2. Zona de guerra

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Zona de guerra

En aquellos tiempos, una vez por semana, tú y yo emprendíamos la ruta hacia el horizonte dibujado por el monte de Tres Concejos. Seguíamos la ribera del Nalón, entre los helechos, hasta iniciar el ascenso por las laderas. Recuerdo que aquel día coloqué un cartón en mi zapato izquierdo para evitar que el rocío traspasase el pequeño hueco en la suela desgastada. Pero casi prefería la humedad al roce del cartón, pues sospechaba que me provocaría una llaga.

Ángela, siempre caminabas delante. Te bautizaron así por nacer un 27 de enero, festividad de Santa Ángela de Mérici, fundadora de las Ursulinas. Al igual que para ella, cualquier desvalido era tu causa. Así te recuerdo desde que nací, once años más tarde y recién estrenada la II República, por lo que me llamaron Libertad. Pero recordarás que en el 38, don Cosme, el cura del pueblo, exhortó a nuestra madre para que me cambiara el nombre, ya que no aparecía en el Santoral. Entonces, con siete años pasé a llamarme María, aunque en el monte seguía siendo Libertad.

Portábamos unas cestas de mimbre con algo de comida y sacos de cuerda vacíos y, entre las sayas oscuras y largas que recogíamos al traspasar algún charco, llevábamos escondido un manojo de cartas atadas con un fino cordel.

El valle conservaba el color verde salpicado del amarillo del codeso; el ocre aún no había hecho su aparición. Todavía evoco el aroma a heno y a manzana, la hierba resbaladiza y una brisa barriendo de hojarasca la ladera. Las vacas tumbadas en los cercados nos miraban indiferentes mientras rumiaban el trébol de la braña. No divisábamos a nadie, pero sabíamos que la montaña tenía mil ojos.

El monte, sus senderos, las praderas de la pendiente, algún riachuelo a nuestro paso, los manzanos ya a lo lejos y el pueblo en lo hondo servían de decorado al asentamiento en el llano de las Banderas militares de Valladolid y Palencia. El cruce de las dos grandes cuencas mineras seguía siendo zona de guerra.

Caminábamos hacia La Colladiella. Peña Mayor se erguía imponente a su espalda. Algún pajarraco despistado, al que no le advirtieron que se acercaba el invierno, aún planeaba entre los eucaliptos rozando los manzanales. Sólo nuestros pasos quebrantaban el silencio.

Aquel día nos cruzamos con una pareja de la Guardia Civil. Sus figuras envueltas en aquellas capas verdes dibujaban una sombra siniestra sobre el paisaje. Tomaste la iniciativa, sabías cómo tratarles.

—Buenos días, señores guardias.

—Buenos días —respondió el bajito, un recién llegado al pueblo desde Andalucía, al que llamaban el Coreano. Era moreno hasta rabiar. La primera vez que le vi creí que era moro.

—Ángela, ¿por qué nos tratas de señores, si me conoces desde la escuela? —Era Florencio, alias Mocu, delgado, con nariz aguileña y bigote tan fino que no tocaba el labio superior ni la nariz. Tu eterno pretendiente.

—Es que el uniforme impone.

Mocu y el Coreano sonrieron, hincharon el pecho y estiraron sus hombros.

—Como debe ser: respeto a la autoridad.

—¿Cómo es que estáis tan lejos del pueblo? —preguntó Mocu, desconfiado como siempre.

—Vamos a recoger bellotas para los cerdos antes de que anochezca. —Y abriste la cesta, mostrando los sacos vacíos

—Lleváis demasiada comida —opinó Mocu.

—A lo mejor sí, pero ya sabes que el monte abre el apetito —dijiste, tuteándolo, y yo sabía cuál sería el siguiente paso—. Íbamos a sentarnos a comer algo. Si les apetece…

—Estamos de servicio y no deberíamos…

—Coreano, no creo que transgrediéramos las ordenanzas por aceptar la invitación.

—Venga, no se haga de rogar, que ustedes también caminan mucho —insististe.

No pronunciaron ni una palabra más. Se limitaron a sonreír y a esperar que les preparáramos unos bocadillos de chorizo con trozos de queso. Ahí fue cuando desataste la larga y morena melena, para desabrochar disimuladamente el primer botón de la camisa y que tus grandes ojos adquirieran un brillo especial.

—¿No tienen calor con esas capas?

—Sí, pero el servicio es el servicio —respondió el Coreano.

Les entregamos sus bocadillos y nos sentamos en la hierba con los nuestros, mientras ellos permanecían de pie. Mocu no apartaba la vista de tu escote.

—No se retrasen mucho en el regreso —nos aconsejó el Coreano, al despedirse—. Procuren evitar la noche. Nos han dado el chivatazo de que los bandidos de los Caxigal andan por esta zona.

—No se atreverán, con ustedes por aquí y los militares en el llano…

En cuanto se alejaron y tuve la seguridad de que no nos oían, no pude contenerme:

—Ángela, no entiendo por qué les hemos dado de comer —te recriminé.

—María, eso carece de importancia. Lo importante es que no sospechasen y nos cachearan —dijiste, y me acariciaste la cabeza.

Nuestro destino no estaba escrito ni prefijado y lo desconocíamos. Simplemente caminábamos y caminábamos. No se veían ni el fondo del valle ni las cúspides rocosas, sólo la densa vegetación que nos rodeaba. Si las montañas tienen ojos, el bosque no los necesita, pues olfatea murmullos y siente angustias, quizás a causa de los picaros y socarrones diablillos que habitan en las copas de los árboles, según murmuraban las comadres.

De repente, de entre los troncos de los eucaliptos comenzaron a aparecer guerrilleros con metralletas en bandolera que protegían nuestra espalda. Todos vestían uniforme maltón azul con correajes negros, y el cinturón sostenía un cacillo de aluminio vuelto hacia abajo para evitar la suciedad. El más joven llevaba un gorro isabelino con birrete rojo; el resto usaba boina o traía la cabeza descubierta. Habíamos penetrado en la zona de asentamiento de una partida de milicianos.

—Ya hemos visto que no os ha seguido nadie —dijo Manuel, el jefe, y agregó dirigiéndose a ti—: Cada vez eres más hábil despistándolos.

Como tantas veces, ambos os fundisteis en un abrazo que me pareció eterno, porque los ojos de los demás se clavaron en mí. Luego nos sentamos alrededor de Manuel y le hicimos entrega de lo que esperaban con ansia: las cartas de los familiares, novias o amigos.

—Ruso —gritó Manuel—, repártelas.

El más joven de la partida se acercó, aprovechando para mirarme de soslayo, mientras ladeaba su gorro isabelino. Yo me sonrojé.

Mientras desanudaba el hatillo, Ruso volvió a mirarme. Oculté mis ojos dirigiéndolos a Manuel y a ti.

Después oí a Ruso pronunciar el nombre de cada guerrillero al que le habían llegado noticias.

Ruso fue llamando a todos menos a dos. Uno era Raque, que seguía de espaldas a nosotros vigilando la loma, oculto tras el sotobosque de helechos. Él no esperaba ninguna carta porque pertenecía a otra partida, la de Onofre. Sólo se encontraba allí para coordinar sabotajes. El otro era el propio Ruso, del que nadie conocía su localización. Aunque su nombre era Eloy, le llamaban Ruso por ser un niño de la guerra al que habían embarcado en el 37, cuando sólo contaba con diez años, hacia la Unión Soviética. Ocho años después, había regresado a su tierra para empuñar un fusil.

—La situación es tensa, Ángela —te explicó Manuel, después de que le pusieras al tanto de los movimientos de la gente del pueblo—. Ferla se ha enfrentado a la dirección del Partido en Toulouse. Defiende que el Partido quedó aquí, en las montañas, que la lucha se debe dirigir desde estos montes…

Me costaba entender lo que decía. Sólo sabía que Ferla había sido mayor de brigada en la guerra civil y uno de los jefes guerrilleros. Con él estaban sus antiguos lugartenientes, Bóger y Manuel, que mandaban partidas autónomas. Manuel respetaba a Ferla y se fiaba de él, no en vano había estado bajo sus órdenes en la guerra como sargento con sólo veinticuatro años.

Querías conocer los pormenores, te iba el alma en ello, y preguntaste:

—¿En qué afecta eso a la lucha?

—En todo. —Manuel hizo un silencio y miró al cielo—. Si el Partido pudiera lo relevaría de su cargo por otro más obediente. Y él lo sabe, de ahí la huida hacia delante de los últimos meses…

—Te refieres a…

—Desde el 18 de julio del 46 no hemos parado de cometer sabotajes. Ferla ordenó incrementarlos en el décimo aniversario del inicio de la guerra. Y comenzamos con la voladura de las vías para evitar la visita de Franco. Luego…

Escuchaba a Manuel enumerar varios asaltos a bancos, voladuras de torres de alta tensión, como la de Electra, y líneas férreas cortadas, sobre todo la que unía Gijón con León. Pero no estaba del todo atenta, pues perseguía con la mirada los movimientos de Ruso. Le vi acercarse hasta Aurelio, el hermano menor de Manuel, y decirle algo. Aurelio sonrió y se dirigió hasta donde nos hallábamos.

—Ayer volamos la Central Eléctrica de Villaviciosa y… —decía Manuel en ese momento.

—Tenéis a Libertad aburrida con tanta cháchara. Mejor me la llevo.

Me alejé de vosotros, que seguramente también queríais estar a solas, y acompañé a Aurelio hasta donde se sentaban los otros miembros de la partida que no estaban haciendo guardia.

No sé por qué Aurelio, cinco años menor y diez centímetros más bajo que Manuel, siempre me trataba como a una hermana pequeña. Su rostro no reflejaba la dureza forjada en batallas perdidas, como la de su hermano, pero su tez también estaba curtida por la brisa de las cumbres y sus rasgos eran tan afables como limpia su mirada.

—Hala, haced un hueco para una señorita —exigió Aurelio al grupo que releía sus cartas por enésima vez.

Fue Eloy, el Ruso, quien se levantó y me cedió su sitio. Después todos comenzaron a preguntarme por el valle, por sus gentes.

Me sentí como la protagonista de una película americana, de aquellas que veíamos los domingos, llevando al cine la silla desde casa. Y con tanto entusiasmo como ignorancia e ingenuidad, pregunté a mi vez:

—¿Por qué no admitís mujeres en vuestras partidas?

—El Partido no lo permite —respondió Aurelio—. Dicen que crearían tensiones innecesarias entre nosotros.

A mis incendiarios quince años no les conformaba la directriz del Partido.

—Pero he oído que en el sur hay mujeres en la guerrilla —insistí.

—Son anarcosindicalistas.

—Pues yo también quiero ser anarcosindicalista.

Todos rompieron en una carcajada, y comenzaron las explicaciones políticas, demasiado complicadas para mí. El apostolado guerrillero era de lo que no podían renegar.

Me aburría y busqué con la mirada tu auxilio para que acudieras a mi rescate, pero no os vi ni a ti ni a Manuel.

Ruso comenzó a narrarme cómo había volado la línea férrea para dejar detenido a Franco en León durante doce horas. Si lo que quería era impresionarme, lo logró.

—Coloqué la dinamita debajo de los raíles, haciendo un agujero al lado de las traviesas de madera, y Aurelio y Manolo tendieron los cables…

De repente el canto de un pájaro provocó el silencio de todos: se trataba de Raque, que imitaba a cualquier animal del bosque.

—¡Todo el mundo en alerta! Han soltado las vacas en los prados.

Hasta yo sabía lo que significaba: los labriegos habían visto movimientos de tropas y la única forma que tenían de alertar a la guerrilla sin que sospechasen de ellos era espantar al ganado por el valle.

—Es un batallón del Ejército —aseguró Camblor, el guerrillero más alto de la partida, que oteaba el valle con los prismáticos—. Se está desplegando para iniciar una batida.

Las piernas me temblaban y perdía el equilibrio. Sólo acerté a buscar apoyo en el tronco del árbol más próximo.

—¿Dónde está Manolo? —preguntó Raque.

—Estoy aquí —respondió saliendo de entre unas matas. Tú saliste detrás, acomodándote el pelo.

—No es la Legión, son soldados de reemplazo de Infantería —sentenció Camblor, sin apartar los binoculares.

—No vienen en nuestra búsqueda —opinó Raque—. Es muy tarde para una batida. Yo creo que salen de maniobras.

—Recoged todo y aseguraos de que lleváis las armas cargadas —ordenó Manuel—. Hasta aquí aún tardarán una hora, tiempo suficiente para que nos refugiemos en Peña Mayor.

—Podríamos hacerles frente —sugirió Ruso—. Ocultos entre los eucaliptos les tenderíamos una trampa. A lo mejor liquidamos a cincuenta.

—Muchacho, no somos un ejército. Somos guerrilleros —contradijo Manuel en tono paternalista—. Y sólo libramos las batallas que tenemos la seguridad de ganar con el mínimo de bajas.

—¿Y nosotras? —pregunté en un susurro dirigido a ti, pero fue Manuel quien me respondió.

—Os venís con nosotros hasta que desaparezca el peligro.