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Morales debe morir
Los yanquis, tras su inspección de rutina para rellenar un informe al dictado, se habían marchado. La prisión de Carabanchel había sido una de las estaciones que la dictadura les había marcado en la ruta turística en su búsqueda de aliados contra el bloque formado más allá del telón de acero, como lo denominó Churchill aquel mismo año. Como sólo se detenían en los penales más modernos, no pasaron por los calabozos de los pueblos, ni por las cárceles improvisadas de varias ciudades, en las que se hacinaban decenas de presos esperando una bala. Tampoco por algunas iglesias que durante la posguerra oficiaron como celdas comunes, ni por los campos de concentración que se resistían a morir. Se fueron sin comprobar que hasta el espliego olía a sangre.
Al día siguiente regresó la normalidad a Carabanchel: el toque de diana, el agua manchada de leche en polvo, el toque de fajina, el «Oído lista», las letrinas, los trabajos en los talleres, alguno que regresaba a las celdas de castigo o aislamiento… otro toque de fajina, después el de retreta y, por fin, el último recuento que se cerraba con los gritos de «¡España, una! ¡España, grande! ¡España, libre! ¡Viva Franco! ¡Arriba España!». Hambre, golpes, disentería y piojos. Y los trabajos forzados: la mano de obra gratuita del franquismo.
Morales había sido llamado al despacho del director. Golpeó dos veces con sus nudillos en la puerta, esperó cuatro segundos —lo que indicaba el reglamento— y la abrió.
—¿Da usía su permiso?
—Pase, Morales, pase.
El oficial adoptó la posición de firmes con su gorra en la mano sobre el águila imperial bordada en la alfombra.
—A la orden de usía.
—Descanse, Morales. —El director Miguel Cuervo encendió un puro y prosiguió—: Le he mandado llamar por dos razones. La primera es para que me informe de cómo va el comportamiento de don Carlos.
—Señor, don Carlos ha logrado lo que perseguía: la confianza absoluta del recluso José Suárez. Los acontecimientos de los últimos días eliminaron las suspicacias de Ordás y se le acepta como a uno más dentro de todos los círculos.
—¿Cree que ha revelado sus intenciones a alguien?
—No, señor. Estoy seguro de que no lo hará hasta que a Suárez le falten pocos días para la condicional.
El director abrió uno de los cajones de su mesa y extrajo una cuartilla cuyo encabezamiento rezaba: «Certificado de Libertad Condicional».
—15 de enero de 1947, año de nuestro Señor. —Leyó el pie y concluyó—: Apenas quedan tres semanas.
El habano que reposaba en el cenicero no humeaba. Lo recogió e intentó una calada inútil. Con la larga uña de su meñique derecho rascó la ceniza y volvió a encenderlo dando dos caladas profundas. Lo mantuvo entre sus dedos y, mirando de nuevo a Morales, dijo:
—Tengo ganas de que esta misión de Falange termine. Han sido tres meses en tensión constante. ¿Usted cree que intentará otra provocación?
—No lo creo, señor. No se arriesgará a una semana o quince días en aislamiento. El tiempo corre en su contra.
—Me preocupa la relación con usted, Morales. ¿Es posible que don Carlos se lo tomara como una cuestión personal?
—Es un camisa vieja y sabe que no hay nada personal en las decisiones y castigos a los que se le ha sometido.
—No sé. Estoy preocupado, por eso deseo que esto se termine cuanto antes.
Don Miguel se levantó y estiró la guerrera de su uniforme. Dio una calada al puro y se dirigió al ventanal. Se quedó mirando hacia los presos del patio y prosiguió:
—¿Se da cuenta, Morales? Son como hormigas. Uno puede predecir sus movimientos. Acérquese, acérquese.
Morales abandonó la alfombra y con las manos a la espalda se colocó a la izquierda del director.
—¿Por qué dice eso, señor?
—Fíjese. El tal Ordás recorre la diagonal del patio a paso de marcha como si estuviera haciendo deporte. Se le une un recluso durante un trayecto, el suficiente para recibir instrucciones o trasladar las novedades de otros módulos o celdas. Llegado el momento se separa de Ordás y se une a otro preso que realiza el recorrido transversalmente. Y así sucesivamente.
—Como tienen prohibido los grupos de tres, pues…
—Se las han ingeniado para pasarse la información sin transgredir la norma. Pero tienen que estar contentos, su situación ha mejorado mucho. ¿Se acuerda usted cuando les dábamos agua de habas como única comida?
—Aquella agua verdosa los mataba demasiado rápido. Se los llevaban la desnutrición y la disentería.
—Tiene usted razón, Morales. Tuvimos que incrementar a un cazo de arroz hervido diario, y ahora son unos privilegiados. Comen dos veces al día, incluso tres.
—Señor, dijo antes que me había mandado llamar por dos razones. ¿Cuál es la segunda?
—Ah, sí. Casi se me olvidaba.
El director regresó a su mesa de despacho y buscó entre las carpetas apiladas. Recogió una con la efigie de la Virgen de La Merced en su solapa y la leyenda «Patronato de Redención de Penas por el Trabajo».
—Tenga, Morales. Aquí tiene las peticiones para el 47 que las empresas han realizado a través del Patronato.
—¿Algo que deba conocer, señor? —preguntó abriendo la carpeta.
—Lo de siempre: redimirán medio día por las catorce horas diarias de trabajo y cobrarán cincuenta céntimos por jornada. Las otras catorce cincuenta, las empresas las entregarán directamente a las arcas del Estado.
—Veo que el obispo Pildain ha solicitado ochenta presos.
—Sí. Al parecer quiere ampliar la diócesis con un nuevo edificio. Ni que decir tiene que esos ochenta reclusos no recibirán los cincuenta céntimos.
—Banús, Construcciones ABC, Hermanos Nicolás Gómez, San Román… Los de siempre.
—En la última hoja se han sumado otros.
Morales pasó directamente al final y leyó en voz alta:
—Babcock-Wilcox, Carbones Asturianos, Antracitas Gaiztarro, Duro Felguera, Lignito de Utrillas, Obispado de Orense… ¿Para cuándo deben estar preparados los Batallones de Trabajo?
—Después de Reyes.
—Había oído que los trabajos forzados de los reclusos para empresas privadas se iban a terminar.
—Ha oído usted bien, Morales. Ha sido una de las condiciones que los aliados, al ganar la guerra, nos han impuesto. —Dio una calada profunda y esperó un segundo a que el humo inundara por completo los pulmones. Tras su expulsión, se lamentó—: Bien que lo siento, pues durante casi una década han ayudado a que la economía nacional floreciera.
—¿El esquema de distribución será el que se ha seguido hasta ahora?
—El mismo. Con cada doce reclusos, dos guardias armados y tres presos comunes, que ejercerán como capataces.
—¿Quiere que incluya en las listas a alguien en especial?
—Al contrario. No incluya a don Carlos, ni a José Suárez ni a Ordás, por razones obvias.
—¿Algo más, señor?
—Nada más. Puede retirarse.
El oficial se colocó su gorra, dio un taconazo y gritó el consabido «Arriba España» con su brazo en alto. Pero antes de que llegara a la puerta, su jefe le detuvo.
—Una última cosa, Morales. ¿Cómo me dijo el otro día que los presos llaman al Patronato?
—El «Ellatronato».
—Ingenioso. —Y el director sonrió—. Supongo que será por la Virgen de la Merced.
—Es posible.
Ya en el pasillo, fue Morales quien no pudo evitar una sonrisa. ¿Qué habría pensado el beato del director si se hubiese enterado de que el verdadero apelativo que los presos aplicaban al Patronato era el de «Ladronato»?
Ajeno a conspiraciones de despacho, en el patio, José Suárez acompañaba, en esta ocasión, el paseo de Ordás.
—¿Cómo está el Francesito?
—Desde la paliza casi no pronuncia palabra.
—¿Ha dicho a qué ha venido a España?
—No. Sólo que tiene una misión que le encomendaron desde Toulouse.
—Asegúrate de que no cometa otra insensatez. Debe dejar de ser tan individualista y pensar más en el grupo.
—Ordás, ¿qué se sabe del camarada que llegó ayer con el grupo del Valle de los Caídos?
—Murió. En el último recuento de la noche se desplomó de agotamiento. Dijeron que llevaba más de dos meses en el Valle a un cazo de arroz hervido diario y trabajando catorce horas.
—¿No habías dicho que los trabajos forzados se iban a terminar?
—Eso es de lo que había informado el Partido. La ONU los prohibió al acabarse la segunda guerra. Si Franco quiere el reconocimiento mundial, deberá obedecer.
—¿Cuándo?
—Sospechamos que pronto. Se resiste, claro está, a dejar de disponer de mano de obra gratuita para engordar a los capitalistas que le apoyaron.
—Y al clero.
—Ese ha sido el peor. Se ha llenado la boca desde 1544 con la Real Orden defendiendo una teórica igualdad de los negros, pero mantiene la esclavitud de los rojos.
—¿Cuál es la orden acerca de Redención?
—El Partido ha sido tajante: boicot a la revista.
—Entonces…
—En Carabanchel hay trescientas suscripciones. Para el próximo número hay que conseguir que todos la devuelvan. Vete pasando la consigna.
—De acuerdo, Ordás.
—Pin, vigila al Francesito, que no haga más tonterías.
—Así lo haré.
José Suárez se separó de Ordás y otro recluso ocupó su puesto. Cuando llegara el número de enero de la publicación de la Dirección General de Prisiones, nadie la cogería. Perderían el derecho a las dos visitas mensuales, pero se ahorrarían la peseta veinticinco céntimos que costaba y pondrían a prueba su capacidad de unión.
En una esquina del patio, sentado en el tercer peldaño de la escalera de hormigón, se encontraba el Francesito. Con su cabeza rapada y sin gorra, las marcas de viruela de su rostro parecían aún más evidentes. Pin se sentó a su lado.
—¿Un Gauloises? —le ofreció el Francesito extendiendo la cajetilla.
—Pero si… —se extrañó Pin al ver los cigarros— ¡le han colocado filtro!
—Sí. Son nuevos.
—Un día me tienes que explicar cómo haces para conseguir estas cosas.
—En la escuela de guerrilleros de Toulouse me enseñaron a arreglármelas en cualquier situación.
—¿Qué más enseñan en esa escuela?
—Lo principal: saber convertir cualquier objeto en arma.
—¿Cualquier objeto? —dijo Pin, atónito.
—Cualquiera.
—Las únicas armas que conozco son las de fuego y las blancas.
—La capacidad de un buen soldado radica en poder transformar hasta el más insignificante de los objetos en un arma mortal.
—No me lo creo. —Pin le tendió el cigarro que había aceptado y le desafió—: Convierte este cigarro en un arma.
El Francesito no lo recogió. Le dio al suyo una calada tras otra hasta que la brasa llegó al filtro. Dejó que se quemaran un poco los bordes del papel, lo colocó en el suelo y pisó con su tacón la zona encendida. Después recogió el filtro y se lo tendió a Pin.
—Pasa el dedo por la zona aplastada.
Pin obedeció. Luego apartó la mano con rapidez.
—¡Joder! Corta el hijo de puta.
—¿Te das cuenta? Un filtro de cigarro convertido en cuchilla.
—Parece magia.
—Es fácil. La celulosa del filtro, al quemarse, se endurece en un estado vítreo.
Pin no entendió demasiado, pero su admiración por el Francesito se incrementó. Apuró su cigarro e intentó realizar la misma operación. Un filo cortante surgió del filtro. Sonrió satisfecho.
—¡Oído lista! —gritó un guardia en el patio.
—Vamos —indicó Pin.
Al incorporarse, Pin observó un trozo de cristal que sobresalía de la manga de la camisa del Francesito. Tenía forma de triángulo isósceles de unos veinte centímetros de longitud por tres de anchura.
—¿Y eso? —preguntó boquiabierto.
—Es para matar a Morales.