16
La vida en el pueblo
Eloy se restablecía de la herida e intentaba caminar apoyado en los muebles o sobre un trozo de rama de avellano que le había acercado Ventura. Se aburría en la casa. Nadie debía verlo, pero él tenía que caminar. Cien vueltas daba por el pasillo y en la habitación. Tras una docena se tumbaba a leer Diez días que estremecieron al mundo de John Reed, un libro prohibido que le dejó el doctor. Pero Ruso era alumno de Manolo Caxigal: poca teoría, mucha acción y nada de revoluciones con catecismo, por lo que abandonaba la lectura cada diez páginas. A ese ritmo, pensé, no lo terminará jamás.
La limpieza de la casa, preparar la comida, cuidar del huerto y el ganado eran tareas tuyas. Mi única labor diaria era ordeñar la vaca y atender a don Cosme cuando llegaba montado en su mulo a por su diezmo y a la señora Juana —siempre sospeché que su única comida del día era el medio litro de leche que le dábamos.
Aquella fue la época en la que comencé a ayudar al doctor Ventura en sus visitas a enfermos que no tenían ni una peseta con la que pagarle. Mi misión consistía en mantener surtido el maletín con todo lo necesario, desinfectar con agua hirviendo los utensilios e ir aprendiendo a colocar inyecciones en el glúteo.
Un día se presentó en casa con una tartana de coche.
—Es un Ford T del 27 —nos dijo—. Construido por los obreros en las cadenas de producción. Una joya artesanal de vehículo a motor.
Yo le creí. Siempre le creía. Y aquella «joya artesanal» nos llevaba a todos los lugares desde los que alguien había requerido la presencia de Ventura.
Limpio, afeitado, con el pelo corto, traje de color hueso, sombrero de ala estrecha y gafas redondas sujetas en la punta de la nariz: parecía otra persona. A veces, después de la visita a algún desahuciado, le embargaba un dolor que no podía disimular y sus manos temblaban. Era como si necesitase un trago muy largo, pero jamás le volví a ver con una botella de vino. Manolo Caxigal no era nuestro señor Jesucristo, pero con él había conseguido un milagro. Y el pueblo tenía médico.
La primera consulta a la que le acompañé, con el Ford T del 27, fue para a ver al señor Higinio. Minero toda su vida y retirado de los pozos de la Hullera Española, propiedad del Marqués de Comillas. Lo encontramos en su casa, escuálido y con el rostro color cera, sentado en su mecedora en una pequeña habitación mal ventilada, contemplando la calle por una ventana.
—Desabotone la camisa —le dijo Ventura.
Sin pronunciar palabra, obedeció con manos temblorosas y mirada perdida. Me fijé en su pulgar: torcido como el de todos los picadores. El doctor le auscultó.
—Supongo que sus piernas le fallarán al caminar y se fatigará en exceso.
—Apenas puedo moverme y se me han quitado las ganas de comer.
—Debería salir a relacionarse con vecinos o ir un rato a la taberna a jugar una partida de naipes.
—No puedo. Recuerde, doctor, que la Hullera me paga la pensión. El Marqués de Comillas es muy estricto en eso. Ha dado orden a su gente de que vigilen a los jubilados de la empresa. Si nos pescan una vez por la taberna, nos quitan media paga. A la tercera vez ya no nos dan la pensión.
—Y si le digo que le quedan dos meses de vida.
—¿Está usted seguro, doctor? —preguntó, tras una pausa.
—Seguro. El mal de la piedra le ha comido los pulmones, por eso usted ya no puede caminar y cualquier movimiento le fatiga. En cualquier momento el interior de su pecho se colapsará. Su corazón dejará de latir y sus bronquios no admitirán más oxígeno.
Regresó el silencio.
El señor Higinio dirigió sus ojos una vez más hacia la calle. Estaban encharcados. Los míos también.
—Gracias por decírmelo. Sabe, ahora comienzo a sentirme libre. Las amenazas de los estómagos agradecidos del Marqués ya no me afectan. Doctor, ¿no hay forma de prolongar la agonía?
—No.
—Gracias por no mentirme.
Aquellos minutos transcurrían demasiado despacio, casi podía contar segundo a segundo. Estaba deseando escapar de allí.
—Sabe, doctor, acaba usted de poner fecha a mi vida y jamás me he sentido mejor. Tenía diez años cuando entré a trabajar para el Marqués… Como nunca fui muy adepto a su sindicato católico, jamás me entregó una vivienda en su poblado ideal minero… ¡Qué se meta la vivienda por el culo! Llegó el 34 y la revolución, no estuve ni con unos ni con otros. Luego llegó el 36, lo mismo. Militarizaron las minas y a mí con ellas. Siempre callando, siempre doblando el lomo ante las exigencias de capataces y vigilantes… Llega usted y me dice que me quedan dos meses de vida y parece que rejuvenezco. Ha sido la mayor alegría de mi vida: que alguien ponga fecha al fin de mi muerte.
—Fecha al fin de su vida, no de su muerte —corrigió Ventura.
—Yo me entiendo, doctor. Lo anterior nunca fue vida. ¿Qué le debo por anunciarme la fecha?
—Nada.
Cuando habló, después de un momento, Higinio se dirigió a mí, olvidando al médico.
—Mocina, abre ese arcón.
Miré el rincón al que señalaba. Un arca de nogal ocupaba la esquina de la salita. Me encaminé hacia ella y levanté su tapa: ropa, una escopeta de caza con los dos cañones recortados y una canana cargada, una lámpara de mina Tudor, El Quijote, una bolsa abierta en la que se podían ver billetes de cien y quinientas pesetas, fotos resquebrajadas y mil veces manoseadas, una cheira de siete muelles y dos candelabros de plata. La vida entera en un baúl.
—Coge lo que quieras.
Cerré despacio la tapa. No necesitaba nada.
Ventura se acercó y volvió a destapar el arcón. Tomó la recortada y los cartuchos y le dijo al señor Higinio:
—Si usted no la va a usar, se la acepto como pago.
—Cójala, cójala. Si me la deja aquí, igual mato a más de un hijo de puta. A ver, doctor, ¿me ayuda a incorporarme?
Entre Ventura y yo lo sostuvimos para que se pusiese en pie. Agarró las muletas y se dirigió despacio hacia la calle.
—No se olvide de tomar los analgésicos que le he dejado. Le aliviarán el dolor. La semana que viene vuelvo a hacerle una visita.
—Si no estuviese en casa, búsqueme en la taberna. A ver si esos hijos de puta me quitan la pensión de una vez y ya no les debo nada.
Y se alejó en dirección a la cantina.
Ventura guardó la recortada debajo del asiento del conductor después de comprobar que los dos cañones tenían cartucho. Luego fuimos a las barracas del exterior del pueblo, en las que se hacinaban familias de cordobeses que habían llegado con la ilusión de un futuro mejor en las minas.
Nos dirigimos a la segunda de la derecha, después de sortear docenas de niños mugrientos que se peleaban en el suelo.
El doctor corrió una cortina que servía de puerta y entramos. Una señora despeluchada estaba arrodillada sobre un colchón de lana en el que dos niños, de rostros enrojecidos, sudaban.
—Pase, doctor. Mire, son mis dos pequeños. No sé qué les pasa.
Ventura se arrodilló y les destapó el pecho para auscultarlos. Luego les tocó la frente y les tomó el pulso. Examinó detenidamente sus cuerpecitos y los volvió a tapar.
—Prepara dos jeringuillas —me ordenó.
—¿Tiene usted para calentar agua?
—Ahora la preparo.
En un rincón, sobre unas brasas rodeadas de piedras, colocó un cazo con agua. Cuando el agua hirvió introduje las agujas. Ventura las recogió poco después y preparó la inyección. Los dos niños lloraron en cuanto la aguja les pinchó el glúteo.
—Que estén bien abrigados. Procure que no se junten con sus hermanos, es muy contagioso.
—Vivimos mi marido y yo con seis hijos…
—Hable con las vecinas para que dejen a sus otros niños dormir en sus casas durante unas semanas. Mañana volveré a verlos.
Y regresaba el consabido: «¿Qué le debo?», y la repetida respuesta: «Nada».
El Ford T emprendió de nuevo ruta por los caminos embarrados en dirección a la última casucha del pueblo. Nos quedaba por visitar a una familia cuya hija se encontraba embarazada. En medio del recorrido nos cruzamos con la pareja de la Guardia Civil del pueblo, Mocu y el Coreano.
—¡Alto a la Guardia Civil! —gritó Mocu con su brazo extendido al frente.
Ventura detuvo el coche. El Coreano se le arrimó y le preguntó:
—¿Adónde se dirige?
—Vamos a la casa de Zapico, el molinero. Al parecer tiene una hija enferma.
—La Legión ha emprendido una batida por los montes. No deberíamos dejarles pasar, pero…
—Descuide, señor guardia, que no nos desviaremos.
—Déjalos seguir —intervino Mocu—, son de confianza. Y más si va mi futura cuñada con él.
Ventura arrancó y continuamos camino. Una vez alejados, me preguntó:
—¿No se habrá prometido tu hermana a ese necio?
—No. Ángela queda con Mocu siempre que necesita información para Manolo. A veces voy yo con ellos.
El doctor apretó sus mandíbulas y, como si escupiera, dijo:
—Hay que decirle a tu hermana que no juegue con fuego.
Llegamos a la casa de los Zapico. Una vivienda alzada sobre piedras y cubierta de pizarra, en cuyo lateral circulaba un arroyo. Sobre él, se erguía la rueda vertical de paletas de una aceña.
La puerta era de pino pintado de un verde hierba y se encontraba abierta.
—¿Hay alguien en casa? —gritó el doctor.
Abrió. Un olor a pan recién salido del horno llegó a nosotros.
—Ahora voy —se oyó desde el chiribitil.
Pasamos a una especie de salón con el suelo de cemento. Al fondo había una enorme mesa, y en una esquina, un fregadero con algo de ropa mojada. Una señora regordeta, limpiándose las manos llenas de harina en el delantal, apareció sofocada al tope de unas escaleras.
—Buenos días, doctor —saludó mientras bajaba—. No le esperaba tan pronto y estaba poniendo el pan en el sotabanco.
—¿Dónde está la paciente? —cortó Ventura las explicaciones de la buena mujer.
—Acompáñeme.
La seguimos a través de una cortina que separaba el salón del resto de la vivienda. Un pasillo corto, de no más de cinco metros, presentaba cuatro puertas, dos a cada lado. Nos introdujo por la última de la derecha. Una chica no mayor que yo estaba tumbada en la cama boca arriba. Su barriga era enorme. Sobre la pared del fondo una imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Ventura se acercó a la muchacha y le apoyó la mano sobre su tripa, abriendo los dedos como para captar algún movimiento.
—¿Cuándo sales de cuentas?
—Dentro de quince días —se apresuró a responder la señora, adelantándose a la embarazada.
El doctor auscultó a la chica. Se quitó el estetoscopio y dirigiéndose a la mujer mayor, dijo:
—Vamos a tener problemas en el parto. El niño viene en muy mala posición y se puede ahogar.
—¿Qué quiere decir? —La muchacha dejó oír su voz por primera vez.
—Creo que habría que llevarte a un hospital para…
—No —gritó la madre—. A un hospital, no.
—Señora —Ventura se puso en pie—, el niño puede morir.
—Pues que se muera.
—¿Qué está diciendo? —preguntó atónito Ventura.
—Mi hija no irá a ningún hospital. Ese niño será hijo de soltera. Una vergüenza para esta casa. Es mejor que nadie lo sepa. Y si se muere, mejor.
—¿Ha pensado que también puede fallecer su hija?
—Esa cochina, si se muere, poco perderíamos.
El doctor bajó la cabeza en señal de capitulación.
Ese instante era el peligroso, si hubiese tenido una botella de vino a su alcance. Vi sus manos temblar. Se las agarré e intervine:
—La semana que viene volvemos por aquí, no se preocupe. El doctor atenderá el parto. Y nadie lo sabrá.
Sin soltarlo, conduje a Ventura al exterior. No decía nada. Antes de subirnos en el coche, la señora salió con dos hogazas de pan.
—Tengan, por las molestias.
Las cogí y coloqué en el asiento de atrás. El coche arrancó y nos alejamos del molino. Ventura estalló como un trueno:
—La puta moral católica fascista… Enfrentada a la vida, como siempre.
No quedaban más visitas ese día salvo la consabida exploración de la herida de Ruso. Llegamos a casa. Recuerdo que en ese momento no te encontrabas en la vivienda: estabas en el establo echando de comer al ganado. Pero al oír el ruido del motor, saliste a nuestro encuentro.
—¿Qué tal os ha ido?
—Cuatro enfermos, una escopeta, dos hogazas de pan y la miseria intelectual planeando sobre nosotros, como un ave carroñera.
—Libertad, ¿qué le pasa al doctor?
—Viene hecho una furia por la molinera.
—Pues, señor Ventura, le voy a dar una alegría.
—A ver si es verdad.
—¿Se acuerda usted de Pin?
—Claro que me acuerdo. Fue un gran amigo mío y de vuestro padre.
—Está en libertad condicional y ha regresado hoy al pueblo.