1. Carabanchel, 1946

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Carabanchel, 1946

—Creí que nos acompañaría el comandante Gutiérrez Mellado —dijo Miguel Cuervo, director de primera clase de Carabanchel, que para la ocasión estrenaba el uniforme caqui, por lo que aún poseía ese tono amarillento que sólo elimina el primer lavado.

—No —respondió rotundo el jefe del Servicio de Información de Falange, Luis González Vincén—. El Caudillo perdió la confianza en Mellado por lo del caso Shkolnikov y lo sustituyó por el comandante Álvarez de Lara, aquí presente.

—Entiendo —mintió el director, y carraspeó. Aquel apellido extranjero no significaba nada para él.

El comandante hizo un ademán de asentimiento con la cabeza, pero no pronunció ni una palabra. Fue Vincén, enfundado en el uniforme blanco de gala de Falange, con el yugo y las flechas bordadas en el bolsillo izquierdo y el escudo del SEU en el derecho, quien continuó la explicación.

—Cuando los servicios secretos franceses penetraron en España para secuestrar al refugiado político, el ruso Shkolnikov, se excedieron con la morfina y lo mataron. A través de nuestro contacto —remarcó lo de contacto— nos llegó la información de que se alojaban en un hotel de Madrid. Junto al Ejército decidimos detenerlos al día siguiente, pero como Mellado desconfiaba de la capacidad operativa de Falange, se ocupó él mismo, con fuerzas de la Policía Militar, de la detención. Creyó que iba a ganar méritos ante el Caudillo, pero sólo consiguió su rechazo y el de Falange. Y, en estos momentos, caminar sin el permiso de Falange puede ser fatal para cualquier carrera militar.

—Para la militar y para cualquiera —remató innecesariamente el comandante Lara rompiendo su silencio.

—Por supuesto —dijo el director. Ahora sí había comprendido: la operación secreta que albergarían los muros de los que él era responsable tenía jefes. El sólo era el anfitrión.

—Como le decía —prosiguió Vincén—, Mellado se adelantó con la detención, transgrediendo el acuerdo previo, por lo que ha sido relegado de sus funciones de enlace entre el Servicio de Inteligencia de Defensa y el de Información de Falange. El coronel Ungría, mano derecha del Caudillo, se vio obligado a destituirlo.

—No es que me interese mucho —comentó Miguel Cuervo, prudentemente—, pero si Mellado ya no será el enlace, ¿no han pensado en el comandante Sáenz de Santa María para coordinar esta operación?

—¿Por qué lo dice? —preguntó Vincén con una sonrisa cínica.

—Supongo que ustedes saben más que yo de operaciones secretas, pero Sáenz de Santa María tiene buena fama entre los presos políticos. Dicen que es muy humano porque en los interrogatorios sus hombres tienen prohibido torturar…

—El comandante Santa María está muy ocupado con los guerrilleros del monte, y además…

—El pentotal sódico sale muy caro. No hay rojo que valga una inyección —acabó la frase el comandante Lara.

El director comprendió entonces por qué los atestados redactados por los subordinados del comandante Sáenz de Santa María siempre comenzaban con las mismas palabras: «Confesó de forma natural y espontánea».

Presintió que tanta pregunta no conduciría a un buen derrotero y prefirió mantener silencio. Pero Vincén deseaba proseguir la conversación, quizá para matar el tiempo hasta la llegada de la visita que esperaba.

—Sáenz de Santa María está al tanto del terreno, porque, como recordará, él nació allí. El peligro radica, justamente, en que puedan reconocerlo, y por eso no es la persona adecuada. Esta operación la llevaremos en exclusiva desde Falange con nuestro contacto. —Por la forma de pronunciar de nuevo la palabra contacto, el director comprendió que se trataba del mismo agente que en la operación Shkolnikov—. Cuando consideremos que el Ejército o la Guardia Civil deban entrar en apoyo, será con el consentimiento nuestro y el visto bueno del Caudillo.

—Lo más importante —acotó prolijo el comandante Lara—, es que nuestro infiltrado tenga todo el apoyo necesario dentro de la prisión.

—Eso es cosa mía; no se preocupen por ello.

Vincén consultó su reloj y preguntó:

—¿No les parece que está tardando demasiado? ¿Dónde está?

—Se encuentra con el médico de la prisión. Aún tenía que realizarle el último chequeo. En unos minutos estará aquí acompañado de uno de mis más leales funcionarios. Tranquilo. Todo va según lo programado.

—Eso espero.

Vincén se levantó del sofá y se dirigió hacia el ventanal desde donde se contemplaba el paseo cansino de los presos en el patio. Aprovechó para estirar su chaqueta blanca y deslizar la mano por el escudo del SEU, desembarazándose de alguna mota de polvo. El despacho quedó mudo unos minutos ya que sólo el jefe falangista decidía cuándo se hablaba y cuándo no.

—Si hay algún problema durante el encierro —dijo sin voltearse, dirigiéndose al director—, usted me llama directamente a mí. Ocurra lo que ocurra, no se preocupe por su imagen exterior. Emilio Romero, nuestro jefe de Orientación Política de la Prensa, sabrá qué publicitar en su apoyo.

—No lo hago por mí, lo hago por España. —Las palabras le quedaban un poco grandes a un jefe de cancerberos, pero fueron las únicas que se le ocurrieron.

Desde el pasillo se oyeron pasos firmes. La puerta del despacho se entreabrió y apareció el rostro de un guardián con mandíbula cuadrada y complexión de búfalo. Vincén echó un vistazo a las divisas que lucían las hombreras de su uniforme: ramas de olivo y palma formando guirnalda con tres barrotes dorados. Un oficial de primera clase, pensó.

—¿Da usía su permiso?

Ante el silencio de los otros dos, respondió el director:

—Adelante, Morales. ¿Tendremos que esperar mucho por nuestro agente?

—No, aquí llega —dijo, abriendo del todo la puerta.

Dos figuras la cruzaron: la gruesa y calva del doctor de la prisión, con su bata blanca, el termómetro en el bolsillo y el estetoscopio alrededor del cuello; y la de un preso con el uniforme de rayas descoloridas y muchas dificultades para caminar. Llevaba una barba de semanas, tez amarillenta muy marcada por la viruela y una nube blanca en el ojo derecho.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, el recluso dirigió una mirada cómplice a Vincén, adoptó la posición de firmes con la frente erguida y elevó su brazo derecho al modo del saludo romano.

—¡Arriba España!

—¡Arriba España, camarada! —se oyó alta la voz de Vincén, y el eco murmurando de los otros.

De repente, el recluso perdió el equilibrio, como si una bajada de tensión le obligase a flexionar las rodillas. Vincén acercó una silla, ayudándole a sentarse.

—¿Cómo lo ve, doctor?

—Débil, muy débil. Llevo días medicándole con laxantes y diuréticos para conseguir ese tono de piel y hacerle perder peso. Pero en cuanto comience a comer regularmente y a descansar, se recuperará.

—¡Todo sea por España! —exclamó Vincén, colocando su mano derecha sobre el hombro del recluso—. ¿Estás dispuesto para la misión, camarada?

—¡Por España! —respondió, sin levantarse de la silla.

—Además de ese aspecto, deberás llevar heridas y sangre. ¿Tienes alguna duda, camarada?

El presidiario negó con la cabeza, y Vincén dirigió una mirada al director de Carabanchel y al comandante Lara. Todos sabían lo que sucedería a partir de ese momento. El doctor se acercó al ventanal, como huyendo del resto.

—Morales, proceda —ordenó el director.

El oficial se acercó al hombre sentado, cuyos brazos colgaban sin fuerza. Le agarró por el traje con su mano izquierda y rasgó parte de la tela. El puño derecho impactó sobre la nariz. El tabique nasal se partió y el suelo se embadurnó de sangre. Otro golpe, esta vez en la mandíbula. El detenido perdió el conocimiento. El oficial soltó la presa y el cuerpo cayó sobre la madera.

—Doctor, es suyo —ordenó Vincén.

El médico corrió hasta el recluso tendido y comprobó el pulso, le auscultó y dijo:

—Se pondrá bien.

—Pues si no ordena nada más el señor Vincén… —Este negó con la cabeza y el director prosiguió—: Morales, llévelo a la sexta, con el recluso José Suárez. Y mande limpiar la sangre del suelo.

En silencio, el oficial cargó sobre sus hombros el cuerpo inerte y salió del despacho. Gotas de sangre en el suelo indicaban su ruta. El médico le siguió, después de proferir el «¡Arriba España!».

—Tiene mucha confianza en ese hombre —afirmó el comandante Lara dirigiéndose a Vincén.

Pero el jefe falangista no pareció oírle. Se limitó a abrir una carpeta azul mahón con el yugo y las flechas grabados sobre la palabra OPERACIÓN en letras de molde.

Extrajo unos papeles mecanografiados de su interior y comenzó a leer para sí, comprobando la exactitud del escrito: «Francisco Caso Román, alias don Carlos. Nacido en Tánger en 1908. Ingresa en Falange en 1934…».

—Comandante —dijo con tono pausado, cerrando el portafolios—, don Carlos es un camisa vieja y sabe cuál es su puesto.

El silencio cubrió el despacho. El jefe falangista echó un nuevo vistazo a la carpeta y removió entre las estilográficas del cajón de la mesa. Eligió la Pelikan alemana del 29. Y debajo de la palabra OPERACIÓN, agregó, con pulso firme: EXTERMINIO.