19. Alimañas de la guerra

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Alimañas de la guerra

El teniente Martín consultaba impaciente el reloj. El coronel Blanco Novo le había citado para las doce en punto a una reunión, cuyo orden del día desconocía.

—Traslade al coronel que ya he llegado —dijo Martín al brigada secretario.

—Usía ha ordenado que sólo se le avise cuando se encuentren presentes los cuatro.

—¿Quiénes son los otros?

—El teniente Padilla, el sargento Fernández y el cabo Artemio.

Martín no pudo disimular su gesto de repulsa ante el encuentro con ellos. «Las alimañas de la guerra», murmuró. Odiaba a cada uno de los tres por un motivo distinto. Había solicitado para el cabo la expulsión del Cuerpo por sus métodos ante los guerrilleros heridos, ya que no los detenía ni les posibilitaba asistencia sanitaria. Se limitaba a rematarlos, clavándoles un puñal en el pecho hasta que expiraban desangrados. Pero la solicitud del teniente se había perdido en los recovecos de la Dirección General. A Fernández le acusaba, además de por copiar a Artemio en el uso del puñal, de utilizar el Cuerpo para su venganza personal. Hacía años la partida de los Castiello había matado a su hermano en un enfrentamiento en la playa de La Franca. Desde entonces no acataba más orden que la búsqueda de la partida, relegando todos los servicios que se le encomendaban. Padilla era el más execrable, ya que al ser el superior jerárquico, no sólo consentía, sino que fomentaba aquellos abusos. Sus hombres saqueaban los cadáveres y, en más de una ocasión, incendiaban las granjas y caseríos sospechosos de dar cobijo a las partidas, y lo hacían sin evacuar a las personas ni a los animales. «Hasta en la guerra se deberían seguir unas normas», se decía Martín.

El primero en llegar fue el sargento.

—A la orden, mi teniente. —Martín le respondió de mala gana, pero con una cortés inclinación de cabeza, antes de comenzar a recorrer el pasillo despacio, con las manos cruzadas detrás de la espalda.

Padilla y Artemio llegaron charlando y riendo en voz alta.

Al verlos, el brigada secretario se levantó de su cubil y les comunicó:

—Señores, el coronel ordena que pasen.

Los recién llegados, conocedores de la jerarquía, se quedaron rezagados esperando que el teniente Martín accediera en primer término. Le siguió el teniente Padilla, más moderno en el escalafón, después Fernández y, cerrando, el cabo Artemio.

Los cuatro se colocaron en línea sosteniendo el tricornio contra el cuerpo, el brazo doblado perpendicularmente, y esperaron a que Martín prosiguiese con el protocolo.

—¡Firmes, ar!

Los tres se cuadraron a la voz del teniente. El taconazo de Artemio destacó del resto, pues en sus visitas a la comandancia siempre se calzaba borceguíes con una chapa metálica en el tacón. Martín se adelantó y, dirigiéndose al coronel, le dijo:

—A la orden de usía, mi coronel. Sin novedad.

—Mande descanso, teniente —ordenó el coronel Blanco Novo.

Martín obedeció y los cuatro mandos abandonaron la posición de firmes. El coronel abrió su caja de puros, cogió uno y lo cortó con sumo cuidado. Después de la primera calada, dijo:

—Les he mandado llamar para indicarles el nuevo cambio de rumbo que el Director General de nuestro benemérito Cuerpo, el excelentísimo teniente general Camilo Alonso Vega, ha ordenado siguiendo las instrucciones del Caudillo. Concretamente esta mañana le he telefoneado para que me aclarase algunas dudas al respecto. Resueltas las mismas, les he llamado para el traslado a ustedes de los pormenores.

El coronel palpaba la tensión entre sus mandos, por lo que prefirió añadir algo de teatralidad a su discurso. Hizo una breve pausa, se levantó despacio y se dirigió a la pared donde colgaba un retrato de Franco a tamaño natural, posando con el uniforme de capitán general.

—Desde el final de la guerra hasta este momento —prosiguió—, como ustedes saben, la situación en nuestros montes fue de una especie de coexistencia sin agresiones con los fugaos. O pueden llamarlos guerrilla roja, si lo prefieren. De vez en cuando se producían enfrentamientos, que eran conducidos según los parámetros de cualquier batalla. Hasta se dieron situaciones de connivencia de nuestros guardias con los perseguidos…

Los cuatro mandos formados se removieron algo incómodos, antes de que el coronel continuase.

—No pretenderán negarme que esto es así. No necesito estar en primera línea para saber lo que ocurre entre mis subordinados. Situaciones de connivencia, les decía, que se materializaban en venta de balas a los fugaos, intercambio de víveres, aceptación de sobornos, información de rutas y horarios de nuestras patrullas… Hasta se ha visto a fugaos jugando partidas a las cartas con nuestros guardias en una cantina de Turón. ¿Cuántos fugaos bajan a las fiestas de los pueblos y acuden a sus bailes ante nuestras narices? ¿Quieren que les dé algún nombre? Sin ir más lejos, El Peque. No hay baile por la Cuenca del Caudal al que no acuda. ¿Tienen algo que decir a esto?

—¿Da usía permiso para hablar?

—Hable, Martín.

—Mi coronel, al terminar la guerra, los grupos de las montañas incrementaron considerablemente su número y armas. La única fuerza que les hizo frente fuimos nosotros. Siempre se les ha perseguido como a bandidos. Incluso se ha negado ante el mundo su existencia. Tuvimos que crear desde cero la red de informadores mostrando simpatía hacia las gentes de los pueblos para que se confiaran a nuestras guardias. Ese acercamiento es el que se cuestiona ahora, cuando el único esfuerzo con resultado favorable en toda España ha sido el nuestro. También han sido nuestros la mayoría de los muertos. Hasta el Ejército asentado en el llano tiene problemas para localizarlos en sus batidas. Nunca se ha hecho nada que antes no se hubiese ordenado.

—Pero el mundo cambia, Martín. Y con él las órdenes.

—¿A qué se refiere, mi coronel?

—Lo que usted ha dicho es cierto. Al estallar la guerra mundial nadie conocía el resultado y eso se trasladaba a nuestros guardias. Algunos pensaban como la chusma republicana: que si caía Italia y Alemania los aliados nos iban a invadir. De ahí que no se persiguiese con la suficiente energía a los del monte, creyendo que ante una invasión, igual cambiaba la tortilla y había que acercarse al otro bando. Pero la contienda ha terminado y nadie nos ha invadido ni nos invadirá. Aquí se abre una nueva etapa, en la que los métodos y tácticas anteriores han de ser apartadas por obsoletos. Fíjense que hasta ellos se han dado cuenta. Antes del verano pasado interceptamos un correo del Partido Comunista dirigido a Ferla, en el que le acusaban de timorato por su forma de dirigir la guerrilla en Asturias. De ahí su cambio a una táctica más agresiva. Y si ellos cambian, nosotros también.

—¿Da usía su permiso para hablar?

—Hable, Martín.

—Esa nueva etapa que se abre, ¿va a suponer un relevo en las unidades y mandos que actuaban hasta ahora?

—Ahí quería llegar. Efectivamente, teniente. En esta nueva etapa vamos a ir renovando las unidades. Será un periodo de transición de… unos tres meses. Los guardias seguirán en sus destinos, pero este será un plazo adecuado para que las nuevas incorporaciones se adapten al terreno y, cuando consideremos que están preparadas, sustituyan del todo a las anteriores. En un proceso…

Martín no podía disimular su gesto de contrariedad. Sabía que las fuerzas a replegar serían las suyas. Por el contrario, Padilla se mostraba eufórico, su modus operandi era el elegido en la nueva etapa. Y ninguno de los dos atendía a las explicaciones del coronel de cómo se iban a ir solapando los trabajos de ambos, hasta que dijo:

—Además, la razón principal para la sustitución es el traslado a sus nuevos destinos de los guardias que hablan demasiado o se encuentran muy identificados con las gentes de los valles. Está en marcha una operación secreta contra los forajidos que obligará a un hermetismo absoluto. Dicha operación secreta tiene como eje principal…

—¿Da usía permiso para hablar? —interrumpió el sargento Fernández.

Blanco Novo regresó a su sillón. Golpeó con el índice el puro y los dos centímetros de ceniza cayeron en el recipiente de latón. Dio una calada larga, contempló la punta encendida del habano y expulsó el humo contra ella. Miró a Fernández y dijo:

—Permiso concedido, sargento.

—Con el debido respeto, mi coronel. Usía nos va a contar los pormenores de una supuesta operación secreta contra el bandidaje y los rebeldes al Estado que al parecer se va a desarrollar dentro de unos meses…

—Así es, sargento.

—Mi coronel, entre las funciones propias de mi rango no se encuentra la de ser conocedor de operaciones secretas. Mi tarea es cumplir lo que se me ordene. Si usía no tiene inconveniente, prefiero retirarme. Cuando tenga que ejecutar esa misión, que se me llame y la cumpliré con todo mi coraje. Además, aún queda mucho tiempo y las paredes oyen. Si al final no se llevase a cabo porque ha habido alguna filtración, quiero que mi nombre quede limpio.

El coronel dio otra calada al puro. Expulsó el humo y dirigió una mirada a los cuatro, preguntándoles:

—¿Alguno más opina como el sargento?

Los nervios de Martín y Padilla no afloraron, pero les era difícil controlarlos. Ambos sabían que fuera quien fuese el elegido, no se podría fiar del otro. Tal vez la actitud del sargento era la más sensata, pero ninguno dio el paso al frente. Ante el mutismo reinante, Blanco Novo sentenció:

—Puede retirarse, sargento.

Fernández dio un taconazo y en voz alta dijo:

—Mi coronel, ¿ordena usía algo más?

—No, puede retirarse.

—A la orden de usía. —Elevó el brazo y concluyó—: ¡Arriba España! ¡Viva Franco!

Dio media vuelta y, con paso marcial, salió del despacho. El coronel rellenó el silencio con otra calada y prosiguió:

—Al parecer, Falange tiene la posibilidad de introducir un topo entre los rebeldes del monte en unos meses. Han pedido el apoyo de la Guardia Civil al Caudillo. Y su excelencia se lo ha concedido, ordenando al teniente general Camilo Alonso que me lo trasmitiera. De momento, lo que ustedes tienen que conocer es que desde este preciso momento vamos a brindar todo nuestro apoyo a Falange.

—¿Da usía su permiso para hablar?

—Permiso concedido, teniente Padilla.

—Mi coronel, ¿quién va a ser el encargado en la comandancia para llevar los contactos con Falange? ¿Quién dirigirá nuestras unidades en el frente?

—Yo seré el encargado de la conexión directa con Falange, teniente. El frente lo va a mandar usted.

Padilla sonrió. No podía disimular su satisfacción por relegar a Martín al mando de las unidades sobre el terreno. Era la victoria que llevaba esperando desde hacía mucho.

—Cumpliré como el mejor, mi coronel.

—No esperaba menos, teniente. Así que a partir de ahora, usted y el teniente Martín deben establecer una comunicación constante para ir solapando los efectivos actuantes en el terreno hasta que el relevo sea total. ¿Tienen alguna pregunta? ¿Alguna duda?

—No, mi coronel —gritaron los tres.

—Pueden retirarse. Usted, Martín, quédese un momento.

El teniente Padilla y el cabo Artemio salieron del despacho.

—¿Contrariado, teniente?

—¿Puedo ser sincero, mi coronel?

—Se lo ruego.

—Si iba a contarnos lo de la operación secreta de Falange, no entiendo por qué dejó que el cabo Artemio estuviese presente.

El coronel sonrió.

—Para que deje de ser secreta. ¿Ha comprendido?

—Sí, mi coronel.

—Estos advenedizos de Falange —Blanco Novo se levantó de su sillón y se paseó por el despacho— vienen a enseñarnos nuestro trabajo en nuestra propia casa. A jugar a guardias y ladrones, como si la guerra contra la guerrilla fuera una cosa de niños.

—Entonces, ¿por qué no me dejó a mí al frente del operativo?

—Por dos razones. La primera es que a usted se le nota en exceso que le repugna el que vengan a darnos lecciones desde los despachos a los que nos dejamos el pellejo por las montañas. Por eso son mejores Padilla y los suyos: irán entusiasmados.

Dicho esto, el coronel regresó a su mesa a depositar la ceniza.

—¿Y la segunda, mi coronel?

—La segunda es… —Blanco Novo cogió una carpeta verde oliva, con el emblema del Cuerpo en la portada y la impresión «Alto Secreto» y se la tendió a Martín— esta.

El teniente la abrió. Sólo contenía una ficha con anotaciones y una foto pegada. Leyó para sí: «Francisco Cano Román, alias don Carlos. Nacido en Tánger el 14 de junio de 1908. Hijo de Francisco nacido en Linares y de Carmen nacida en Chipiona».

Martín alzó los ojos y cerró la carpeta.

—¿De quién se trata, mi coronel?

—Del supuesto topo que va a introducir Falange en la guerrilla. Esa es su próxima misión.

—No comprendo, mi coronel.

—Dentro de unas semanas lo traerán a la provincia, si es que no se encuentra ya aquí. Y si son ciertos los apuntes de su ficha sobre sus gustos refinados, estoy seguro de que lo alojarán en un hotel de lujo.

—Sigo sin…

—Contravigilancia, teniente. Su misión a partir de ahora es conocer los movimientos de nuestro nuevo amigo.