Braveheart

El lamentable incidente había desencadenado el pandemónium en ese microcosmos que era la familia Tiberi. Carlotta se deshacía pidiendo mil perdones por no haber insistido en terminar la lectura el día anterior. Y había sido ella la que había colocado el cuaderno en el suelo.

Tan solo una frase había quedado más o menos legible:

Bien, he sabido más al respecto, pero al mismo tiempo no he sabido nada. Total, no son las fechas ni los detalles los que describen una vida, son los olores, los sonidos y los sabores.

—Ha sido culpa mía —insistía Carlotta—, tú eres muy amable al decir que no, pero ya sé lo que piensas de estas cosas. ¿Te acuerdas del lío que se montó con Antonino y Giovanni por el vaso de vino tinto?

Massimo estaba demasiado confundido como para seguirla:

—La verdad es que no me acuerdo.

—Pues sí, yo me acuerdo de todo lo de ese periodo, porque tú eras mi mito y no me perdía nada de lo que hacías.

—¡Mientras que ahora soy un trasto!

—Pero ¿qué dices?

—¿Es que no quieres entender que no me interesa echarle la culpa a nadie? Ya soy un adulto, ¿qué me importa a mí encontrar un chivo expiatorio? ¡Lo que me joroba es que este cuaderno ya no existe, maldita sea!

Carlotta inspiró profundamente, luego soltó el aire hacia afuera por la nariz, igual que un dragón que se prepara para lanzar fuego y llamas:

—Está bien. ¿Y si fuera una señal? Quiero decir: esta es una historia repleta de señales y me parece claro que las estás siguiendo; por tanto, sigue también esta.

—Perdona que te lo diga, pero se me escapa el sentido de esta señal.

—La señal es que ya va siendo hora de acabar con esto. En fin, está muy bien indagar, estudiar, espiar, no está nada mal. Pero camarón que se duerme, la corriente se lo lleva: es hora de salir a la calle y pasar a la acción.

Massimo la miró perplejo.

—¿Acción? ¿No será más bien que se me está indicando que lo deje correr? No hago más que hacerme ilusiones y al final me encuentro con un puñado de arena en la mano. ¿Qué más puedo hacer ya?

—¿No se te ocurre nada? Hay gente que por amor mueve montañas, tú casi no has sacado la nariz del barrio, y desde luego nunca de Roma. No te has saltado ni un día de trabajo, no has cogido un tren, un avión, no has pedido que te presten un coche…

—Y dale con lo de saltarse el trabajo, pero ¿es que estás obsesionada? Según tu visión romántica, ¿si uno no se fastidia la vida es que no ama? ¡Y además, he dado larguísimos paseos!

—Demasiado fácil: has jugado en casa, Roma, los foros imperiales, las fuentes, Rugantino, el café… pero ¿qué te has creído? ¿Qué esa chica es una golfilla cualquiera? Entonces no me queda claro por qué te has enamorado tanto de ella. Es verdad que a veces cometemos errores, pero con todo lo que has apostado en esta ronda vale la pena ver las cartas.

—¡No sabía que jugabas al póquer!

—Pues claro que no, no juego, pero para hacerse entender por vosotros, los hombres, hay que utilizar conceptos a ras de suelo, del tipo «Quien no llora no mama» o bien las grandes frases retóricas: «¡Podrán quitarnos la vida, pero no nos quitarán la libertad!».

—Ya estoy emocionado.

—Si no me dejas terminar voy a hacerte llorar de verdad. Por tanto, la idea es la siguiente: si la amas tanto y no puedes hacer nada, te conviene pensar que ella es una persona espléndida y extraordinaria, solo que muy difícil, y que tu amor está bien guardado. ¿Y tú te crees que puedes conquistar a una persona tan extraordinaria y difícil con esos subterfugios? No, esos pueden funcionar al principio, de hecho te han ido bien para empezar. Ahora, sin embargo, tienes que enfrentarte al dragón, de lo contrario, ¿cómo puedes pretender estar con una mujer llena de dolor y transformar este dolor en felicidad? ¡No todo el mundo puede hacerlo! Vosotros, los hombres, siempre lo veis muy fácil, y luego venís llorando…

—A veces me das miedo.

—Porque tengo razón. Y porque yo soy de las que si hay que ir, se va.

—Ya sé que tienes razón. Tienes razón para dar y vender. Así que dime: ¿qué tengo que hacer, qué océano he de cruzar a nado?

—Hummm, déjame pensar… veamos, me has dicho que Dario habló con ella a solas el último día, antes de que se marchara. A lo mejor él sabe algo más… prueba a preguntárselo, hazle comprender que para ti se trata de algo importante. Luego, si es necesario, puedes ir a ver a ese fantasmagórico notario, seguro que él sabe algún detalle más. Pero lo más importante es que tienes que ir a verla a ella. Es más, ahora mismo voy a hacerte una reserva en algún bonito vuelo para París. Esto quiere decir jugar: ¿te queda claro ahora?

En efecto, hablar con Dario podía ser una idea aceptable. Es verdad, había tenido un extraño comportamiento al respecto, no era necesario que Carlotta se lo hiciera notar, pero el equívoco de fondo era que entre hombres el hecho de preguntarse algo equivale ya a media sospecha, algo así como cuando le llega a uno la notificación de que se le han abierto diligencias, que hace parecer al investigado ya casi culpable. Aunque tal vez había llegado el momento de hablar claro. Aunque esto quisiera decir mostrarse al desnudo.

Debía de ser un chorreo bastante confuso el que Massimo le soltó a Dario, en el rellano, antes incluso de que su amigo pudiera invitarlo a pasar a su casa, hasta el punto de que el viejo camarero abrió los ojos como platos y se tomó unos segundos antes de responder.

—¿Mel? ¡Rediós! Yo ya sospechaba que no habías entendido nada, pero no hasta este punto. ¿Mel? Pero si está en el… ¿cómo se llama? ¡Ah, sí, en el Perla sces!

Dario se golpeó repetidamente la frente con la palma de la mano y un par de veces suspiró si decidirse a proseguir. Massimo estaba hasta tal punto agitado que no se planteó mínimamente el problema de qué era el lugar que le había indicado.

—Mira. Yo no quiero ocultarte nada. Si no fuera porque tengo mucho respeto por la memoria de tu padre para ocupar su lugar, te diría que eres el hijo que nunca tuve.

Cuando empezaba con estas ceremonias había que estar seguros de que había llegado un momento decisivo.

—Por lo tanto, yo no quiero quitarte nada, en conclusión, sabes que haría lo que fuera para ayudarte, pero las cosas tienes que ser tú quien vaya a ganárselas. Además, sabes que cuando yo prometo, prometo.

Sin duda. Porque si Dario prometía silencio sobre algo, costaba un gran esfuerzo que rompiera su palabra incluso con su mejor amigo, para todo lo demás ya estaba Pino, el peluquero.

—De todas formas, no creo equivocarme ni traicionar ningún secreto si te digo que no has entendido ni un carajo. ¿Qué estás haciendo todavía aquí?

—Aquí, ¿dónde? Es mi ciudad… ¿adónde tendría que irme?

—¿Dónde crees que se encuentra el amor de tu vida?

—En París.

—Y entonces, ¿por qué no estás en París?

—¡Y dale! Ay, perdona… me está sonando el teléfono, tengo que contestar, es Carlotta. ¿Diga? Eh, hola. Sí, sí, sí. En casa de Dario. Ja, ja. ¿De verdad? ¿Estás bromeando? No, no pareces una que está bromeando, en efecto. Ok. Ya voy. Adiós.

Massimo se metió el teléfono en el bolsillo, luego puso los brazos en jarras y miró a Dario:

—¿Qué?, ¿os habéis puesto de acuerdo?

—¿De qué me hablas?

—¡Sí, sí, ahora hazte el tonto! Mi hermana dice que tengo un vuelo para París dentro de dos horas y media. Prácticamente tendría que haber salido de casa hace un cuarto de hora. ¿Y tú me dices que no os habéis puesto de acuerdo?

—Yo puedo encargarme del bar.

—Tenemos una conversación pendiente.

—Llegas tarde.

—No, espera. No me eches así a los leones. ¿Cómo la encuentro, en fin, qué hago?

—¿Y yo qué sé? Yo solo sé que cualquiera quisiera estar en tu sitio, cualquiera quisiera poder correr detrás de su destino, así que, si no lo haces, eres un auténtico mameluco.

—¿Es que se ha puesto de moda insultarme? ¿Por qué no me ayudas, en vez de eso? ¿Qué es esa historia de la carta de la señora Maria que Geneviève recibió antes de marcharse? ¿Se la diste tú? ¿Qué me estás ocultando?

—¿Yo? ¡Ya ves tú si yo voy a estar ocultándote algo! Te lo explico en dos palabras, tal vez tres. La cuestión es que va y me llama el notario.

—¿Cuándo?

—Mira, ties poco tiempo, por tanto no me hagas un interrogatorio y conténtate con lo que te digo que, además, es lo que puedo decirte. ¿Dónde nos habíamos quedao? Ah, sí. O sea, que me llama el notario, bueno, habrá sido un par de semanas antes de la partida de Geneviève, y me entrega una carta diciendo que Maria me dejaba la indicación de entregársela a la chica solo cuando me hubiera dado cuenta de que era una buena persona y una digna trastiberina honoraria.

—¿Trastiberina honoraria?

—Sí, hombre, sí, es una forma de decir que, en fin, en el caso de que hubiera visto que era una persona mala y antipática, no se la tenía que entregar.

—Pero ¿no te resultaba antipática de verdad?

—Al principio sí, luego cambiaron muchas cosas… de todas formas, tras aquella noche del crucigrama, comprendí lo que Maria pretendía, así que decidí darle la carta, ¡lo que pasa es que ella se estaba marchando y cumplí con mi embajada justo a tiempo!

—Ah, ¿y por qué Maria se sentía culpable?

—¿Culpable? Pero ¿de qué me estás hablando? ¡Si era una santa! Maria sentía tal respeto por todas las cosas, estoy seguro, que no puede haber hecho na malo en toda su vida. Su único defecto es que era demasiado buena, le faltaba ese poco de sano egoísmo para pensar también en sí misma. Siempre pensaba primero en los demás, en cambio… —dijo Dario. El tono era pesaroso, con una punta de tristeza que era difícil ignorar.

—Sí, lo sé, no la estaba acusando, en modo alguno… Pero ¿qué había escrito en la carta?

—¡Y yo qué sé! Yo no soy ningún espía profesional, ¿qué pretendes?

—Cierto.

En un recrudecimiento del sentimiento de culpa por haber curioseado en el diario de ella, Massimo pensó: «No todo el mundo es como yo».

Dario chascó los dedos delante de sus ojos:

—¿Estás ahí? ¿Sigues aún con nosotros? No sé si quieres perder el avión o qué, pero yo te aconsejaría que te movieras.

—Sí —respondió Massimo, luego le dio un ataque de ansiedad—: Y cuando llegue allí, ¿qué hago? No tengo su número de teléfono, no tengo su dirección…

—Ya veo, ya, que tú no sabes cuidar de ti mismo. Tengo la esperanza de que logres conquistarla, por tu propio bien.

Dicho esto, Dario cogió un papel de la mesita del teléfono y transcribió dos direcciones de su agenda.

—Esta es de su casa, esta otra, de Mel, como tú dices…

—¿Y a qué estabas esperando para dármelas?

—¡A que me las pidieras! ¿Qué quieres, siempre la papilla preparada? Pero ahora debo despedirme de ti: ¡tengo algo en el fuego y tú un avión que coger!

Dario le dio la espalda y salió corriendo a la cocina, pero su voz se oyó por última vez:

—¡Sé que aún sigues ahí! ¿A qué estás esperando? Ve y regresa vencedor o no vuelvas pa na…

Massimo comprendió que no había nada más que añadir y dejó el apartamento de su amigo acariciando cada detalle con la mirada, como si fuera la última vez.

Echó una carrera hasta su casa, donde lo esperaba Carlotta, quien había intentado hacerle la maleta, y ya estaba listo para partir. O casi…

—Pero ¿qué pasa, es que han venido los ladrones? ¿Qué me has liado aquí?

—No es mi culpa si tienes las cosas en sitios absurdos, ¡ya te vendrían bien algunas lecciones de economía doméstica!

—Bien, si no hubiera más remedio, tengo claro que no te elegiría a ti como profesora, no es por ofender: ¡mira qué desastre, parece como si hubiera pasado el huracán Katrina!

—¿Puedes dejar ya de perder el tiempo? Llega un taxi para ti a San Callisto dentro de un cuarto de hora. Mejor dicho, diez minutos. Escasos.

—¡Pero vosotros me queréis ver muerto de un infarto! Decidme la verdad, os habéis puesto de acuerdo por la herencia, ni Agatha Christie… pero ahora mismo doy un salto hasta el notario y os excomulgo a los dos.

—¡Para eso tienes que ir hasta el Vaticano y no vas a llegar a tiempo!

Al poco, Massimo estaba de nuevo en la calle con una bolsa de deporte medio deformada y llena de bubones que probablemente contenía bastantes cosas inútiles y no contenía bastantes cosas útiles.

Desde lejos vio al hipster delante del portal con una enorme caja entre los brazos, que lo saludó con un gesto de la cabeza. Massimo pensó que tal vez podría pedirle alguna información a él también, pero a esas alturas esa inmerecida aura de antipatía era incapaz de quitársela, y además no podía en modo alguno permitirse perder el avión.