Ya lo dicen: agosto es el principio del invierno. En efecto, poco antes de amanecer se desató un violento temporal sobre la ciudad. Del asfalto fue levantándose el olor de la lluvia. Massimo se sentía como si alguien le hubiera hecho un nudo con su estómago, sus intestinos y todo lo demás: echaba terriblemente de menos a Geneviève, que a lo mejor ni siquiera se acordaba de él, su hermana Carlotta tardaría aún unas horas en regresar y el francés nunca le había parecido tan incomprensible.
Sí, la historia del rival en coma era decididamente verosímil. Pero ¿cómo se enfrenta uno a un rival en coma? No puede ni siquiera hablar mal de él, imaginémonos retarle a un duelo. En definitiva, no puede uno tumbar en la lona a alguien que se encuentra ya en coma, no sería nada elegante.
Aunque, luego, echando cuentas, ¿por qué no? Amar de verdad a alguien significa comprenderlo, seguirlo, aceptarlo, esperarlo y él podía hacer esto por ella. De repente se vio asaltado por una oleada de optimismo y también el cielo pareció estar de acuerdo con ello, porque a lo lejos, justo en la rendija que las casas le concedían al horizonte, un desgarro entre las nubes dejó pasar los rayos del sol naciente. Massimo salió al balcón para disfrutar mejor del espectáculo mientras la lluvia iba mordisqueándole la piel y las nubes desafiaban al amanecer en un duelo de titanes.
La belleza es una forma de energía, eso no puede negarse, y Massimo intentó absorber la mayor cantidad posible.
Cuando llueve, cuánta menos ropa lleves menos te mojarás, decía siempre su padre, que odiaba los paraguas, sombreros y lo demás. De manera que Massimo, sin pensárselo dos veces, se puso unos pantalones cortos, camiseta y zapatillas deportivas y se lanzó al agua en pos de aquel desgarro de las nubes.
Le bastó superar el primer golpe de cansancio, aquellas primeras resistencias del cuerpo (y del habitual cerebro despechado que le preguntaba: «¿por qué lo haces?»), para alcanzar el agradable estado de suspensión que tanto le gustaba de salir a correr: los pensamientos se veían centrifugados y se limpiaban, eliminando las toxinas y favoreciendo la consideración de nuevos puntos de vista.
Las ruinas romanas, en este majestuoso escenario en equilibrio entre sol y tempestad, eran con toda evidencia las mismas que habían inspirado a los artistas del Romanticismo inglés durante su gran tour por la vieja Europa. A medida que le iba faltando el oxígeno, Massimo sentía la belleza sin tiempo penetrándole en cada célula y cuando regresó a casa, cansado y empapado por la lluvia y el sudor, estaba seguro de que de alguna manera iba a conseguirlo.
Después de la ducha se echó en la cama y retomó aquellos locos pensamientos optimistas de antes. Y se repitió: «¿Por qué no?». Él podía convivir con este Mel, solo tenía que convencerla también a ella. En ese momento le pareció todo muy sencillo y se durmió.
Hacía tiempo que no dormía así: plano, perfecto, cansado, hundió sin miedo el cuerpo en el colchón como si pudiera fundirse con el mismo y halló de nuevo el olvido de los viejos domingos sin preocupaciones.
Así, el sueño atrasado se aprovechó de la ocasión para presentar la factura y lo mantuvo ocupado durante tres generosas horas, hasta que lo despertó la vibración insistente del móvil sobre la mesita de noche.
—¿Massimo?
—¿Eh?
—Carlotta.
—Ah, Carlotta. ¿Todo bien?
—Sí, perdóname, voy con retraso pero he tenido un ataque de sueño inexplicable y me acabo de despertar prácticamente ahora.
—¡No me lo puedo creer! Se ve bien a las claras que somos familia. Yo también he caído derrengado de sueño. No había dormido nada, de manera que me he ido a correr al amanecer, bajo la lluvia, pero luego, al regresar, me he quedado frito, como un rey. ¡Ah, no hay nada como dormir!
—Entonces ¿qué, seguimos con la lectura? ¿Qué te parece, me acerco hasta allí?
—Sí, venga, concluyamos. Muerto el perro, se acabó la rabia.
—Te noto más sereno, ¿qué te ha pasado?, ¿bonitos sueños?
—No, nada de sueños. Al final los sueños son un engorro: si han sido bonitos te despiertas decepcionado porque no son verdad; si son malos se te echa encima una inquietud que te persigue durante todo el día. Pero, en compensación, he hecho algunas reflexiones que me han dado… la paz de los sentidos, si así puede decirse.
—Fantástico, no veo la hora de escucharlas. Ayer por la noche habría dicho lo que fuera, menos esto. Voy enseguida.
Massimo colgó y se puso a intentar reemprender las argumentaciones que tanto lo habían calmado: ya se sabe que, a veces, en los momentos de exaltación, se toman decisiones disparatadas.
Por un instante, incluso, no se acordó de nada y tuvo miedo de que esas famosas seguridades fueran únicamente una ilusión onírica; luego, poco a poco, se fue recobrando.
Mel. Obviamente, en el centro del círculo estaba Mel. Sí, ese misterioso Mel del que Geneviève nunca le había hablado, pero que venía causando destrozos en sus pensamientos igual que los bárbaros en las fronteras del tardo Imperio Romano. Mel era el dictador del corazón de Geneviève y Geneviève era la dictadora del corazón de Massimo. La situación, aparentemente, carecía de vía de escape. Pero la forma en que Geneviève hablaba de este Mel era extraña, esto lo habían comentado y vuelto a comentar con Carlotta. Si hubiera sido su novio, en el sentido clásico del término, ella no le habría hablado, seguro, de Massimo. Es verdad: ese diario dirigido a Mel no habría sido necesariamente leído por Mel, sin embargo…
Cuanto más lo pensaba, menos lo entendía. Pero sí, la idea que lo había calmado seguía siendo válida. Si de verdad Mel era un viejo prometido en coma, él aceptaría la situación, amaría a Geneviève y, si fuera necesario, también a Mel. Cuidaría de él junto a ella. Podían trasladarlo a Roma. O bien… una idea alocada: Massimo podría abandonarlo todo y reunirse con ella en París. No es que fuera una época para poder estar tranquilos, a nivel económico, pero él siempre había sido prudente y tenía sus ahorros. Podía ceder la gestión del negocio y ponerse a estudiar Historia del Arte. De hecho, ¿qué mejor lugar que París podía acunarlo en esos sueños (excluida Roma, naturalmente)?
Perfecto.
Massimo, que mientras tanto había ido al lavabo para remojarse la cara, se miró en el espejo y se sonrió. «Está decidido, entonces. Solo falta saber si también ella está de acuerdo, pero son detalles».
¿Y si luego Mel resulta que se despertaba? Algo así como el náufrago que regresa al cabo de los años y se encuentra a su viuda casada con un americano medio… ¿así que él iba a ser ese odioso e inútil hombre de plástico usurpador de una vida que no era suya? No, esto no era una película, en definitiva, del coma no se sale, y luego queda siempre la posibilidad de un triángulo (claro, ¿por qué no?; como él había aceptado a Mel, también Mel tendría que aceptarlo a él: lo que es justo es justo).
Massimo encendió el fuego bajo la cafetera y miró el cielo detrás de la ventana: decididamente, se estaba riendo (quién sabe si con él o de él).
Al volver a su habitación para coger la ropa, vio con el rabillo del ojo un extraño brillo en el salón. Recorrió hacia atrás el pasillo y miró mejor a través de la puerta. En efecto, la luz del sol rebotaba sobre el suelo de un modo distinto al habitual. Durante una fracción de segundo se divirtió por aquel gracioso fenómeno, pero luego se dio cuenta de que la causa del reflejo no era otra que un amplio charco de agua que había entrado por la puertaventana del salón.
Corrió hacia la cocina para coger una pila de periódicos viejos y empezó a tirarlos hacia el suelo. Estaba ya dándole las gracias al cielo por haber descartado la idea de poner parqué que había estado haciéndole cosquillas tiempo atrás, cuando se fijó en que la tela que cubría el sofá se había visto involucrada en el incidente. Dado que llegaba a rozar el suelo, el batik indonesio que le había regalado la señora Maria (que, obviamente, era una autoridad en materia de telas) estaba completamente empapado: era increíble cómo había ascendido la humedad desde el suelo hasta la mitad del sofá.
«Y ahora deberé tener mucho cuidado al lavarlo —pensó Massimo, imprecándose a sí mismo con buen humor—. Qué desastre, por suerte ahora llega Carlotta, que es un ama de casa y me echará una mano».
Pero, como una guinda envenenada en lo alto del pastel, la peor noticia llegó al final, cuando el recuento de los daños parecía haber terminado y no ser demasiado grave. Mientras levantaba el batik, Massimo pudo ver una parte del suelo que antes le quedaba escondida por el brazo del sofá y que, en el centro de esa región, hacía ostentación de sí un cuaderno con la firma de Magritte.
Más que el diario de Geneviève, parecía su hermano obeso, de lo hinchado y empapado como estaba. Massimo se dejó caer sobre el sofá y se frotó las sienes. No tenía valor para reconocer la escena del crimen porque tenía miedo de que la inundación hubiera borrado todas las huellas.
Mientras cogía con la mano el enorme y chorreante mamotreto, en un clima que de radiante se había vuelto de golpe oscuro como el de Twin Peaks en el momento del hallazgo de Laura Palmer, Massimo contuvo la respiración.
Pero, evidentemente, nadie escuchó sus plegarias, porque en las páginas impregnadas de agua no quedaba más que algún churretón de tinta.
Solo la llegada inminente de su hermana y un imprevisible arranque de orgullo le impidieron lanzarse al suelo a llorar y arrancarse el pelo.
Ahora estaba claro que esas páginas perdidas contenían la solución al enigma, la receta del elixir de la juventud, la fórmula secreta de la Coca-Cola, los números ganadores de la Primitiva, el equipo ganador de los próximos mundiales y hasta el mapa de la isla del tesoro. Pero él no habría cambiado ninguna de estas revelaciones por la verdadera historia de Mel, que probablemente al final no estaría ahí (¿por qué iba una persona a anotar en su diario ese acontecimiento que recubre su vida constantemente, como una segunda piel?; por desgracia, para recordarlo eso no resulta necesario). No solo: aparte de Mel, Massimo quería darse un puñetazo en pleno rostro por cada palabra perdida: el beso, el de verdad, entre ellos, pero también el viaje a las fuentes (del que había visto sus espléndidos dibujos, todavía presentes en algunos churretes semidestruidos) y además (y sobre todo) la noche de amor. Esa noche inolvidable era la clave, había poco más que añadir. Saber qué había escrito al respecto habría sido importante, es más, fundamental.
Sonó el timbre.