13
A un paso de la libertad
Pasadas las fiestas navideñas, los desayunos y almuerzos de gala, se habían terminado en Carabanchel. Los trabajos forzados para el nuevo Estado o para las empresas privadas solicitantes se reanudaron la mañana después de Reyes.
La escena ya casi olvidada del último pase de lista se repetía. Los reclusos estaban formados en filas de tres mientras les nombraban y respondían al grito de «Presente». Alguno se desplomaba, producto del agotamiento o de la desnutrición, o de la muerte que llegaba sin avisar. Nadie se agachaba a auxiliarlo: estaba prohibido. Había que esperar a que se terminase de cantar el Cara al sol, seguido de los gritos, brazo en alto, de «¡España, una! ¡España, grande! ¡España, libre! ¡Viva Franco! ¡Arriba España!». Aquella noche, los cuerpos de tres reclusos ocupaban el suelo de hormigón.
—¡Rompan filas! —gritó Morales, y añadió—: Pueden recoger a los tres y llevarlos a sus celdas.
Ordás hizo una indicación a Pin para que le ayudase con el más próximo. Obedeció porque sabía que era la excusa perfecta para hablar sin que los guardias les llamaran la atención.
—¿Has localizado el cristal del Francesito?
—No. He revisado su ropa, el colchón… Creo que no me queda ningún hueco de la celda sin mirar.
—Pin, sigue buscando. No podemos consentir que mate o hiera a Morales.
—Pero Morales es un hijo de puta.
—¿Es que no lo entiendes? Es el fascismo lo que hay que destruir, no a las personas. Si acaba con Morales pondrán otro en su lugar.
—Igual es más humano.
—O igual no. Pero eso no es lo que importa. Nosotros no estamos aquí para humanizar nada. Si mata a Morales les dará el pretexto que necesitan para incrementar la represión. «¿Veis cómo son unas bestias?», dirán.
—Déjenlo en su litera —ordenó el guardia que venía detrás de ellos.
Lo depositaron con sumo cuidado y el carcelero buscó el pulso del recluso.
—¿Vive? —preguntó Ordás.
—A este —respondió el guardia— todavía le quedan muchos metros de vía por colocar.
Pin y Ordás se encaminaron hacia sus celdas. A modo de despedida, aún quedaba un recordatorio:
—Busca lo que te he dicho —dijo Ordás— y destrúyelo.
José Suárez maldijo mil veces el haberle contado lo del cristal del Francesito y sus intenciones. Ahora le habían encargado a él deshacerse del arma. Pero qué importaba quitarle el triángulo de vidrio, si aquel hombre era capaz de fabricar cuchillas con filtros de cigarros, se repitió en su interior cuando entró en la celda. El Francesito estaba tumbado en el camastro. En el techo, un resplandor pequeño extrañó a Pin.
—¿Ha muerto? —le preguntó el Francesito.
Pin, sin apartar la vista del reflejo, respondió:
—No.
—Pobre desgraciado. ¿Era de los del trazado de ferrocarril de Madrid a Burgos?
—Creo que sí.
—Ese no verá nunca llegar el tren a Burgos.
—Nos tratan como animales.
—No te quejes, Pin. A ti sólo te quedan dos días.
—Esto no lo podré olvidar nunca.
—Ninguno de nosotros lo olvidará.
Se oyó el toque de silencio en todos los rincones y se apagaron las pocas luces que aún quedaban encendidas. Pin seguía mirando el resplandor del techo. No comprendía a qué se debía. En el exterior había luna llena, pero ella no lo causaba. Parecía como si su luz incidiera sobre un espejo o un… ¡cristal!
Por eso no lo había localizado: se encontraba a la vista sobre el alféizar del ventanuco. Además, la escarcha de los días anteriores aún permanecía en el derrame de la ventana y ocultaba el arma. Tenía que esperar a que el Francesito se durmiera para empujar el cristal hacia el exterior y que se hiciera añicos contra el piso del patio.
—Ya me podrían dar a mí la condicional —comentó en voz baja el Francesito.
—¿Y qué harías?
—Lo que he venido a hacer a España.
Después de tantos meses juntos era la primera vez que su compañero parecía sincerarse. Pin quiso proseguir con la conversación y se olvidó del cristal.
—Pasado mañana salgo, ya no te puedo perjudicar. ¿Por qué leches entraste en España, pudiendo quedarte en Francia?
—Para ayudar a la guerrilla, Pin. Tengo en mi cabeza miles de contactos para conseguir armas a buen precio. Armas, emisoras, municiones que están en desuso después de la Segunda Guerra Mundial y por las que nadie pregunta.
—A lo mejor, al saber que te han capturado, el Partido ha encargado esa misión a otro.
—No. Me entrenaron sólo a mí.
—Muchos guerrilleros de las montes de Asturias, León y Santander combatieron conmigo en el Frente Norte. Cuando salgas con la condicional vete a verme, te pondré en contacto con ellos.
—Lo haré, pero no esperaré a la condicional. He de escapar de aquí.
—No se puede. Ya lo has comprobado.
—Creo que he encontrado una salida…
Se callaron: los pasos del centinela que recorría la sexta se oían más próximos. La chapa que cubría la mirilla chirrió; casi podía oírse la respiración del guardia. Sólo encontró silencio y dos cuerpos inmóviles en sus camastros. La mirilla se cerró y los pasos se alejaron: próxima revisión, una hora después.
El Francesito se dio media vuelta. La conversación había terminado.
El reflejo en el techo impedía a Pin conciliar el sueño. Tenía que deshacerse del cristal. Ordás lo había ordenado y él pocas veces se equivocaba.
La mirilla rechinó de nuevo. Había transcurrido una hora y el Francesito no se había movido de su posición. Pin se levantó con precaución evitando que el desgastado somier crujiera. Se dirigió al váter. Mientras meaba, tanteó con su mano derecha el alféizar. Encontró el cristal y lo empujó hacia el exterior. Se oyó el choque con el suelo: un sonido seco, que no retumbó. Terminó de orinar y regresó a su litera. El Francesito seguía durmiendo.
La luz del alba no había entrado por el ventanuco cuando el toque de diana puso en alerta a todos los presos. El horizonte había traído las últimas veinticuatro horas de Pin en Carabanchel. Las celdas se fueron abriendo y los reclusos se formaron delante.
—¡Oído lista! —gritó Morales—. Ha llegado el primer número del año de Redención y trae una sorpresa para ustedes: el antiguo socialista y columnista del periódico rojo Avance, Juan Antonio Cabezas, ha comenzado a colaborar con la revista de la Dirección General de Prisiones. Los que vayan a renovar su suscripción o quieran apuntarse, den un paso al frente.
Nadie se movió de su lugar.
Los guardias que acompañaban al oficial se miraron extrañados ante aquel plante de la sexta, que permanecía en posición de firmes, y el que llevaba en una carretilla los ejemplares de la revista hizo amago de reconducirla por donde había venido. Morales se lo impidió con un gesto y se dirigió de nuevo a los reclusos:
—Recuerdo que la suscripción a Redención supone el incremento de tres visitas al mes y otros privilegios que todos ustedes ya conocen.
Ningún recluso se adelantó a por la revista. Morales le indicó al de la carretilla que se retirase y concluyó:
—Ustedes lo han querido. Los que nombre a continuación irán en el primer batallón de trabajo para el Valle de los Caídos.
El oficial fue designando los nuevos destinos de trabajos forzados, pero poco importaba: aunque los reclusos perdieran una guerra, habían ganado una pequeña escaramuza. Y eso se reflejaba en sus rostros, en miradas que parecían haber adquirido brillo.
Al Francesito lo enviaron a forzados al nuevo pabellón que estaban levantando. Y a Ordás y Pin se les destinó a letrinas.
Un rato más tarde, inclinado sobre el piso de terrazo que rascaba con una espátula, Pin susurró:
—Ya encontré el cristal y lo rompí.
—Bien hecho. Hemos de actuar unidos, tal y como acabamos de hacerlo.
—¿Quién dijo Morales que escribía ahora en Redención?
—Un columnista de Avance, Juan Antonio Cabezas. Pero no hay que hacerles caso. Cada vez que consiguen que alguien de los nuestros colabore con ellos, nos lo restriegan por las narices. Los arrepentidos o desengañados son su mejor arma para socavar nuestra moral y… ¡Mira!
Pin se volvió hacia donde le indicaba Ordás. La vieja mula, que cumplía en Carabanchel una condena superior a la de los dos, arrastraba un carro que transportaba el cuerpo de tres reclusos. El carro de la muerte los llevaría a un lugar desconocido del exterior.
—¡Silencio! —gritó el guardia que les vigilaba—. Ustedes, sepárense. El viejo que vaya a limpiar las duchas y usted se queda aquí, cargando la mierda.
Era el último día de Pin en Carabanchel, y nada podía afectarle. Vio alejarse a Ordás, con paso cansino y ajustándose las gafas que resbalaban por la nariz a causa del sudor, hacia el pabellón de las duchas. Él siguió cargando las heces con la pala en el remolque, como hacía en el pueblo con el abono de las vacas.
Toque de fajina. Los presos dejaron sus lugares de trabajo y se encaminaron al patio para formar de nuevo en columnas de tres. Escoltados por guardias fueron entrando al comedor y, antes de que se sentaran, oyeron las habituales oraciones del páter de la prisión, un cura con tez de lápida, que esgrimía en su pecho una estrella dorada de ocho puntas.
—Los rojos pecasteis gravemente, pero la cristiana magnanimidad del Caudillo ha dispuesto un método de expiación de vuestra culpa y la redención de vuestros cuerpos y almas en el trabajo… —Y terminó con el consabido—: Bendice estos alimentos…
—Que nos vamos a tragar, porque él no los piensa probar —remataron en voz baja los reclusos.
—¡Siéntense! —gritó Morales.
—¡Joder, otra vez el agua verdosa! —protestó un preso.
—Usted, al trabajo sin comer —le ordenó el guardia que vigilaba su mesa, y agarrándolo por el brazo lo condujo al exterior.
Había regresado el caldo de habas sin habas, era una evidente venganza por la negativa a renovar la suscripción. Estaba muy claro que, aquella noche, los desmayos por debilidad iban a incrementarse.
Aquel día sería imborrable para Pin. No sólo porque era el último, sino también por la unión demostrada respecto de la revista y las represalias de sus guardianes, con los viejos métodos de reducción de las raciones, a lo que se añadía… el frío. Esa tarde todos los cuerpos escuálidos tiritaban. Era como si el invierno tardío hubiese llegado de golpe. Pero lo que nunca olvidarían, ni Pin ni nadie, fue lo que ocurrió antes del toque de silencio.
La sexta íntegra se había formado delante de sus celdas para el último recuento. Morales pasaba lista. Intentaba intimidarles recordándoles a sus familias y las visitas que se habían perdido, así como la reducción de comida que iban a sufrir, al tiempo que los trabajos forzados se incrementarían en dos horas, sin paga extra.
Mientras el oficial iniciaba la ronda, Pin observó un gesto de la mano derecha del Francesito, ocultando algo en su manga. No podía ser el triangulo de cristal, pensó. Él se había encargado de destruirlo. Se fijó en el rostro marcado por las viruelas de su compañero, en sus mandíbulas apretadas y su cuerpo inmóvil, tenso. Algo estaba ocurriendo, algo que Pin no comprendía.
Pin buscó con su mirada los ojos de Ordás. Quería indicarle de algún modo lo que había entrevisto.
Morales se aproximó a Pin.
—José Suárez, mañana se le entregará el Certificado de Libertad Condicional. A partir de ahora debe comenzar a ganarse el de Libertad Definitiva. Ya se le explicarán los detalles, pero nada más levantarse comience a preparar su petate.
Llevaba casi diez años, desde octubre del 37, cuando cayó el Frente Norte, esperando aquellas palabras. La última noche en aquel agujero.
El oficial se dirigió al Francesito:
—Usted, o cambia su comportamiento o nos va a obligar a enviarlo al paredón de fusilamiento.
—Tú me acompañarás.
Ante aquella insolencia, el oficial extrajo el tolete y lo alzó para golpearle en la cabeza.
No llegó a hacerlo. El Francesito se agachó y le clavó algo en el abdomen. Pin no vio qué era hasta que, la cuarta vez que se hundió en la carne, el arma se rompió. Un trozo había quedado dentro del cuerpo; el Francesito arrojó al suelo el que aún sostenía en su mano. Se trataba de un fragmento de azulejo en forma de cuña.
La sangre comenzó a extenderse, formando un charco cada vez mayor. Morales se desplomó, y continuó retorciéndose en el suelo.