18
Sepulcros blanqueados
Al día siguiente me desperté antes de que cantase el gallo. Te había oído levantarte y me había desvelado. Me incorporé de inmediato de la cama y te acompañé hasta el establo con la intención de ordeñar la vaca y ayudarte con el abono antes de que llegasen los agricultores que lo habían encargado. Al entrar nos llevamos una sorpresa: Pin ya no estaba, pero había amontonado el estiércol antes de irse.
—El pobre nos ha pagado el alojamiento en el pajar recogiendo las boñigas —comentaste.
—No nos vendría mal su ayuda. Me hubiese gustado que se quedara.
—No lo hará, Libertad. Sabe que siempre lo van a tener vigilado, por eso no nos quiere comprometer.
—Buenos días.
No me había percatado de que un hombre con sombrero de paja, subido a un carro tirado por dos bueyes, se había detenido ante nosotras.
—Buenos días, Aquilino —respondiste—. Puedes cargar el abono cuando quieras.
—Así me gusta, una mujer de palabra.
Se apeó de un salto, cogió la horca de siete púas metálicas y comenzó a cargar el carro. Yo me dispuse a ordeñar la vaca.
—Deberías esperar a que yo terminase —me aconsejó Aquilino—. Con el viento puede escaparse alguna paja desde el biergo o el carro y caer en la leche.
Pensé en don Cosme, el cura, y seguí ordeñando. Si cayese algo sería para su ración.
Cinco pesetas recaudaste con el estiércol, y me las entregaste.
—Pasa por donde doña Justa, le entregas esta bolsa con la ropa zurcida y recoges la que te dé para esta semana. Compras latas de sardinas: con tres bastará, no robes ninguna. Y dos kilos de garbanzos, si es que los tiene baratos.
Ni el cura ni su ama pasaron a por la leche. O se habían dormido o aquella mañana no pensaban desayunar, me dije. Así que, sin esperarles, me dirigí hacia la consulta de Ventura. Casa Justa aún no había abierto sus puertas, por lo que dejé para más tarde las compras. «Ventura Gómez. Médico. Piso 2.º», rezaba la placa que había colocado en el portal. Subí hasta el pequeño piso y, al entrar, me llevé una sorpresa.
—Buenos días, don Cosme. ¿Cómo, usted por aquí?
—Esperando mi turno.
Fue escueto, así que no pregunté nada más. Dejé el hatillo con la ropa de doña Justa debajo de la mesa de recepción. Me coloqué la bata blanca y comencé a repasar las visitas que teníamos aquella mañana, anotadas por el doctor en la agenda. La primera era un cambio de vendaje en un codo, el cura era el segundo paciente y el tercero era don Pedro, el tendero. Aquello me extrañó: estos dos no eran el tipo de clientes que solían requerir al doctor, pensé.
—¿Sabes si Ventura tiene para mucho con el que está dentro?
—Si es sólo cambiar un vendaje, en un minuto termina.
Se le notaba impaciente. Tenía las dos manos en los bolsos de su sotana y, cuando sospechaba que no le veía, se rascaba la entrepierna. Dejé de mirarle, para no soltar la carcajada. El primer paciente salió del despacho. Era un muchacho.
—Puedes quitártelo la próxima semana —le dijo Ventura a modo de despedida—. María, ¿quién va ahora?
—Don Cosme.
Al escuchar su nombre, el cura se levantó deprisa y entró en el despacho. El doctor cerró la puerta. La curiosidad me carcomía, pero no pude arrimar la oreja porque ya había llegado don Pedro.
—Buenos días. ¿Hay alguno delante de mí?
—No. Sólo el párroco, pero acaba de entrar.
Permanecía de pie, nervioso. De vez en cuando me daba la espalda e introducía su mano en el bolsillo del pantalón, rascándose disimuladamente. ¿Este también?, me pregunté.
—Haga exactamente lo que le he dicho. Azufre o bálsamo del Perú cada ocho horas —dijo el doctor tras abrir la puerta.
El cura abandonó el piso sin pronunciar palabra.
—Puede pasar, don Pedro.
Ningún enfermo más en lista. Revisé la página de visitas a domicilio. No había ninguna anotación para aquella mañana. Si era así, mi trabajo del día estaba cumplido.
El doctor acompañó a don Pedro hasta la salida y, antes de despedirse, le recordó:
—Las inyecciones de bismuto o Salvarsán en las dosis que le he indicado. Es una lástima que no me quede penicilina.
Aquello me extrañó, pues yo sabía que el doctor guardaba varios frasquitos como si fueran oro sagrado.
Al quedarnos solos, Ventura me tomó del hombro.
—Anda, prepara mi maletín —dijo—. Hoy tenemos una visita a domicilio muy importante.
Lo cogí y comprobé que contuviera todo lo que siempre debíamos llevar. El doctor añadió tres frascos de su oro sagrado.
Bajamos a la calle. Casa Justa ya había abierto. «Realizaré las compras al regreso», dije. Y el Ford T emprendió la ruta hacia las afueras del pueblo.
Un hato de vacas espoleadas por el bambú del caporal nos obligó a detener el coche casi al final del camino de tierra. El doctor seguía sin mencionar cuál era nuestro destino. Cuando abandonamos el sendero y enlazamos con la carretera asfaltada, le pregunté adonde íbamos.
—A visitar a la Chonchi.
No la conocía y mi curiosidad no era tan grande como para seguir preguntando. Pero cuando el coche traspasó Sama y luego La Felguera con rumbo a Oviedo, no me pude contener.
—¿Quién es la Chonchi?
—Mejor pregúntalo en pasado. Hace diez años, era una militante de la CNT.
Recorrimos los cuarenta kilómetros que nos separaban de la capital en hora y media. Nada más entrar en la ciudad, el coche bordeó el parque San Francisco y estacionó en la calle Fruela. Aquello no era como el pueblo: la gente iba bien vestida y sus rostros no estaban avinagrados. La calle estaba llena de comercios con escaparates vistosos, y había dos oficinas bancarias y farolas globo en las aceras.
Dos muchachas pelirrojas, bien peinadas y luciendo el traje azul de la Sección Femenina de la Falange, pasaron a mi lado y emitieron unas risitas burlonas al verme descender del viejo coche con mi bata blanca y el maletín.
—Que no te acoquine la pequeña burguesía ovetense —recomendó Ventura.
Le seguí, sin poder evitar que mis ojos se clavasen en el escaparate de una confitería. Dulces y chocolate, un lujo muy lejano para nosotras.
—Aquí es —exclamó, ante una placa en la que se leía: «La Chonchi. Camas. Primer piso».
Subimos y, al llegar, el doctor golpeó la puerta dos veces. Una señorita, delgada y que se me antojó guapa aunque llevase un lunar postizo en la mejilla, nos recibió. Vestía un camisón de seda rosa que trasparentaba la lencería negra. Los labios estaban pintados de un rojo claro brillante y lucía una sortija en cada mano. Se quedó callada unos instantes, pero rompió el mutismo con una pregunta:
—¿Ventura?
—El mismo.
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
—Diez años.
Ni se saludaron, como si el tiempo trascurrido careciera de importancia. Nos condujo hasta una pequeña sala con una mesa camilla en el centro, cubierta con un mantel blanco de ganchillo. Sobre él, un paquete de Gauloises y un macetero con hortensias moradas.
—Sentaos.
Extrajo un cigarro, lo encendió y, después de expulsar el humo, añadió:
—¿A qué debo tu visita?
—Tus clientes, Chonchi. Tienen todos la…
—Que se jodan.
—Debes ponerte en tratamiento, así como las chicas que tengas enfermas y dejar esto una temporada.
—Ni hablar. Necesito el dinero.
—Pero lo puedes perder todo. Te pueden denunciar por ejercer la prostitución y terminar en la cárcel.
—¿Denunciarme? No me hagas reír, Ventura. Pero si el gobernador ha dormido aquí y hasta tengo un obispo de cliente.
—Si alguien te denunciara, ¿alguno de ellos confesaría ser tu cliente?
La Chonchi estampó el Gauloises en la tierra del tiesto. Se acercó al pasillo y, dando tres palmadas, gritó:
—¡Chicas, pasen todas a verme!
—Vete preparando las jeringuillas —me dijo Ventura.
Coloqué el maletín encima de la mesa camilla y saqué el bote metálico con las agujas. Me fijé en el cigarro aplastado en la tierra: tenía filtro, como había asegurado Pin. Faltaba conocer cómo se convertía aquello en una cuchilla. Nadie se fijaba ni en mí ni en el paquete. Cogí un cigarro.
—¿Tiene dónde calentar agua? —pregunté.
—Claro que sí, acompáñame.
Dos muchachas delgadas con batas idénticas a la de Chonchi caminaban perezosas por el pasillo.
—Vosotras dos, pasad a la salita que os van examinar —les ordenó ella.
La seguí hasta una cocina de carbón en la que las brasas calentaban una perola llena de alubias y berzas. Cogió un cazo pequeño y lo llenó de agua.
—Aquí tienes —me dijo.
Apartó el potaje y en su lugar puse el cazo. Cuando introduje las jeringuillas, me cogió del mentón y giró mi rostro examinándolo desde todos los ángulos.
—¿Cuántos años tienes?
—Quince.
—Habría que disimular un poco ese aire de pueblerina, pero con unos retoques aquí y allá… Si alguna vez necesitaras unas pesetas, ven a verme.
Sonreí, pero permanecí callada. Luego me preguntó:
—¿Sigue bebiendo?
—No —respondí rotunda—. Hace mucho que lo dejó.
Pareció contrariada, más por el hace mucho que por el no. Sin añadir nada, regresó a la salita. Pero antes de salir de la cocina, se apoyó en el marco de la puerta y me espetó:
—Para otra vez, si quieres un cigarro, pídelo, no lo robes.
Transcurrieron los diez minutos con el agua hirviendo y acerqué las jeringuillas al doctor. Las dos chicas estaban sentadas fumando. De tanto en tanto, echaban miradas de reojo hacia Chonchi. Ventura rompió el silencio dirigiéndose a la madame:
—Deben cuidar la higiene y tratarse con azufre o bálsamo del Perú. Ahora les pondré penicilina, pero si vieras que no la encuentras en ninguna botica o en el mercado negro, que les inyecten Salvarsán o bismuto. Y llamas de inmediato a algún médico para que os haga un reconocimiento más exhaustivo.
En cuanto les puso la penicilina, las muchachas regresaron a sus habitaciones.
—Ahora tú, Chonchi.
—Te equivocas conmigo, Ventura. Hace mucho tiempo que me retiraron.
Ventura la miró por encima de sus lentes, esbozó su cínica sonrisa y le preguntó:
—¿Quién te ha llevado al buen camino?
—Uno. No importa su nombre. ¿Cuánto te debo?
—Págame sólo la medicación.
Chonchi extrajo un fajo de billetes de cien pesetas del liguero. Sacó uno y lo colocó encima del mantel de ganchillo con el rostro de Colón hacia arriba.
—Cógelo, no tengo calderilla.
En la puerta, antes de despedirnos, se quedó mirando a Ventura, pero a continuación bajó los ojos y preguntó:
—¿Me has perdonado?
El doctor descendió un peldaño.
—¿Te has perdonado tú?
¿Qué carajo había ocurrido entre ellos?, me pregunté mientras bajaba hacia la calle.
Otra vez el escaparate de la pastelería. Ventura detectó mi huidiza mirada y abrió la puerta del establecimiento.
—Entra y coge lo que quieras. El cura, el tendero y la Chonchi nos invitan.
Bombones, dos tabletas de chocolate y pasteles: en mi vida me había sentido más feliz.
Las dos pelirrojas de la Sección Femenina se volvieron a cruzar conmigo camino del Ford T. Las miré con mayor atención, tenían una especie de puesto en la calle y repartían octavillas. Me entregaron una. «La labor de las cátedras ambulantes», rezaba el encabezamiento.
Salíamos de Oviedo en dirección al pueblo. Un edificio grisáceo y enorme, en cuya puerta colgaba la bandera bicolor del águila imperial, llamó mi atención. «Comandancia de la Guardia Civil», rezaba en letras de bronce sobre la fachada. Ahí era donde remitimos la carta de Pin, pensé.
Y ahí sería donde comenzaron a moverse los hilos de lo que nos vendría encima días más tarde.