15
Pin en libertad
José Suárez no había sido capaz de conciliar el sueño en toda la noche. Por su mente desfilaban las imágenes del último recuento como si fuera parte de la eterna pesadilla: el Francesito clavándole el azulejo en forma de cuña al oficial; Morales retorciéndose, cayendo al suelo y desangrándose; los guardias arrojándose sobre el Francesito y derrumbándole a palos para arrastrarlo inconsciente a la celda de castigo; el resto de carceleros aporreando a los reclusos para meterlos en sus celdas…
Aquello le atormentaba. Si sospechaban que él conocía la existencia del azulejo, no le concederían la condicional. Ordás había tenido razón desde el principio: los actos individualistas pueden perjudicar a la mayoría. La represión en la sexta se iba a incrementar y el registro inopinado de celdas a las dos de la mañana había sido un aviso.
Hasta parecía que el aire que entraba por el ventanuco era el más helado de aquel invierno. Se arropó también con las mantas de su compañero ausente. Él no las iba a necesitar aquella noche. O peor: ninguna más.
El sol se resistía a aparecer.
Era verdad lo que se decía en prisión: «El pasado te enloquece y el futuro te mata». Pensar en los diez años que había estado encerrado conducía a la locura. Soñar con la libertad al alba y que no se produjera podía asesinar a cualquiera.
Por fin el toque de diana.
Las celdas se abrieron y los presos de la sexta oyeron el consabido:
—¡A formar!
En filas de tres extendían su brazo al compañero de al lado y luego al del frente para que su ubicación fuera equidistante respecto a todos los puntos. Cabezas erguidas en posición de firmes esperando la próxima orden.
Y llegó, como todos los días, la voz de mando:
—¡Oído lista!
No era la voz de Morales, sino otra más ronca y fuerte. Pin no reconoció al nuevo oficial, pero sí recordó las palabras de Ordás: «No sirve de nada matar a Morales, enviarían a otro. Lo que hay que destruir es el fascismo».
—Debido a los desgraciados acontecimientos de ayer, los penados de la sexta verán reducidas sus comidas a una diaria. Y sus horas de trabajo se incrementarán en seis a la semana, siendo en total setenta y ocho.
Pin repasó los rostros de sus compañeros ante las novedades. Sus semblantes denunciaban que aquel invierno sería el más crudo de la prisión. Algunos no se derrumbarían al anochecer, comenzarían a hacerlo en aquel mismo momento.
Dos se estrellaron contra el suelo. Nadie se movió para auxiliarlos: eran las órdenes. Y el oficial prosiguió:
—Los que nombre a continuación irán con dirección al Valle de los Caídos. Deben formar a la derecha.
Habían incrementado el número de los destinados a forzados; los nombres se sucedían. Llamaron a los del suelo, que no respondieron. Y el oficial los sustituyó por dos de la formación.
—A continuación se nombrará a aquellos cuyo destino es la vía férrea de Madrid a Burgos. Se han de colocar a la izquierda.
Luego vinieron los apellidos de los destinados a construir el nuevo pabellón de Carabanchel; después los incluidos en las peticiones de empresas privadas y obispados. En ninguna de esas listas apareció el nombre de José Suárez. Ni en la de letrinas, que fue la última.
—Por orden del Excelentísimo Señor Director de esta prisión, don Miguel Cuervo, se da lectura de la resolución de la Dirección General de Prisiones por la que se acuerda conceder la libertad condicional en el día de hoy a los siguientes reclusos, recordándoles en público la instrucción cuarta que establece la obligatoriedad de que todos los primeros de mes remitan escrito de su comportamiento y andanzas a los órganos responsables que se detallan…
Después de la lectura de la cuarta llegaron la sexta y la séptima instrucción, pero los nombres debieron esperar. No se desperdiciaba oportunidad alguna para la crueldad: aquello era despiadado hasta el último segundo.
—José Suárez…
Lo habían nombrado.
Apretó los dientes, cerró los puños y bajó los párpados. Sus ojos de hombre forjado en las montañas no pudieron contener las lágrimas.
Sólo le restaba rezar o simular que rezaba antes del desayuno, bendiciendo el agua manchada con leche en polvo en presencia del páter comandante. Después lo condujeron hasta las oficinas y le entregaron la «blanca» —la cartulina que indicaba la condicional— y el zurrón que portaba el día de su detención. También le dieron un billete de tren hasta su pueblo, con cinco trasbordos, y sus ropas, las mismas que llevara diez años atrás. Olían a alcanfor. Daba la impresión de que sus hilos se habían podrido. Añadieron la liquidación final de diez años de trabajo en prisión: veinte pesetas.
Pin se sentía otro. Se había despedido de todos en el desayuno, y en especial de Ordás. Y no le quedaba nada que hacer en Carabanchel, excepto preguntar por el Francesito.
—Si muere Morales, irá directo al garrote vil —respondieron los guardias.
Nada le quedaba por hacer. Atrás quedaban los días indiferentes, implacables, despiadados en los que si un recluso vivía o moría importaba un carajo.
Con el zurrón al hombro, su pantalón de mahón desgastado, su camisa blanca arrugada, la chamarra de cazador y su boina calada, caminó por el patio directo a la salida. Miró por última vez los pabellones. Otra vez el pasado le torturaba. Suárez prefería el mañana.
Llegó a la pequeña puerta, dibujada en los grandes portones metálicos, esperando que la abrieran. Pero fueron aquellos los que se desplegaron antes para que un vehículo negro accediera al interior. Era un auto nuevo, diferente de cualquiera que hubiese visto alguna vez. «Chrysler Windsor», leyó en su frontal. Dirigió una mirada a la cabina, pero los cristales oscurecidos le impidieron ver quién lo ocupaba.
Antes de que las compuertas se cerraran de nuevo, Pin vio al coche llegar al pabellón central. Se apeó un chófer con gorra de plato, que abrió la portezuela del asiento trasero. Alguien, al que no reconoció, vestido con el uniforme de gala de Falange descendió del Chrysler.
«Alguien importante del régimen, seguro —pensó—. Así que ese es el famoso Chrysler. De ellos sólo sabía que sus motores alimentaron al Sherman M-4».
Aquella fue la última imagen de Carabanchel para Pin. A las puertas de la prisión, se echó el petate al hombro y comenzó a caminar hacia el centro de Madrid.
Ajeno a aquellos ojos, el auto negro había aparcado debajo del pabellón que albergaba el despacho del director. De él había salido el jefe de Información de Falange, Luis González Vincén, y se dirigía a grandes zancadas al encuentro con el jefe de cancerberos.
—¡Arriba España! —gritó Vincén nada más traspasar la puerta del despacho.
—¡Arriba…! —respondió Miguel Cuervo sin entusiasmo.
—He venido en cuanto se me ha informado de lo ocurrido.
—Mire —prosiguió el director—, no sé a qué están jugando ni me importa. Sólo sé que uno de mis mejores oficiales se debate entre la vida y la muerte por culpa de su agente.
—Alguna explicación habrá.
—¿Qué explicación va a haber? Se supone que todos nos encontramos en el mismo bando, pero…
—¿Puedo sentarme? —La pregunta de Vincén cortó de cuajo el discurso casi aprendido de memoria del director.
—Por favor. Y discúlpeme por no haberle ofrecido asiento, pero es que me encuentro fuera de mis casillas.
—Vamos a lo importante: ¿Pin ha salido ya con la condicional?
—¿Eso es lo que le importa? ¿No le interesa la vida de un funcionario del Estado?
—Camarada Miguel Cuervo —el rostro de Vincén adquirió una expresión severa—, nos estamos jugando la supervivencia del nuevo Estado y cree que me preocupa la salud de uno de sus subordinados. No, no me interesa en absoluto.
—Pero…
—Responda. —Vincén colocó el puño sobre la mesa del despacho—. ¿Cuándo se le ha concedido la condicional a José Suárez?
—Hace unos instantes, ha tenido que cruzarse usted con él.
—¿Y dónde se encuentra don Carlos?
—En la celda de castigo.
—¿En la celda de castigo? —Vincén se puso en pie de un salto—. Usted es un mamarracho. Las órdenes eran terminantes. Si por las acciones de don Carlos había que recluirlo en aislamiento o castigo, se fingiría su encierro ante los presos. Deberían haberle permitido que pasase los días que le correspondiesen en algún burdel de Madrid.
—Nadie nos informó de eso.
—¿Nadie? ¿Es que usted no leyó mi informe?
—No… Se lo entregué a Morales.
—Morales… Pues si lo leyó, incumplió la orden. Y si no fue así, lo suyo fue negligencia.
—Recuerde que se debate entre la vida y la muerte.
—Después de lo que acabo de oír, me importa bien poco su existencia. A ver, ¿van a traer a don Carlos hasta aquí?
—Ahora lo suben. —El director, pensativo, se levantó de su sillón y se dirigió hacia el ventanal, y añadió—: ¿Quiere eso decir que no habrá castigo para don Carlos?
—¿Castigo? —Vincén estalló en una carcajada—. Rece usted a los cielos para que su oficial muera, porque como sobreviva me voy a encargar personalmente de que a él y a usted se les releve del mando.
Ante esas palabras, Miguel Cuervo comprendió que, aun después de alcanzar el rango de director principal, no era más que un títere en manos de los que en realidad ostentaban el poder. Tal vez, pensó, su difunto padre había tenido razón cuando le aconsejó incorporarse a la milicia. Hoy ostentaría el empleo de general o coronel y Vincén se tragaría sus palabras.
Golpearon la puerta del despacho. Se entreabrió, y aparecieron los ojos de un guardia buscando al director.
—¿Da usía su permiso? —preguntó.
—Pasen.
Dos fornidos carceleros llevaban en volandas a don Carlos, sosteniéndolo por los brazos. Las marcas de viruelas habían quedado ensombrecidas por las heridas y moratones. Su ropa estaba rasgada y ensangrentada; iba descalzo, con los dedos del pie derecho sangrando a causa de una uña rota y otra arrancada de raíz.
Lo depositaron en el centro del despacho, sobre la alfombra con el águila bordada.
—Quítenle los grilletes.
Abrieron los brazaletes de las muñecas y luego las argollas de los tobillos. Las cadenas cayeron sobre la alfombra.
—Pueden retirarse. Llévense también los hierros.
Los funcionarios, acatando las órdenes, abandonaron el despacho tras el «Arriba España».
—¡Arriba España, camarada! —exclamó don Carlos con el brazo extendido y la mirada puesta en Vincén.
—¡Arriba España! —respondió el jefe falangista y añadió—: Siéntate.
El Francesito obedeció a su jefe, desplomándose sobre una de las sillas que escoltaban la mesa del escritorio.
—¿Qué tal te encuentras, camarada? —quiso saber Vincén.
—He tenido días mejores. ¿Aún queda mucho para finalizar la misión?
—Ya se ha terminado. Hace un rato han entregado la condicional a José Suárez.
—¿Sabemos hacia dónde se dirige?
—No, pero no tiene importancia. La instrucción cuarta le obliga a dar cuenta por escrito a principios de mes de sus pasos.
—Entonces… —La inmediata pregunta de su jefe le impidió continuar.
—¿Cómo han ido los contactos con José Suárez?
—Excelentes. Confía ciegamente en mí. Estoy seguro de que en nuestro próximo encuentro me lleva hasta la guerrilla.
—¿No pregunta usted por el estado de Morales? —interrumpió el director.
—Ah —exclamó don Carlos abriendo la caja de puros del director. Cogió uno y lo encendió. Expulsó el humo y dijo—: No me diga que todavía vive ese patán.
El director se dio la vuelta y contempló el patio. Era más agradable ver pasear a las hormigas, según decía.
—¿Hay algo que deba saber? —preguntó Vincén para suavizar la tensión.
—Nada, camarada. La misión va según lo establecido: Pin confía en mí, y Ordás y el resto, aunque me vean como poco identificado con el grupo, no sospechan nada.
—Ya se había ganado la confianza de Ordás —interrumpió el director—, ¿para qué atentar contra la vida de Morales?
Don Carlos dio otra calada al puro, dirigió una mirada desafiante al director y expulsó el humo.
—Has de darte un baño y cambiarte de ropa —sugirió Vincén, para restar tensión.
—Una duda, camarada: ¿cómo piensas sacarme de aquí?
—Fusilándote.