quedando a nuestra derecha y sólo nos restaba superar una suave loma para detenernos a comer algo. En lo alto, una fortificación improvisada, reminiscencia de la guerra civil, se desmoronaba. Nos introdujimos en sus ruinas y mi guía apostilló:
—Aprovechamos para comer y resguardarnos. Pero no debemos quedarnos mucho tiempo porque enfriaríamos y luego nos resultaría más difícil continuar ruta.
Ni le escuchaba. Me limité a sentarme en una piedra plana y a abrir mi petate. Saqué la hogaza y un trozo de queso. Eloy revisó el cargador de la Star, luego los seguros. La depositó sobre la piedra en la que se había sentado, a su derecha. Sacó la navaja y cortó dos trozos de pan. Teníamos más hambre que ganas de hablar, así que nos limitamos a dar cuenta del queso, del chorizo, de las manzanas y… de una tableta de chocolate que había despistado de la despensa cuando te encontrabas distraída.
—Eloy, me gustaría aprender a utilizar la pistola.
—No es difícil. Cuando lleguemos a Quintes, te enseño.
—¿Cuándo aprendiste a disparar?
—Buf, hace mucho. Estaba en Leningrado y tenía catorce años.
—Yo tengo quince, el mes que viene cumplo los dieciséis y aún no sé utilizar ese trasto.
—Ya te enseñaré.
—¿Echas de menos Leningrado?
—No.
—¿No dejaste allí ninguna novia?
—Yo sólo he tenido una novia: tú.
—Yo no soy tu novia —dije, y me ruboricé.
—Todo se andará —respondió sonriendo.
—Eloy, ¿Rusia es como nos la pintan? —pregunté, más rápidamente de lo que cabría esperar.
—No te lo podría decir. Estuve poco tiempo, pero me trataron con cariño.
En mi vida había traspasado los límites marcados por las cumbres nevadas, por lo que cualquier sitio lejano se me presentaba como un mundo exótico, que sólo podía intuir por las novelas o por el vuelo de mi imaginación. De ahí mi interés en aquel momento.
—Cuéntame algo de aquello. Cuándo te fuiste, dónde te llevaron…
—Con una condición.
—¿Cuál?
—Que me dejes darte un beso.
—Primero me lo cuentas. —Me ruboricé por segunda vez.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo —aseguré, cruzando los dedos.
—Lo has prometido, luego no te eches atrás. —Tragó saliva y comenzó—: Fue el 27 de septiembre de 1937 cuando embarqué en el Musel, con mil cien niños más, rumbo a la Unión Soviética. Desembarcamos en el puerto de Leningrado y allí nos distribuyeron por las dieciséis Casas Infantiles para Niños Españoles, que eran antiguas mansiones de la nobleza rusa. Me instalaron en la novena. Fue una de las épocas más felices de mi vida, que terminó en el verano del 41.
—¿Qué pasó en ese momento?
—El 22 de junio, los nazis sitiaron Leningrado.
—¿Y vosotros?
—A la mayoría, sobre todo a los pequeños, los trasladaron a zonas en las que no había conflicto. Yo ya tenía catorce años y me presenté voluntario al Ejército Rojo. Me rechazaron, ni era ruso ni tenía edad para alistarme. Pero el cerco continuaba. Llegó el invierno. La ciudad se moría de frío, hambre y enfermedades. Y se fueron formando grupos de partisanos compuestos por civiles que habían traspasado la edad de alistamiento a los que nos uníamos chicos más jóvenes.
—¿Qué eran los partisanos? —pregunté, y Ruso sonrió ante mi ingenuidad.
—Eran como las partidas guerrilleras de aquí.
—Ah. O sea, que llevas de guerrillero…
—Desde los catorce años.
—¿Y qué hacías en los partisanos?
—Entrábamos por las noches en la retaguardia nazi y les saboteábamos el agua, el polvorín… Una noche nos descubrieron y una escuadra nazi nos hizo frente. —Y soltó una carcajada, aunque yo no le encontré la gracia a lo que contaba—. Nos dieron el alto. Estábamos rodeados. Comenzaron a apretar los gatillos de los MP-40. ¿Y sabes qué?
Negué con la cabeza.
—Las armas soviéticas resistían el frío, las alemanas no. De esas no salió ni una sola bala, se encasquillaban todas. Nos marchamos de allí sin dispararles. En aquel instante, tanto nosotros como aquella escuadra nazi supimos que Alemania iba a perder la guerra.
—¿Por qué regresaste a España?
—Yo no había visto ni sufrido lo que el fascismo había hecho aquí, pero sí fui testigo de las atrocidades nazis. Cuando terminó la Segunda Guerra, ya llevaba tres años de partisano. Pensé que lo que había aprendido podría servir para liberar mi patria de Franco, por eso pasé la frontera y regresé. Aquí soy de más utilidad que en Rusia. ¿Alguna pregunta más, ceHbopuma?
—No.
—Ahora, lo prometido.
Cerré los ojos y le puse morritos, pero…
¡Eloy me besó en la mejilla!
—¡Eres idiota! —exclamé, y me levanté enfadada, recogiendo las viandas sobrantes en el zurrón.
—¿Qué te ocurre?
—Nos vamos.
Le di la espalda y salí del búnker.
—Espérame. ¿Por qué te has enfadado?
—Por nada. Vamos.
Aquello había sido un mazazo a mis sueños. Las miradas huidizas, las sonrisas, los momentos en los que me cogía la mano cuando le limpiaba la herida, las charlas interminables hasta el anochecer se desvanecieron con aquel beso.
Hicimos el resto el trayecto en silencio, excepto por que, a cada tres pasos, Ruso repetía:
—Sigo sin comprender tu enfado.
—Porque eres idiota —le respondía.
Llevábamos quince horas recorriendo senderos y pastizales. Oscurecía. A lo lejos, desde una pequeña colina, se adivinaba la costa. Mi cuerpo era un amasijo de dolores, sobre todo por las ampollas en los pies. Quería llegar a un río o al mar para poner mi cuerpo en remojo. Y tumbarme. Y dormir.
—Ya queda poco —me animó Ruso.
Entramos en Quintes de noche. Caminábamos como ladrones, pegados a las fachadas de las casas eludiendo la luz de las dos farolas de la calle principal y la de la luna.
Llegamos hasta una casa en las afueras del pueblo, rodeada por un enorme huerto lleno de berzas. A través de las cortinas se distinguía la luminosidad de una vela. Ruso golpeó tres veces el portón de roble con la palma de la mano.
—¿Quién vive? —gritaron desde el interior.
—Jerusalem —respondió Ruso.
Apagaron la vela. Así, si la contraseña era la correcta, nadie en la distancia distinguiría cuántas figuras entraban.
—¿A qué santo te has encomendado?
—A san Malaquías.
La puerta se abrió.
—Pasad, deprisa —nos dijo un hombre de pelo blanco.
Al cerrarse la puerta a nuestras espaldas, la luz regresó al interior. Cuatro personas nos dieron la bienvenida: el hombre de pelo blanco, otro moreno con barba muy poblada y dos chicas un poco mayores que yo.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó el de la barba.
—Bien. Excepto pastores, no hemos encontrado a nadie —contestó Ruso.
Las muchachas, que habían salido un momento, irrumpieron en la estancia con dos barreños.
—Agua con sal —dijo la mayor—. Poned los pies a remojo.
Mientras nos sentábamos, Ruso se encargó de efectuar las presentaciones. El del pelo blanco era el propietario de la casa y respondía por su apellido: Moro. Las dos muchachas eran sus hijas, Asunción y Carmina. Ambas tenían un pelo rizado y oscuro, y la más regordeta era la joven. El de la barba había sido capitán de navío y se refugiaba desde hacía cinco años en la casa sin salir para nada, lo que conocíamos entonces como un topo. Todos formaban una estación clandestina de paso y avituallamiento de las partidas guerrilleras. Pero no sólo eso.
Apenas sumergimos los pies en el agua, nos dejaron solos. Por unos momentos, disfrutar del alivio para mis ampollas me hizo olvidarme de cualquier cosa. Cuando volví a prestar atención a lo que me rodeaba, el marino, desde otra habitación, decía:
—… lo vea Caxigal se va a enfadar.
—¿De qué hablan? —pregunté a Ruso en voz baja.
—Del periódico.
—¿Qué periódico?
—Este. —Y recogiendo un manojo de hojas esparcidas encima de una mesa, me las entregó.
La Voz del Combatiente, rezaba el titular. Eran cuatro folios mal impresos en los que se daban a conocer acciones de las partidas y comunicados de Ferla, el comandante jefe en Asturias del Movimiento de Resistencia Española. Los textos indicaban que el objetivo principal era demostrar que existían, ante la censura del régimen en relación a sus actos. Y que sus acciones no tenían como fin el lucro personal o el simple bandidaje, sino que respondían a un criterio político.
Moro entró entonces en la sala sosteniendo un ejemplar del periódico. Pisándole los talones, el de la barba se quejaba, con grandes ademanes:
—Fíjate, donde dice «robo», debimos escribir «expropiación».
—Ha sido un solo fallo. Creo que puede pasar.
—Ferla y Caxigal nos lo han advertido: nada de palabras como robo, asalto, asesinato o secuestro. Hemos de hablar de expropiaciones en nombre de la República, juicios populares, impuestos a la propiedad…
—Ya. Pero es un único error. Casi no se ve.
—La próxima vez hay que revisar palabra por palabra. Pero antes, y no después de echar a andar la ciclostil.
Las dos chicas se unieron a nosotros para anunciar:
—La cena está preparada.
Nos secamos los pies y nos dirigimos hacia la mesa. Una fuente de manzanas y una cazuela de barro llena patatas y cordero asado nos dieron la bienvenida. Las dos chicas situaron a Ruso entre ellas. Mientras una le servía vino, la otra elegía por él las partes más carnosas del cordero. Parloteaban y reían como dos niñas pequeñas abriendo su regalo de Navidad.
No eran guapas. Al menos, no más que yo, pensé en aquel momento. La que era regordeta —o así prefería verla yo— parecía la más entendida respecto a la situación política y se atrevía a polemizar con su padre y el marino. Ruso no perdía palabra del debate, y atendía alternativamente a los interlocutores como si siguiese un apasionante partido de tenis. Me dio la impresión de que, cuando hablaba la chica, sonreía. Al terminar de cenar, cuando las dos hermanas llevaron los platos sucios al fregadero, me arrimé a Ruso y, casi al oído, le pregunté:
—Tú y yo ¿somos novios?
Me miró sorprendido, enarcó las cejas y respondió:
—Claro que sí.
Le puse la mano en la nuca y atraje su cara hacia la mía. Ante su sorpresa y la de los dos que nos contemplaban, le besé en los labios. Cuando llegaron las muchachas, la regordeta hubo de sentarse lejos de Ruso, porque yo había ocupado su silla.
—Vosotros dormiréis en la talamera —dijo Moro, señalando el desván.
Antes de que pudiésemos responder, el marino le anunció a Ruso:
—Caxigal pasará dentro de tres días por aquí y te recogerá. —Luego, dirigiéndose a mí, agregó—: ¿Quieres quedarte hasta entonces o prefieres salir mañana para tu pueblo?
Eché un vistazo hacia la regordeta. Después me volví hacia el hombre y, alzando el mentón, exclamé:
—Espero a Manolo, así le doy un mensaje de mi hermana.
Ya tendría tiempo de inventarme alguno, decidí.
Poco después, por unas escaleras estrechas de peldaños construidos con ramas y portando una vela, accedimos hasta la buhardilla. En una esquina, sobre un palo, dormían palomas con un anillo en la pata derecha. No había ventanas, salvo un tragaluz desde el que se contemplaba el cielo. En medio de dos nubes y durante un par de segundos, apareció un cometa. Lo suficiente para que le pidiera mi deseo.
De pronto, noté que sólo había un colchón grande de lana en medio de la buhardilla.
—Tú de ese lado y yo de este —le dije—. Ni se te ocurra tocarme o te parto la cara. Y date la vuelta mientras me quito las sayas.
Sonrió y se giró hacia las palomas. Quedé en enaguas y me introduje deprisa entre las mantas, tapándome hasta el cuello y colocándome de espaldas a él. En menos tiempo del que esperaba, Ruso estaba bajo la frazada, deslizando una mano por mi cintura.
—¡Quita!
—Pero…
Tres golpes en la puerta interrumpieron su protesta. Reconocimos luego la voz de Moro:
—¿Quién vive?
—Jerusalem.