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El funeral
Don Cosme no dio su permiso para enterrar a madre en el camposanto.
—Los suicidas no mueren en la gracia de Dios. Génesis 34. Versículo 80 —sentenció.
Sus restos reposaron en el exterior, junto a todos los demás a quienes, según el cura, el Señor nunca recibiría en su Reino: maricas, ateos, rojos, liberales, nacionalistas, masones y cualquier otro grupo que la Iglesia o el propio párroco considerasen poco digno de un nicho en el cementerio. Ni otorgó su anuencia a las plañideras para que velaran el cuerpo a golpe de rosarios. Tampoco teníamos derecho a una misa en su memoria.
Fue don Félix, en Blimea, el que se ofreció a celebrarla días más tarde. La iglesia estaba llena. Al no haberse presentado el pedáneo, ni el cabo de la Guardia Civil, ni el ingeniero, los niños ocupaban las primeras filas de bancos. A nosotras nos colocó en los asientos más cercanos al pasillo, así la gente que pasase a recibir la eucaristía podía darnos su pésame sin interrumpir la celebración.
Miré hacia atrás: el resto de la feligresía estaba formada por mujeres, pero no eran todas las del pueblo. Sólo habían asistido las hijas de la derrota, las que quedaron viudas o huérfanas o sin hijos, es decir, solas. En algún momento les habían cortado el pelo al cero o encarcelado o violado, como escarmiento y vergüenza por su ubicación el día que se elevaron las barricadas y cavaron las trincheras. De ese modo resultaba claro quién había perdido una guerra y quién la había ganado. Allí estaban ellas, como recordándonos que el suicido era el único e insignificante poder que aún conservábamos sobre nuestras miserables vidas.
Llevábamos sendos velos negros que nos cubrían parte del rostro. El resto de la ropa era también negra. Dos años de luto era lo correcto según la tradición de los valles: madre no lo hubiese aprobado.
La misa estaba a punto de comenzar. Don Félix salió de la sacristía acompañado del monaguillo al que auxiliaba Gasparín, que portaba un pequeño botafumeiro. De repente, don Cosme hizo su aparición por el pasillo e interrumpió el inicio de la ceremonia con sus grandes zancadas. Caminó hasta el altar, se detuvo y contempló las primeras filas.
—¿Se le ofrece algo, hermano Cosme? —preguntó don Félix.
—Nada. Ya los he encontrado.
Su mirada se clavó en dos muchachos de la segunda hilera. Eran los mismos que habían escapado de él días atrás. Don Cosme se abrió paso hacia ellos apartando a los demás. Al llegar a sus asientos, les arreó tal bofetón que sus magras carnes fueron a parar al suelo y sus cabezas golpearon contra el banco.
—Por favor, hermano Cosme, que estamos en la casa del Señor —argumentó, en vano, don Félix.
—Así aprenderán a respetar el reclinatorio de doña Marcelina.
El tapizado del reclinatorio de la beata era más importante que la memoria de nuestra madre. Así lo entendiste. Por eso te enfrentaste a don Cosme con aquellas palabras:
—Es usted un miserable.
Y le atizaste al cura una bofetada aún más fuerte que la recibida por los chicos. El hombre perdió el equilibrio y sólo los respaldos delanteros impidieron su caída. Enrojeció de ira, pero no pronunció palabra. Se limitó a salir de la iglesia con trancos más largos que cuando había entrado. Te habías creado un nuevo enemigo.
Cuando finalizó la misa, todos los asistentes, incluido don Félix, se acercaron a darnos el pésame.
—María, Ángela, os acompaño en el sentimiento. Ya hablaré con don Cosme para que no tenga en consideración lo ocurrido. Le diré que los nervios te vencieron.
—Gracias, don Félix.
Al salir, encontramos a Ventura al final de la escalera. El nunca pisó ni pisaría una iglesia, aseguraba. Allí estaba, con sus barbas y pelos largos, su interminable gabán y su botella de tintorro en el bolso.
—Gracias, Ventura —respondimos al unísono—. Ella ya ha encontrado la paz —terminaste.
—Hasta que no colguemos al último cura de los cojones del último burgués con las tripas del último burócrata, no tendremos paz.
—Eso queda muy lejos —acoté.
—Y no tengáis miedo del tragador del cura. De ese me encargo yo.
No le dijimos a Ventura que no temíamos las represalias de don Cosme, que el verdadero pánico lo sentiría el sacerdote si hubiese conocido tu relación con Manolo Caxigal.
—Ventura —gritó don Félix.
—¿Me va a excomulgar porque nunca voy a misa? —dijo Ventura enseñando sus dientes negros de mascar tabaco.
—No. Es que necesito ayuda para recoger los nabos y berzas de la huerta.
—Que Dios le ayude, padre.
—Te pagaría cincuenta pesetas.
—Yo no trabajo para empresarios fascistas ni para la Iglesia.
—¿Y si te digo que son para los niños de un hospicio?
Aferrado al cuello de la botella, Ventura la sacó del gabán y acercó el pico a su boca. Dio un trago largo. Se limpió con el dorso de la mano y remató:
—¿Cuándo empezamos, Félix?
Camino de casa nos dio alcance doña Juana, que había llorado a madre en el último banco de la iglesia.
—Hay que ser fuertes, Ángela. Nosotras ya no podemos esperar nada de la vida. Lo mejor es morirnos. Somos un estorbo para vuestra generación.
—No diga eso, hay muchas razones para seguir viviendo.
—A mí, como a tu madre, ya no me quedan. Lo perdimos todo.
—Aún queda la vida.
—¿La vida? No hay trabajo, no hay comida. Nos vigilan y apalean. Nuestros hijos o maridos están lejos o muertos. Para qué vivir. Dame una sola razón.
—Tal vez nuestra misión es sobrevivir hoy, para continuar luchando mañana.
—Yo ya no tengo fuerzas, Ángela.
La señora Juana se perdió entre el gentío de la plaza de Blimea.
Continuamos andando hacia el pueblo. Queríamos pasar por Casa Justa para entregarle las ropas zurcidas y recoger la tarea para la próxima semana. En el trayecto nos cruzamos con la pareja de la Guardia Civil del pueblo: el Coreano y Mocu.
—Buenos días, Ángela —saludó Mocu—. Me enteré ayer de lo de tu madre. Te acompaño en el sentimiento.
—Gracias, Florencio.
—Si necesitas algo ya sabes dónde me tienes —dijo, aunque se le olvidó añadir lo que pediría a cambio.
—Gracias, nos iremos arreglando.
—No salgáis del pueblo —aconsejó el Coreano—. Tenemos todos los montes tomados en busca de los Caxigal. De hoy no pasa sin que los apresemos o matemos.
—Gracias por la recomendación —respondiste.
Poco después, el sonido de las campanillas de Casa Justa le indicaba a la dueña que alguien había entrado.
—Ah, sois vosotras. No os esperaba hoy.
—No pudimos venir antes por lo del funeral de nuestra… —Doña Justa no te dejó terminar la frase.
—¿Funeral? Por los suicidas no se celebran funerales. A lo que celebró don Félix no se puede llamar ni misa.
Sentí el crujir de tus dientes y vi cómo una lágrima recorría tu mejilla. Te agarré con fuerza el antebrazo. No quería que se repitiera la escena del bofetón. Te contuviste.
—Le hemos traídos las prendas —dije, ante el presentimiento de que un nudo en la garganta no te dejaba hablar.
—A ver si está todo… Las medias… la chaqueta…
A nuestra espalda se escuchó el tintinear en la puerta. Era don Pedro con cuatro individuos más. Todos llevaban cananas cruzadas en su pecho y escopetas de dos caños: eran el somatén del valle.
—Te digo, Pedro, que le alcanzamos —afirmó el más canijo.
—Es imposible, no les pudimos dar. Estaban a más de cien metros y estas escopetas no…
—Pues yo vi a uno que cayó al suelo.
—Pero no seríamos nosotros. Sería la Guardia Civil con sus máuseres.
—Estoy seguro de que uno iba herido.
No les prestamos atención. Siempre se vanagloriaban, aunque todos sabíamos que sólo se atrevían a dar puntapiés a los cadáveres de los guerrilleros o a husmear en sus bolsillos para despojarlos de algún objeto de valor. A veces, los cuerpos tenían que ser custodiados por los guardias para evitar la rapiña de los miembros del somatén. Incluso les extraían los dientes de oro.
—Aquí tenéis el siguiente encargo: doce pares de medias, cuatro de calcetines, un pantalón para recoger el bajo…
—Doña Justa —la interrumpiste—, no llevaremos más ropa hasta que no nos suba una peseta por prenda.
La arpía clavó sus ojos en ti y su rostro adquirió un color que se me antojó cercano a la ceniza. Sin pronunciar palabra, recogió deprisa las prendas y dio media vuelta, pero se detuvo al tercer paso. Regresó con ellas y volvió a depositarlas violentamente encima del mostrador.
—Sólo subo cincuenta céntimos. Lo tomas o lo dejas.
—Cincuenta céntimos y usted pone el hilo.
—Porque… porque habéis enterrado a vuestra madre. Que conste que lo hago por ella. Cincuenta céntimos y… —recogió dos canutos de hilo negro y los estampó contra la madera— ¡el hilo!
Guardamos la ropa, los canutos y las diecisiete pesetas de nuestra entrega anterior.
—Gracias, doña Justa.
—Lo quiero todo para el viernes.
Don Pedro y los otros cuatro individuos se habían sentado alrededor de una mesa, y las botellas de sidra, que descansaban sobre ella, se encontraban casi vacías. Hablaban muy alto.
—Lástima que se llevaran el dinero.
—El ingeniero está vivo. Eso es lo importante.
—Yo creo que si nos hubiésemos colocado en la parte media del sendero no…
—No hay nada que discutir. La encerrona la había organizado bien el cabo Artemio. Lo que falló es que ellos estaban preparados.
—Pero matamos a uno.
—No es seguro. Yo sólo vi que se retorcía.
—Si quedó herido, en el monte es comida de lobos —sentenció don Pedro, apurando el vaso.
—Yo creo que era el más joven, el pelirrojo.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Si se referían a una encerrona a la partida de Manolo, el único pelirrojo era Ruso.
Pasamos entre ellos con gesto distraído.
—Buenas tardes —saludaste.
—Buenas tardes, mozas —respondió don Pedro.
Un nuevo repiqueteo de las campanillas nos situó lejos de ellos y de sus oídos. Caminamos veinte metros en silencio y fui yo quien lo rompió.
—Ángela, ¿crees que se referían a Eloy?
—No lo sé. Todos sabíamos que estaban preparando una emboscada a la guerrilla en el intercambio y, por lo que oímos, debió fracasar.
—Pero dijeron que habían matado a uno.
—Dijeron que les había parecido ver que uno iba herido, que es muy distinto.
No conseguías tranquilizarme. También tú estabas preocupada.
La pareja de la Guardia Civil se nos cruzó de nuevo. Pero en esa ocasión fue Mocu quien te abordó.
—Ángela, esta semana están poniendo una película muy buena en el cine. Si quieres acompañarme, te invito.
—A lo mejor no puede ir, por lo del luto —terció el Coreano.
—¿De qué trata? —preguntaste, y rápidamente intuí que aceptarías. Era una buena artimaña para sonsacar a Mocu sobre las batidas por los montes.
—Es de esa gran artista española —respondió Mocu, con cierta jactancia—, Estrellita Castro.
—¿Cómo se titula?
—Mariquilla Terremoto, creo.
—Acepto si invitas también a mi hermana.
—De acuerdo.
Mocu continuó henchido su ronda y yo me llené de pesadumbre: me ordenarías sentarme entre vosotros dos durante toda la película.
Anochecía cuando llegamos a casa. La luna mora bailaba sobre los montes. Comenzábamos a recoger los huevos del gallinero cuando oímos ruidos en la puerta de atrás de la cuadra. Aferré el gario con las dos manos. Tú cogiste la hoz en la derecha y el quinqué en la otra, y nos dirigimos hacia el lugar del que provenían los ruidos.
Abrimos la puerta trasera e iluminamos los alrededores.
—¿Quién va? —gritaste.
—Soy yo…
Identificamos la voz de Manolo. De entre los matorrales y doblando los tallos bajos del avellano, poblado de hojas acorazadas, salió cargando sobre sus hombros un cuerpo inconsciente.
Era el de Eloy.
Y sangraba.