17. Pin en el pueblo

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Pin en el pueblo

La noticia alegró mucho a Ventura. Yo no me acordaba de Pin, pues debía de tener seis años cuando lo apresaron en la misma escaramuza en la que mataron a mi padre.

Íbamos caminando hacia la casa mientras ambos recordabais anécdotas con él. En casi todas lo pintabais como una persona tan ingenua que llegué a creer que era tonto.

En la habitación, Ruso estaba tumbado en la cama leyendo a John Reed.

—¿Por dónde llevas la lectura? —le preguntó Ventura.

—Están tomando el Palacio de Invierno.

—¿Todavía estás por ahí? —exclamó sorprendido el doctor—. Si las revoluciones se hicieran al ritmo que tú lees, aún estarían preparando la toma de la Bastilla.

—Es que todo lo que cuenta el libro ya me lo sé. Me lo enseñaron en el colegio de Leningrado.

—Si lo llego a saber te traigo los Evangelios, que allí no los enseñan. —Carcajada general. Verle bromeando me alegraba, más aún después del mal trago que pasó con la molinera—. A ver, bolchevique, levanta la camisa, que quiero ver esa herida.

Eloy dejó el libro encima de la mesita de noche y se desabotonó la camisa.

—Va bien —dijo Ventura después de palpar meticulosamente alrededor de la cicatriz—. A partir de ahora has de caminar más y hacer gimnasia.

—¿Gimnasia?

—¿Qué pasa, no hacíais gimnasia en la patria del socialismo? —Sí.

—Pues para recuperarse es muy buena. A ver, ponte de pie que te voy a enseñar unos ejercicios.

Ruso se sentó en la cama con dificultad, apoyó las manos en las rodillas y fue irguiéndose con un gesto de dolor. Ventura extendió su brazo: la barrera entre nosotras y el herido nos impidió ayudarle. Cuando se puso de pie, Ventura volvió a ordenar:

—Vete haciendo lo mismo que yo. Elevamos los dos brazos por encima de la cabeza y luego… así, despacio… Luego vamos doblando la cintura hasta intentar tocar con la punta de las manos el suelo.

Como si fuera una especie de juego, nosotras también acompañamos los ejercicios. Los dedos de Eloy apenas llegaban a los pies. Para ti y para mí aquello era muy fácil, pero al doctor le resultaba casi imposible traspasar las rodillas.

—Doctor —le dijiste sonriendo—, está usted más oxidado que ese viejo coche que usa.

—El Ford T y yo somos de artesanía.

Otra carcajada. Después nos enseñó otro ejercicio que Ruso debería repetir veinte veces al día, y cuando se disponía a mostrarnos el tercero, golpearon en la puerta.

—Libertad —me dijiste—, corre a ver quién llama. Pero no abras, sea quien sea.

Desde la cocina, desplacé un poco el visillo de la ventana. Se trataba de un señor alto, con zamarra de cazador y boina negra calada. Miré sus manos, grandes y gruesas. No lo conocía.

—Ángela, no sé quién es —susurré.

—Ruso —ordenaste—, ni te muevas.

Fuiste directa a la puerta y la abriste con prudencia. Te quedaste mirando en silencio el rostro del desconocido y preguntaste:

—¿Pin?

—No me digas que tú eres Ángela. Eres ya una mujer hecha y derecha. A mis brazos.

Y te abrazaste a él.

—¿Cuándo llegó al pueblo?

—Esta mañana. He estado por ahí viendo lo que no se llevaron las bombas.

—¿Lleva muchos días en libertad?

—Dos semanas, pero estuve en Madrid cargando camiones con patatas o carbón para ganar unas pesetas. Pero no hablemos de mí, ¿qué tal está tu madre?

Rompiste a llorar. Pin no esperó la respuesta, simplemente te abrazó de nuevo. Ventura se dirigió al exterior y yo detrás de él.

—Espero que la prisión te volviera más inteligente, por lo menos al nivel de un pollino.

—¡Ventura!

Los dos se abrazaron, momento que aprovechaste para secarte las lágrimas con el extremo del delantal.

—¿Y esta mocina? —preguntó Pin señalándome—. No me digáis que es Libertad.

—Sí, soy yo —respondí, y me quedé inmóvil. Nunca había estado en una situación en la que la otra persona me reconociera, y yo a él, no.

—Eres ya una mujer. Si tu padre levantase la cabeza y te viese… Me acuerdo cuando, en la defensa de la casamata situada por encima del río Polio, le alcanzó la metralla y, a punto de morir, me dijo: «Si sales de esta, cuídame a la pequeña, Pin».

Al oírle, mis ojos se humedecieron.

—Ya veo —intervino Ventura— que sigues teniendo la misma sutileza que un buey.

—No se quede a la puerta, Pin. Pase y cene con nosotros.

Los demás fueron entrando. Yo me rezagué para buscar la palangana con agua en el establo. Tenía que lavarme la cara. No deseaba que un amigo de mi padre me viera con los ojos enrojecidos.

Me quedé un rato contemplando mi rostro en el agua quieta. «Si me viese, ¿qué pensaría mi padre de mí?», me pregunté, antes de romper a llorar.

Cuando regresé ya le habíais presentado a Ruso y le habíais contado sobre él.

—¿Os importaría que me quedase unas noches a dormir en el pajar hasta que encuentre trabajo?

—Siento —dijiste— no poder ofrecerle una cama. Pero Ruso ocupa una y en la otra dormimos mi hermana y yo.

—Después de Carabanchel, en el pajar estaré como en el cielo. La vaca y yo nos daremos calor.

—Vayan sentándose, que entre Libertad y yo les preparamos algo de cenar.

—María —me dijo Ventura—, trae las hogazas del coche. Por lo menos que la molinera pague media cena.

Recuerdo aquella cena más por la tertulia que por la comida, poco variada, como era habitual: unos huevos fritos, un poco de queso del que preparabas, manzanas en abundancia y rebanadas del pan de centeno «por gentileza de la molinera», como decía Ventura.

De repente me acordé: «¡La lata de sardinas que le robé a doña Justa!». Me levanté de un salto.

La había guardado detrás de los cuatro libros que teníamos encima de una repisa de la habitación. La cogí y regresé. Al colocarla encima de la mesa, anuncié:

—Hoy es un día de fiesta.

—¿De dónde sacaste esa lata? —preguntaste.

—Se la robé a doña Justa.

Los tres hombres sonrieron, pero tú me dirigiste una mirada de recriminación.

—No lo vuelvas a hacer. No quiero más disgustos en esta casa.

—Bueno —dijo Ventura desplegando una sonrisa picara—, hoy la cena la pagan a medias la molinera y la Justa.

Todos reímos. Eso era lo que admiraba del doctor: su capacidad para no tomarse en serio ciertas situaciones.

La velada continuó. Ventura y Pin coparon la charla, hablando del campo de concentración de Miranda del Ebro, uno, y de Carabanchel, el otro. Ruso, Ángela y yo nos limitábamos a escuchar.

—Yo me pego un tiro antes de que me detengan —afirmó Eloy.

—Que te conste —intervino Ventura— que muchos lo hicieron.

Y siguieron hablando de la comida, de los trabajos forzados, de los guardianes, de los horarios, de los fallecidos…

—Las dictaduras centran la culpa de las desgracias en un grupo social determinado. Así, las iras de la chusma se desvían hacia ese grupo y no cuestionan la propia dictadura. Hitler y Mussolini lo hicieron con judíos, homosexuales, eslavos y gitanos. Franco añadió a los masones y a cualquiera que apoyase la democracia.

El doctor añadía alguna reflexión de esas antes de cortar otra rebanada de pan.

Entonces Pin nos habló por primera vez del Francesito. Lo hizo con verdadera adoración.

—Cogió el filtro de un cigarro y lo convirtió en una cuchilla…

Luego nos contó lo de los desafíos constantes del Francesito a los guardias, lo del cristal, lo del trozo de azulejo con el que apuñaló al jefe de guardianes y de su frialdad al ajusticiarlo.

—Más que un combatiente por la democracia o un soldado republicano, parece que me estás describiendo a un asesino profesional o a un miembro de la mafia.

—No —respondió Pin algo ofendido ante la insinuación de Ventura—. Era un hombre entrenado por el Partido en Toulouse para apoyar a la guerrilla, pero lo capturaron.

—¿Y qué ha sido de él? —preguntó intrigado Ruso.

—No lo sé. Supongo que después de lo que le hizo a Morales lo fusilarían o le darían garrote.

La conversación se prologaba. Tú bostezabas, pero yo estaba disfrutando.

—Ventura —dijo Pin—, ¿cómo saliste de Miranda de Ebro?

—Por mis cojones.

—¿Escapaste?

—No. Desde el 41 casi no quedábamos españoles. La mayoría eran norteamericanos de las Brigadas Internacionales. También había rumanos, franceses… Compañeros que vinieron de todas las partes del mundo a apoyar a la República. En el 43 los brigadistas organizaron una huelga de hambre, a la que me sumé. La causa de la protesta fue nuestra oposición a los interrogatorios que la Gestapo llevaba realizando desde hacía dos años. La presión internacional y la del gobierno norteamericano fueron muy fuertes y no les quedó más remedio que darles el billete de salida. Yo me uní a ellos como uno más, pero nunca tuve intención de ir a San Francisco.

—Es muy tarde —interrumpiste—. Yo os dejo seguir hablando, pero me voy a dormir. Los que han comprado el abono de la vaca vienen mañana muy temprano a recogerlo y he de madrugar.

—Los demás también deberíamos pensar en retirarnos.

—Espera —dije intrigada—, Ventura. ¿Sigue abierto ese campo de concentración?

—Cuando salí en el 43 sólo quedaban unos tres mil extranjeros. Me dijeron que a muchos los trasladaron a Nanclares de Oca o los pusieron en libertad. Al parecer, ahora lo han convertido en un centro de entrenamiento de reclutas.

—Entonces —dijo Pin—, ¿tú no tienes que cumplir la cuarta instrucción?

—¿Qué es eso?

—La que nos obliga a los de la condicional a dar parte de nuestros movimientos todos los primeros de mes hasta que nos concedan la libertad definitiva.

—No. A un miembro de la Columna Durruti reconvertido en brigadista internacional esas instrucciones no le afectan.

—Pues yo he de redactar mi informe.

—Se lo escribo yo —ofrecí, llena de entusiasmo.

—Hala, pues escríbeselo —dijo el doctor—, pero yo me retiro que mañana he de seguir viendo desgracias en mi consulta.

Ventura subió a su Ford T y, después de varios intentos, aquel cacharro arrancó. Encendió las luces, que alumbraban menos que la dinamo de una bicicleta, y se alejó sendero abajo. Eloy también se fue a la cama. Yo limpié la mesa y me acomodé al lado de Pin con una pluma y un cuaderno.

—Cuando quiera, señor Pin.

—No me digas lo de señor. Pin a secas. Y creo que se debe empezar por la fecha.

—Bueno, pues a 2 de febrero de 1947 —dije en voz alta mientras lo escribía.

—«Me llamo José Suárez Álvarez y tengo el número…» —fue detallando Pin las claves que le habían dado como obligatorias a la hora de rellenar aquel informe—. «Desde que salí de prisión he trabajado en Madrid en la empresa…». No, no —se desdijo—. Ordás me instruyó para que no se incluyesen nombres en estos informes. Todo debe ser verdad, pero muy ambiguo. Así no se comprometerá a nadie.

—¿Quién es Ordás?

—Ordás era mi amigo y, además, el jefe de la célula del…

Yo le escuchaba embelesada. Para mí todo aquello era nuevo. Jamás había salido de nuestra casa, en medio de la ladera, y sólo conocía el pueblo y las montañas.

—Vamos a terminar, que es muy tarde. Vete escribiendo… «Ahora me encuentro en mi pueblo y mañana me acercaré hasta una serrería en Gijón, en el barrio de Cimadevilla, en la que me han dicho que necesitan gente».

—Ya está —dije satisfecha.

—Mañana no te olvides de echarla en Correos.

—No se preocupe, mañana le pongo sellos y directa al buzón.

No apunté en mi diario esa noche cuáles serían las consecuencias de esa carta. No tenía modo de saber que, nada más llegar a destino, se convertiría en la espoleta que activaría la Operación Exterminio.