Si huyes, me caso contigo

No puede decirse que Massimo fuera un viajero, entre otras cosas porque, como siempre decía él, si ya estás en el lugar más hermoso del mundo, ¿quién te manda a ti marcharte por ahí?

Pero se las apañaba siempre sin demasiados desvelos. Incluso en el extranjero, las veces que había estado, había utilizado sin timidez ese poco inglés y esa mucha italianidad que hacía más fácil cualquier comunicación.

Pero ese día en el aeropuerto estaba bastante inquieto: el mundo, que por regla general siempre había sido su caja mágica, llena de maravillas y de misterios, hoy aparecía más semejante a una jungla rica, sí, en misterios, pero oscuros y peligrosos. Un poco era como la sensación de tener mucho que perder, otro poco… tal vez se había dejado condicionar por la lectura del diario de Geneviève. Ahora su visión de la realidad insidiosa e ilusoria, su miedo a los demás y, en cierto sentido, a sí misma, se le habían metido dentro y por empatía él también lo sentía.

No es que quisiera vivir en el terror, pero se había dado cuenta de que había un lado oscuro con el cual estamos obligados a echar cuentas y que él siempre había fingido no ver. Geneviève le había abierto los ojos respecto a esto, del mismo modo que él estaba convencido de poder abrirle los ojos sobre el lado luminoso, de manera que, juntos, pudieran alcanzar un desequilibrado equilibrio que abarcara el yin y el yang y los condujera hasta una felicidad auténtica y profunda.

Dario lo había fastidiado: no le había dicho todo lo que sabía y ese papel con las direcciones era como para decirle: «Luego no digas que no te lo he dicho», pero al final, en resumidas cuentas, no le había dicho nada de nada.

¿Y qué demonios era ese Perla sces, lugar de residencia de Mel, que Dario había nombrado como si diera por descontado que él lo conocía? Probablemente un gran hospital o algo semejante.

Para entonces había superado ya los controles de seguridad, se había quitado los zapatos y el cinturón, había hecho sonar el detector de metales con la cadenita de su madre (y fue como si ella hubiera dado su bendición a este viaje… ¿o se trataba tal vez de un oscuro presagio de algún inconveniente?), había recorrido veinte quilómetros para llegar hasta la puerta de embarque correspondiente y estaba esperando detrás de las cristaleras con la mirada en la pista.

Una vez más, el diario de Geneviève dejó sentir su influencia y Massimo se convenció de que en aquella concurridísima terminal las variables que había que mantener bajo control eran tan numerosas que hacía fácil, por no decir obvio, un inminente accidente.

Aunque mejor morir volando yendo hacia ella, concluyó. Pero fue capaz de convencer tan solo a una parte de su propio parlamento interior y lo que siguió fue un debate digno de la Cámara de Diputados italiana, con pesarosas intervenciones-río, aplausos provocadores y algo de animosidad. El jefe del grupo de los radicales amenazó polémicamente con abandonar la sala, y cuando el débil gobierno de transición parecía condenado al voto de castigo, se presentó inesperada una moción propuesta por un independiente elegido por los italianos residentes en el extranjero que puso de acuerdo a todo el mundo y fue votada por unanimidad: ¡lo nunca visto! Se dio la vuelta y con paso decidido se encaminó hacia el bar de la terminal, el último signo de civilización antes de la tierra de nadie.

Debe de haber una estadística al respecto, pero, a ojo de buen cubero, los bares del aeropuerto aumentan los precios a medida que se aproximan a las puertas de embarque: mientras que los que están situados en el área común son casi normales, a partir de los controles de seguridad empiezan a dispararse cada vez más, hasta alcanzar esa última ramificación capaz de pedirte dos euros y medio por un café, mirándote por si fuera poco con cara de estar haciéndote un favor. Pero este es el problema de hacer el mejor café de Roma, que es casi como decir de toda Italia, excluyendo Nápoles —solamente porque si empezamos una discusión con los napolitanos no terminaríamos nunca—, no puedes tomarte un café en ninguna otra parte porque en todos los casos sería repugnante. Y además, por dejarlo todo claro, Massimo necesitaba algo más fuerte. Su mirada se sintió atraída por una botella de Laphroaig, porque cuando se hace algo es necesario hacerlo a fondo.

Eso era lo que se requería para poner de acuerdo a los uno, ninguno y cien mil Massimo que le gritaban en el cerebro: rápido e indoloro como un decreto ley que aumenta el pago de las dietas de los diputados.

—Un Laphroaig doble. Con hielo —se limitó a decir, luego sacó un billete de veinte y lo dejó sobre la barra. Es cierto que no se trataba de un vodka martini, agitado, no removido, pero él, haciendo tintinear los cubitos y olfateando la malta que se desprendía en el aire, se sintió misterioso y astuto como James Bond.

Tras tomar medio vaso, ya estaba mareado y cuando lo terminó estaba bastante confundido, pero otra vez debido al mismo concepto de antes de que cuando se hace algo, hay que hacerlo a fondo, pidió otro, sacrificando el cambio de los veinte.

Ahora el vuelo ya no le daba miedo. Massimo observó la zona circundante en busca de posibles individuos sospechosos, pero el resultado fue tranquilizador.

Todavía faltaban quince minutos para el embarque. Se hurgó en los bolsillos en busca de inútiles monedas, y tras una serie de cálculos que podrían compararse por su complejidad a la integral de una ecuación de media página, se dio cuenta de que sumándolas al exiguo resto que el barman le había dejado sobre la barra de vidrio opaco daba exactamente la cifra de ocho euros. Ni más ni menos. El precio exacto de un Laphroaig doble con hielo. Esto le pareció una señal del destino y pidió otro más.

Los aviones se movían por la pista como los planetas en el sistema solar: seguían órbitas independientes pero condicionadas por la presencia recíproca y tenían tal equilibrio que no se topaban los unos con los otros nunca (casi). El carrito de la limpieza llevaba mucho tiempo delante del lavabo de los caballeros. ¿Había algo sospechoso? Al viejo Bond no se le pasa nada, pero aún no había llegado el momento de intervenir. Massimo miró el reloj y se prometió a sí mismo mantener vigilado al empleado de la limpieza, que a buen seguro era un secuaz de Spectra.

Naturalmente, no podía trabajar solo. Massimo se dio cuenta de que las cámaras de vigilancia podían representar un problema, si caían en las manos equivocadas. Estaba a punto de aferrar un concepto que intentaba escapársele de la mente cuando el barman interrumpió el flujo de sus pensamientos:

—Perdóneme si me permito, pero ¿qué vuelo espera usted?

¿Eh? Ah, ya.

—¿Yo? París.

Pero nadie le quitó de la cabeza que esa distracción había sido orquestada hábilmente para impedirle darse cuenta de que…

—Entonces le conviene darse prisa…

Massimo estaba ya a punto de saltarle al cuello: evidentemente el barman también era un militante de Spectra, pero la voz de los altavoces lo llamó al orden.

—Se ruega al señor Massimo Tiberi que se dirija urgentemente a la puerta B22 para el embarque inmediato. Repito: se requiere urgentemente la presencia del señor Massimo Tiberi en la puerta B22.

Siempre se había preguntado cómo se lo montaba esa gente que, habiendo ya pasado por el check-in y todo lo demás, se perdía en el aeropuerto, hasta el punto de que tenían que llamarlos a la puerta de embarque… ahora tenía una posible respuesta.

Justo mientras estaban repitiendo el mensaje en inglés, Massimo se precipitó a la puerta B22 y entregó la tarjeta de embarque y el documento de identidad. Entretanto, tuvo tiempo para pensar que no era nada bueno que su nombre fuera lanzado a los cuatro vientos: corría el riesgo que lo desenmascararan.

No es necesario decir que Massimo no era un gran bebedor.

Se abrochó el cinturón de seguridad muy fuerte, empezó a sentir un asomo de taquicardia, pero estaba demasiado aturdido como para prestarle atención. Quería tener miedo del avión, porque si lo tenía Geneviève quería decir que era justo que así fuera.

Luego lo entendió: aquel whisky estaba drogado. ¿Cómo podía haber sido tan ingenuo?

La cabeza se le ladeó y justo mientras se abría paso entre la neblina el pensamiento de que Geneviève era una espía rusa, Massimo se durmió.

En el momento de bajar del avión, tenía en el cerebro a toda una corporación de forjadores reunida para una competición de habilidad con el yunque: el primero que le hiciera estallar la cabeza sería condecorado con el título honorario de Maestro Herrero y premiado con el prestigiosísimo Martillo de Oro.

Por este motivo decidió atender a su supervivencia y posponer las operaciones bélicas para el día siguiente. Cogió un taxi e hizo que lo llevaran a la dirección de Geneviève, pero, a propósito, no se dignó dirigirle ni una mirada al edificio, porque no podía permitirse que todo saltara por los aires debido a las consecuencias de una borrachera («Madre mía, no hay quien lo aguante…»; por suerte la cosa permanecería en secreto toda la eternidad), en consecuencia se buscó una pensión por la zona. Por una vez había hecho algo sensato respetando el principio básico del ars vivendi por delante del ars amandi: no hacer nada importante cuando estás borracho o lo has estado poco antes, primero porque las consecuencias no van a ser necesariamente remediables, segundo porque el olor a alcohol lo podéis soportar solo tú y tus eventuales compañeros de turca. Luego se metió en un bistrot para tomar algo de comer y salió de allí con una pésima impresión: se había sentido observado y escarnecido, había tenido la sensación de que nadie se esforzaba por entenderlo o por hacerse entender, como si la visita de un extranjero fuera comparable a la de Godzilla o la del Yeti. «Ay, estos franceses, qué cerrazón mental», pensó mientras se apresuraba hacia su pensión.

No quería admitirlo, pero esa ciudad le daba algo de apuro y tenía ganas de encontrarse en un refugio, aunque solo fuera temporal (se le vino a la cabeza la guarida del esquimal de Geneviève). Mañana será otro día.

Se despertó hambriento y atacó le petit déjeuner igual que un salvaje, atrayendo bastantes miradas de conmiseración que reforzaron su opinión personal sobre los franceses. Pagó, se despidió para siempre de la pensioncita y se preparó para enfrentarse con su destino como se prepara uno para enfrentarse a un león con las manos desnudas (exactamente, ¿cómo se prepara uno para eso?).

La casa era tal cual como se la había imaginado. Las tiendecitas del Barrio Latino, donde probablemente Geneviève iba cada día a comprar la verdura y las flores, lo miraban sonriendo sarcásticas, suscitando su envidia, que se irradiaba por cada centímetro de asfalto porque cada centímetro de ese asfalto disfrutaba del privilegio de verla pasar sobre su cabeza muy a menudo. En su mente distorsionada de enamorado, olvidando el carácter rebelde de su amada, se imaginaba a Geneviève como una especie de Amélie Poulain, que transformaba en fábula cualquier cosa que tocara, o como la chica de Via del Campo de la canción de Fabrizio De André: nacen flores allá donde pisa.

Levantó la mirada hacia las claraboyas de arriba, a pocos centímetros del cielo, y se imaginó la mansarda aún más envidiable que la albergaba desde la noche a la mañana, que cuidaba de ella cuando estaba enferma, que incluso recogía sus lágrimas y espiaba todas sus facetas.

Luego tragó un par de veces y se decidió a cruzar la calle. Desde el momento en que lo hizo sin dejar de mirar hacia lo alto, se arriesgó a que lo atropellara un furgón blindado que tocó el claxon y lo insultó a través de la voz de su conductor. Por suerte, la estancia parisina se prometía breve, de lo contrario Massimo correría seriamente el peligro de ser declarado de forma oficial fuera de la ley en el plazo de una semana, en el caso de que sobreviviera.

Buscó su nombre en el portero automático. No era su especialidad (efectivamente, solía pensarlo algo a menudo: ¿qué sabía hacer, aparte del café y buscarse problemas?), de hecho, no dejaba de confundirse con los distintos nombres, de perderse en la lectura, de tener que verificar las cosas tres veces, de pensar que se había equivocado de dirección antes de encontrar el apellido solo después de haber ido leyéndolos uno a uno. Debía de ser una cuestión de ansiedad, porque agudeza visual no le faltaba: por ejemplo, cuando leía un libro era habilísimo encontrando dobles espacios y erratas varias, es más, el asunto incluso le apasionaba, hasta el punto de que le habría gustado ser corrector de pruebas, aunque le habían dicho que se trataba de un oficio ingrato y mal pagado (él, de todas formas, seguía pensando que ganarse la vida con un libro en las manos era un enorme privilegio). Bueno, tardó un poco, pero al final encontró el nombre. Por suerte, ahí estaba, porque algunas casillas habían sido rellenadas solo con un número, detalle que le hizo temerse lo peor.

Era así de simple: G. Remi. Tras aquel portón probablemente había un patio lleno de macetas que una viejecita tan ceñuda como graciosa regaba todas las noches y luego unas escaleras polvorientas, y arriba la puerta de casa, una puerta de madera vieja y chirriante, como es justo que sean las puertas que dan a un fabuloso mundo (el de Geneviève, en este caso).

Massimo pulsó la tecla redonda con el habitual retortijón de estómago que le provocaba el hecho de tener al mismo tiempo esperanza y miedo. Siguió un zumbido. «Ya estamos», se dijo. Pero no. Pulsó nuevamente y nuevamente esperó, esta vez decididamente más deseoso de recibir una respuesta. Lo intentó y volvió a intentarlo de nuevo, aunque ahora ya lo había entendido: no había nadie.

Pasaron una decena de minutos en los que lo intentó otras veces, hasta que alguien decidió que ya era hora de acabar con aquello.

Si se trataba de la vieja de aspecto ceñudo y corazón gracioso, que regaba las plantas cada noche, eso no es posible saberlo; lo que es seguro, no obstante, es que en este caso se limitó a mostrar lo primero y apostrofó a Massimo con voz de grajo desde la ventana del primer piso.

No resultaba nada fácil comprender las sutilezas retóricas de su intervención pero podía ser algo parecido a: «¡Pero bueno! Capullo, que eres un capullo, ¿quieres dejar de una vez de llamar? ¡Ve a emborracharte a otra parte o llamo a la policía!».

Massimo se movió justo un instante antes de que llegara el cubo de agua, lo que le confirmó que su traducción no se apartaba mucho de la realidad.

El chico del quiosco de flores le guiñó un ojo, pero Massimo pensó que podía tratarse de una trampa y se marchó directo en busca de un taxi.

No le quedaba más que intentar el plan B y presentarse en la dirección de Mel. No había tenido tiempo ni cabeza para informarse de qué era exactamente ese Perla sces que además no se escribía así —con el francés la verdad es que no atinaba—, pero le bastó enseñarle al conductor el papelito con la dirección sin necesitar ulteriores aclaraciones.

Cuando se bajó del automóvil se dio cuenta de que la estructura en cuestión no tenía mucho aspecto de hospital.

Mel estaba muerto. Indudablemente. Massimo se quedó con la boca abierta contemplando la entrada del cementerio, famoso para todo el mundo, excepto para él. «Mel está muerto», se repitió intentando evaluar el impacto de este descubrimiento. En cierto sentido, hacía que la situación fuera más sencilla, pero Massimo se sentía disgustado porque sabía lo importante que era Mel para Geneviève.

Cuando encontró a un empleado a quien preguntar, tuvo que humillarse para pedirle indicaciones en un francés irrepetible sobre la ubicación de un cierto Mel, lo que hizo que la jornada del funcionario se volviera inesperadamente alegre (Massimo formuló un corolario a su propia teoría sobre los franceses: el francés más simpático, aparte de Geneviève, es aquel que en vez de insultarte se ríe de ti).

Tras haberse partido de risa sin ningún recato, el oscuro sirviente sacudió la cabeza y empezó a preguntar a Massimo, en busca de una información cualquiera que lo ayudara en lo que parecía literalmente una misión imposible. Tecleó bastantes fórmulas mágicas en el teclado, sacudiendo rigurosamente la cabeza. Luego hizo una breve llamada telefónica durante la que siguió asintiendo y diciendo: «Aah-ja, aah-ja, oui».

Al final, imprimió una hoja y se la tendió a Massimo.

Transféré.

Ah. Merci.

El buen hombre añadió, señalando con el brazo estirado hacia la derecha, que de todas formas la tumba de Jim Morrison estaba en esa dirección, como si considerara imposible que un extranjero se marchara de allí sin darse una vuelta por lo menos.

Mientras tanto, la atención de Massimo había sido absorbida por un par de detalles que, por el momento, superaban ampliamente el interés por el viejo Jim, hablando con todo el respeto.

El primero era que, por lo que parecía, los restos mortales habían sido trasladados hacía poquísimo tiempo a Italia y, más exactamente, a Roma, al cementerio de Verano.

El segundo era que el nombre completo del difunto en cuestión era Melisse Remi, nacida en 1983 y fallecida en 1996. Por lo tanto, no podía tratarse más que de su hermana.

Massimo se disculpó con Jim Morrison, pero decidió posponer la visita a su tumba para un momento más tranquilo y se encaminó… la verdad es que no sabía exactamente adónde.

El puzle estaba más claro, y no obstante permanecía neblinoso. Y, sobre todo, ¿adónde había ido a parar Geneviève si su hermana había sido trasladada a Roma? No se atrevía a tener esa esperanza.

Sacó el teléfono. Necesitaba llamar a alguien. Pero, por lo visto, se le habían adelantado: tenía un mensaje de Carlotta: «¡Yo que tú regresaría corriendo a Roma!».

Ahora por lo menos sabía a donde ir: detuvo un taxi y se hizo llevar al aeropuerto.

Por seguridad, preguntó si tenía de qué preocuparse.

«Yo creo que no. Tú solo corre y no hagas más preguntas», fue la respuesta.

Bien por ella, pensó, lo ve todo muy fácil: no hacer preguntas. Tal vez tendría que emborracharme de nuevo. Pero mejor no.