—¡Hombre, mira, esta letra me resulta familiar! —dijo Carlotta, tendiéndole a su hermano una notita.
—¡Ah, no la había visto!
—Sí, estaba medio pegada detrás de una página.
—La notita que le dejé delante de su puerta…
—¡Qué tierna ha sido al conservarlo! Se ve claramente que poco a poco te la has ido camelando como solo pocos saben hacerlo.
—¡Qué va! A lo mejor es una de esas personas que no son capaces de tirar nada. ¿Te acuerdas de esa mujer a la que mamá ayudaba por caridad? ¿Cómo se llamaba?
—Carmen. Se llamaba Carmen.
—Sí, eso es, esa. Una vez mamá me llevó a su casa. Prácticamente había que abrirse paso con el machete porque lo guardaba todo: tiques, propaganda, periódicos viejos, cajas, no quedaba ni un centímetro despejado.
—¡Ahí es na! ¡Qué gente! ¿Y cómo se las apañaba con la comida?
—Me parece que los voluntarios le echaban una mano con la cocina, en fin, que se encargaban ellos de esas cosas, de hecho mamá le había llevado algo de comida y tuvo que tirar verdura estropeada que había en la nevera. Luego me explicó que hay una enfermedad por la que una persona es incapaz de desprenderse de nada.
Carlotta suspiró y miró al cielo, fuera de la ventana:
—Geneviève tiene razón: el mundo está repleto de dolor y a veces te paras a pensar y te parece que te lo notas todo encima de ti…
—Sí, claro. Pero es necesario saber reaccionar —dijo Massimo, contento de que su hermana valorara a Geneviève.
Después de todo, es un chico amable. Ya verás como volveré al bar para darle las gracias. ¡Ya lo digo yo que soy demasiado buena!
¡Es bien verdad que nunca entenderás el sentido del tiovivo si no estás al mando del mismo por lo menos una vez en la vida! Tú dirás que soy voluble, pero lo dirás con una sonrisa de satisfacción —Nicolas y tú: que os den morcilla— porque siempre has estado esperando a que se me encendiera el entusiasmo, te conozco, mientras que yo sé que mi prudencia y mi encierro me salvarán la vida. Por lo tanto, no te hagas ilusiones respecto a si he cambiado, ¡pero reconozco que a veces puede una divertirse!
Como te decía, he ido al bar, entre otras cosas porque antes he trabajado duro y enviado a la redacción tantos crucigramas como para permitirme relajarme un poco también…
En cambio en el bar el clima no era en modo alguno relajado. Había más gente que en el Louvre cuando hay entrada gratuita.
El pobre Massimo se empleaba a fondo inútilmente, y la escena me recordaba las películas mudas de antaño, con su ritmo acelerado.
¡Era tan tierno…!
Esta empatía me ha provocado una extraña reacción: estaba hasta tal punto absorta compartiendo su impasse que me he olvidado momentáneamente de mis dificultades. ¡No hay nada como ver sufrir a alguien para encontrar el valor de soltar el freno y meterte de cabeza en la refriega!
Me he colocado detrás de la caja y le he prestado auxilio igual que una chica de la Cruz Roja. Él no tenía tiempo que perder en chácharas —¡mejor así!— pero de vez en cuando me lanzaba una mirada de agradecimiento que calentaría hasta el corazón de una estatua, de hecho ha calentado también el mío…
—¡Le calentaste el corazón! ¡Qué tierno!
—No recuerdo haberte autorizado a hacer comentarios… de todas maneras ya es oficial: ¡le doy pena!
La verdad, me lo he pasado bien. Te parecerá extraño, pero así es. A mí me gusta hacer las cosas. Nadie te pide que le hables, hay alguna mirada, alguna frase, pero nada embarazoso. La vida discurre y ya está.
Ahora me parece entender algo más del bar. Es como un microcosmos al que la gente acude y se desahoga, charla un rato, bromea un poco. Me parece raro volver a pensar en las ofensas del otro día, porque ahora sé que no hay nadie que sea malo allí dentro. ¡Es bonito ver los engranajes del tiovivo!
La otra noticia es que tal vez haya encontrado a alguien para alquilarle la casa dentro de un par de semanas o algo más. Ya veremos qué pasa.
Viendo el clima del bar he intentado imaginarte allí, bromeando y riendo con algún cliente habitual, como Antonio, el fontanero, o Tonino, el mecánico. Te gustaría. ¿Es una estupidez decirte que te echo de menos?
Mel, no te lo vas a creer. Tal vez estoy bajo los efectos de alguna sustancia estupefaciente. Me entran ganas de reírme. Me siento llena de energía. Optimismo. Ganas de hacer cosas.
Luego vuelve el miedo a hundirme.
Ah, he probado el café por primera vez en mi vida: ¿será por eso? Por Dios, dicen que no te deja dormir… solo me falta el insomnio en mi colección de problemas.
Pero ¿cómo he podido vivir sin café? ¿Cómo es que nadie me ha avisado hasta ahora? Sería necesario contárselo al querido Nicolas: el café despierta los sentidos mucho más que los razonamientos. Por lo menos, para mí es así. Estará relacionado con lo que te decía: el café es acción.
Energía. Pero ¿por qué el miedo a la caída me aplasta contra el suelo?
Tengo que decirte algo. Ordenando aquí en casa he hecho descubrimientos interesantes. ¡Es demasiado pequeño nuestro corazón para poder soportar la tempestad que se le echa encima en el curso de los años! He encontrado un álbum de fotos que exhalaba tormento desde las tapas. Te juro que no lo había abierto siquiera y tenía ya lágrimas en los ojos.
En muchas he reconocido a Maria. Está también en otras fotos que hay repartidas por la casa y a estas alturas he aprendido a considerarla de verdad como a una pariente, aunque no haya podido conocerla… ¡será que vivo entre sus paredes! Había fotos en blanco y negro de hace bastante tiempo. Las calles son estas de aquí, pero se ve que envejecen ellas también y no solo las personas. El mobiliario urbano, los escasos automóviles, el vestuario. Y, a pesar de todo, para ellos se trataba del presente, con sus palpitaciones y sus esperanzas. Pensar que algún día yo también seré solamente una fotografía en tono sepia y colores desvaídos hace muy relativas las preocupaciones de lo cotidiano. Hay también una foto de familia —a saber quiénes de ellos viven aún, y detrás de qué arrugas—, se estrechan entre sí y miran a la cámara, sonrientes y confiados como quien tiene poco dinero, pero mucho afecto. Aquí veo a alguien conocido, justo por debajo de la señora Maria. He tardado un rato, pero luego le he relacionado: ese guapo muchacho de anchas espaldas es el señor Dario, el que ayuda a Massimo en el bar. A propósito, antes lo odiaba, ahora me cae simpático, hasta el punto de que me conmueve verlo aparecer en las fotos. Hay algo entre ellos. Podría jurarlo. Maria y Dario. Quién sabe. Tal vez un secreto que nadie sabía, o tal vez es tan solo una fantasía mía, pero ¿qué importa?
—¡No! ¿Dario y Maria? Menuda imaginación galopante tiene esta chica… —Massimo no fue capaz de contenerse.
—¿Tú crees? Yo en cambio siempre noté cierta vibración… Será la sensibilidad femenina.
—Pero ¿qué dices? ¡Oye, que ella siempre le fue fiel a la memoria de su marido! Y ya está bien de tocar las narices con esta historia de la sensibilidad femenina que utilizáis para fastidiarnos. Veamos ahora si tu sensibilidad femenina te dice también cuántas veces voy al baño…
—Generalmente no la malgastamos con cosas de este tipo, pero si me pongo a ello te lo podría decir. ¿Te interesa?
—Déjalo correr. Prosigue.
—Ya voy, ya voy, pero si lo piensas un poco es precisamente esta mentalidad tan cerrada la que podría haberla bloqueado…
—¿A qué mentalidad cerrada te refieres?
—Venga, no finjas que no me entiendes: ¡ese mito de la viuda inconsolable! ¡A lo mejor ella estaba enamorada de verdad de Dario, pero nunca se permitió a sí misma la libertad de vivir esa historia!
—Si tú lo dices… Venga, sigue leyendo…
¡Qué risa! Más adelante se ve a menudo a Massimo, cuando era pequeño. Qué gracioso…
—Gracioso. La verdad es que se trata de un cumplido único. Ya he entendido por qué se dice siempre que no hay que leer los diarios de los demás. ¡No es por respeto a ellos, sino porque por poco que estés ligeramente bajo de moral, encuentras allí todos los motivos para lanzarte al Tíber con una piedra al cuello!
—¡Exagerado! ¿No sabes que a las mujeres hay que hacerlas reír?
—Sí, esta es la respuesta estándar de las famosillas en las revistas de la prensa rosa. ¿Quieres que te descubra qué es lo primero que miramos los hombres en una mujer? ¡Los ojos!
—¡Estás de guasa! ¿O me estás diciendo la verdad?
—La verdad es que ejercéis un montón como feministas, pero las verdaderas obsesionadas sois vosotras. No perdéis oportunidad de subrayar el abismo que existe entre hombres y mujeres. Si por mí fuera, ya te digo: somos iguales, no hay ninguna diferencia.
—Y entonces, ¿por qué no te lías con Dario y así terminas? Los hombres maduros no están nada mal.
—No, no quiero estropear la hermosa amistad que existe entre nosotros.
En fin, que cuando estoy a punto de cerrar el álbum encuentro al final un bolsillo oculto en el interior del cartón. Está estropeadísimo y se despega al tocarlo.
De ahí sobresale una fotografía.
Imagínate la situación: allí estoy yo, recogiendo conchas de distinto tipo en una playa que ha quedado libre a causa de la baja marea y me sorprendo continuamente ante las maravillas regaladas por el mar. Luego, cuando estoy en lo mejor, llega una ola anómala que me arrastra. Eso es: más o menos, así me he sentido al ver esa imagen tras las otras que habían ido preparando el terreno.
Una muchacha y una niña: la primera de unos veinte años —la señora Maria—, radiante y en la flor de la vida, con una luz que más adelante se verá como marchita, tiene las manos apoyadas en los hombros de la segunda, de unos cinco… ¿qué puedo decirte? Hay una foto mía a su edad, me la dieron las monjas del orfanato. Dos gotas de agua. Te lo he dicho todo. ¡Cómo me gustaría que pudieras verla tú también! Ahora tengo una foto de mamá para llevar en la cartera. Detrás está escrito: 1955, MARIA Y NANÀ. Mamá. ¿Te das cuenta? En la plaza de Santa Maria in Trastevere, y a sus espaldas la fuente y el letrero del bar Tiberi. Cuánto me gustaría entrar ahí dentro y mirar más allá de los bordes granulados de la imagen, oír las voces, los aromas, dadme solo diez minutos ahí adentro, no pido nada más…
Miro la plaza desde arriba y me enfrento con la magnitud del pensamiento de mamá de niña allí abajo. ¿Y qué sucedió después? Me parece que no voy a dejar nunca de llorar.
Massimo tenía los ojos brillantes y estaba cada vez más enamorado de aquella muchacha fuerte y frágil al mismo tiempo, capaz de tocar el infinito y no obstante siempre a punto de quebrarse. No había salida. En modo alguno. A esas alturas había perdido ya la cuenta de las veces que había pensado en ella, como si fuera una iluminación, como si hubiera alcanzado el límite extremo de las penas de amor y, pese a todo, el listón siguiera situándose cada vez más arriba: récord personal, récord nacional, récord europeo, récord olímpico, récord del mundo.
Miró a Carlotta, que lo observaba con una sonrisa y los ojos brillantes. Estaba claro que ella veía todos sus pensamientos. Sensibilidad femenina, o tal vez el afecto auténtico de una hermana…
¡Está bien! Me estoy metiendo en un lío. ¡Tengo que huir, tengo que dejar esta ciudad, es una trampa! Ese chico está minando mis defensas con su café, luego me ha asaltado con una invitación al teatro, luego me ha doblegado con la noche romana, llamando a capítulo a las estrellas más rutilantes, y las siluetas de las ruinas, y los puentes, y cualquier cosa que pueda asediarme en esta velada. ¡Menudo aprieto! Todos son aliados suyos, todo el mundo.
Y luego me abraza, me rodea con la excusa de enseñarme a hacer el café, como en la escena de Ghost…
—¡No me lo puedo creer, ella también lo pensó! ¡Es imposible!
—Dios los cría y luego los junta… Sois más empalagosos que una copa de dulce de leche recubierta de miel y nata montada con azúcar: intentad moderaros que me estáis dando apuro.
Massimo ni siquiera la escuchó: «Y entonces ¿por qué?».
Luego me despierto de golpe. Me vienes tú a la cabeza, me viene a la cabeza que prometí no ir a ningún lado sin ti, me viene a la cabeza que esta no es mi casa. Aunque a lo mejor tampoco se trata de eso. No es una desesperada defensa racional, en caso contrario cualquiera podría decir que soy una estúpida que no hace otra cosa que hacerse daño por su cuenta. Es el instinto. Sí: exactamente ese instinto animal que tendría que echarme a los brazos de un hombre que me gusta; en cambio, me deja sin aliento, me atenaza el estómago, me hace estar mal. No hay otras palabras para explicarlo. Me acerco porque hay algo que me empuja a hacerlo. Pero luego estoy mal, estoy físicamente hecha un asco, mi cuerpo flaquea y se rebela, el corazón pierde cualquier clase de ritmo, tengo que huir o podría morir.
Lo siento. Ahora me toca a mí sentirme culpable por esto.
Pero lo beso. En el portal le doy un beso rápido: visto y no visto. Cierro la puerta a mis espaldas, me siento en el suelo, con la espalda contra la puerta, y espero media hora a que la vida vuelva a mí. Tal vez esté destinada a una existencia pálida, porque los colores fuertes me matan.
Massimo estaba convencido de que se había oído el ruido de su corazón al romperse en mil pedazos, y se avergonzaba de ello. Un poco era por revivir esas emociones, otro poco era por sentir la ineluctabilidad de la fuerza centrífuga que se la llevaba siempre lejos, en cualquier caso, y otro poco más era por sentir que él, por el contrario, se veía succionado irresistiblemente por aquel agujero negro.
Necesito saber más. De la historia de Maria, de la historia de aquí. Tengo que preguntarle a alguien. ¿El señor Dario? Sí, tal vez sea él la persona adecuada. Es alguien que también inspira confianza.
¿Quizá sea el arte la salvación? ¿Por qué no dejar esos crucigramas y pasar a algo más visionario? Poner mi sufrimiento al servicio de la belleza.
Lo he besado de nuevo. ¿Podía? Y estoy mal. Tengo que marcharme, tengo que volver contigo.
—Mira, mira esto. Aparte de este espléndido dibujo tembloroso, marca Tiberi…
—Hombre con rosa. ¿Crees que se refería a este cuando hablaba de belleza?
—En mi opinión, se refería a él cuando hablaba de sufrimiento. Sin ánimo de ofender, obviamente.
—No, no, tú sigue, si, total, mi autoestima está a estas alturas al nivel del mar, como esas zonas de Holanda, ¿cómo se llaman?
—¿Polders?
—Sí, eso es. Mi autoestima es un polder.
—Sí, vale, vale… De todos modos, hay aquí bocetos, creo que hechos por ella, seguro que no por ti, muy bonitos.
—Sí, debe de ser de cuando la llevé a hacer el recorrido de las fuentes.
—¡Si has usado también el recorrido de las fuentes, eso es amor de verdad!
—¿Tenías alguna duda?
—No. Dada la situación en la que nos encontramos, yo diría realmente que no. Mira, ha anotado aquí todas las fuentes. Dice que le gustaría proponer el itinerario a una guía turística, que sería digno de figurar en ella, pero que es demasiado íntimo como para ser traicionado. Ahora su sensibilidad ya no me sorprende.
—¿Tú también te estás enamorando?
—Casi, casi… Oye, yo tengo un sueño terrible. No tengo valor para mirar el reloj porque será tardísimo.
Massimo le echó un vistazo a la pantalla del móvil e hizo una mueca.
—Ya te creo que tienes sueño: es la una pasada. ¡Pero por suerte mañana es domingo!
—¿Qué te parece si nos vamos a acostar y mañana, en cuanto me despierte, vuelvo aquí y terminamos la lectura? Sé que sientes curiosidad, pero, por otro lado, las cosas tardan tanto en suceder que tampoco es justo que nosotros las quememos todas en una noche, ¿no?
—Es una excusa como cualquier otra, pero me parece bien. A lo mejor las cosas también sedimentan un poco.
—Ok. Entonces, me marcho. Pero antes tomémonos la última copa. ¿Te apetece?
—¡Con ganas!
En cuanto lo dijo, Massimo se esforzó por no pensar en Geneviève, pero había poco que pudiera hacer, a esas alturas ya estaba por todas partes. Cogió una botella de licor de mirto y dos vasitos:
—¿Hielo?
—Sí, gracias, un cubito. ¡Ah, cómo me gusta!
—¿Estás muy cansada?
—Bueno, tengo que decir que es agotador. No tanto traducir al vuelo, eso se me da bien, es que psicológicamente no resulta nada fácil… e imagino que para ti aún es peor.
—Pues sí, la verdad.
Carlotta había vaciado ya el vaso:
—¿Te molesta que me sirva otro? ¡Total, no tengo que conducir! —Se notaba que se le había ocurrido algo.
—Venga, escúpelo. Te conozco…
—Oye. Tal vez se trata de una hipótesis muy aventurada, pero ¿y si Mel estuviera en coma? Claro, ¿por qué no? Todo encajaría. Él bloqueado en un limbo entre la vida y la muerte, y ella atada con un doble nudo que no encuentra…
Carlotta se interrumpió porque su voz, habitualmente tan segura, se estaba rompiendo en un sollozo:
—Perdóname si lloro, pero, pobre chica, ahora entiendo por qué está tan saturada de dolor… ¡es como si tuviera una gran piedra atada a los tobillos que la hunde cada vez que ella se aproxima a la superficie!
También Massimo estaba cansado y el escenario propuesto por su hermana fue de inmediato aceptado por su debilitada mente:
—¡Tienes razón! Pues claro, ¿cómo es que no se nos ha ocurrido antes? Tiene que ser así. Por tanto, no hay esperanza. ¿Hay esperanza?
Carlotta lo miró a los ojos:
—Tú tienes que creer en ello. Ella necesita un buen motivo para ponerse de nuevo a vivir. Claro que es duro, porque si se hubiera muerto sería una cosa, pero en coma… Es comprensible que ella siga allí, esperándolo, pero sin valor para pasar página. Darse cuenta es el primer paso. Ya verás como encontramos una solución. Una cosa es cierta: con ella vale la pena. Es una bellísima persona. Tú solo piensa en esto. Consúltalo con la almohada, permanece sereno y ya verás como todo sale bien.
Massimo se puso en pie, se sentía anquilosado y magullado, igual que si lo hubiera embestido un camión:
—Venga, te acompaño a casa, así doy una vuelta.