Este suelo es como mi vida. Pues entonces, ya basta de estarse con los brazos cruzados: ¡venga con la estopa! ¡Fuera estos añicos y este polvo!
Es evidente que no puedo anotar todas las cosas con tanto detalle como ayer: la realidad es mucho más rápida que mi pluma. Ya te lo habré contado: hace unos años había un chico al que no podía quitarme de encima. Se llamaba Nicolas y no paraba de invitarme al cine, o a exposiciones, o a jardines. Muchas veces me esperaba fuera de las monjas, cuando podía salir. Me lo encontraba clavado en la acera con un ramo de flores en la mano. Pero cuanto más amable era él, peor me sentía yo. Algo me apretaba la garganta y me quitaba la respiración y tan solo tenía ganas de salir huyendo. Lo trataba mal porque herirlo me proporcionaba cierto alivio, en fin, me parecía que era más justo obrar así que fingir que aceptaba su cortejo.
Él fue incluso demasiado paciente, es más, empecé a creer que estaba enfermo de alguna enfermedad rarísima que lo obligaba a estar junto a una persona infeliz y consumir sus propias energías en una causa perdida que iba a amargarle la vida.
Luego, un buen día, me dijo que lo había entendido, es más, que lo había sabido desde muy pronto, en realidad, pero se había ilusionado con la idea de poder cambiar las cosas. Añadió que yo, al contrario de la mayor parte de las personas que intentaban mostrar su mejor lado y esconder sus defectos, quería desanimar a toda costa a los demás mostrando mi cara más fea y reprimiendo mi belleza y mi aspiración a la felicidad.
Dijo que por desgracia su paciencia de ser humano en carne y hueso se había agotado, pero que él veía en mí algo espléndido y luminoso, y que yo, en cualquier momento, solo con que lo decidiera, podría brotar como una flor y deslumbrar al mundo con mi fulgor. Estaba llorando mientras lo decía. Claro que se trataba de un tipo algo melodramático, pero tenía la mirada firme de quien está diciendo algo verdadero.
De vez en cuando deseo que tuviera razón. Deseo que antes o después el hielo que tengo en el corazón pueda deshacerse.
Luego veo todo lo que hay a mi alrededor y doy gracias por mis barricadas, las compruebo y las refuerzo.
Ah. Esta tarde han llamado a mi puerta y me he encontrado delante al chico del jarrón. Llevaba en la mano una bandeja con una tetera y todo lo demás. Por un instante he pensado que quería vengarse. ¡Cualquiera comprende la simbología de las venganzas tribales italianas!, me he dicho.
En cambio, me ha dado la bandeja y se ha marchado. A lo mejor es que quería ser amable. El té, de todas formas, era imbebible, por tanto ¡o es un inútil o pretendía envenenarme!
—¿Qué te parece, hacemos una pausa? —dijo Carlotta, exhausta.
—Claro. De todos modos eres una traductora simultánea perfecta. Tienes una salida profesional al alcance de la mano…
—Vale, lo tendré presente en el caso de que decidan despedirme…
—¿Por qué no te despides tú misma, no te vuelves a Roma a vivir? Un sitio para ti detrás de la barra lo habrá siempre.
—¿Y a mi mariducho, dónde lo metemos?
—También a él detrás de la barra, así por lo menos de vez en cuando me puedo poner al otro lado para ver qué efecto produce.
—Mira, yo creo que en cuanto le concedan el Nobel y se retire a la vida privada, podemos tener alguna posibilidad. ¡Siempre que tú no decidas trasladarte a París!
—¡Sí, claro! ¿Con Mel o sin Mel?
—Claro. ¿Quién será Mel? Mira que resulta extraño, te lo digo yo: ella escribe como una muchacha solitaria. Cerrada, desesperada, desconfiada. No sé qué es lo que le ha pasado, pero tiene un miedo horroroso a soltarse. ¿No será un amigo imaginario?
—Pero ¿qué es?, ¿una esquizofrénica? No, no es posible. Se dirige a alguien. ¿Qué ha dicho, «mi amor»? ¿«Amor mío»? ¡Tú podrás contarme lo que quieras, pero lo que yo noto es precisamente olor a novio!
—No me convence. ¿No ves cómo le habla? Y, además, venga ya, en estos tiempos a un novio lo ves en el Skype, le escribes un mail, ¡no le escribes esta especie de diario! Es como si solo existiera ella, es decir, no hace preguntas o referencias a la vida con él…, no sé, es demasiado raro.
Massimo se acarició la barbilla:
—Tienes razón. Es verdad. Pero el amigo imaginario no es una solución, ¿de qué estamos hablando, de El resplandor?
—Bonita situación: tú que quieres envenenarla, ella que pide ayuda a su amigo imaginario… ¡yo que tú me encerraría en casa con doble vuelta de llave, no vaya a ser que te encuentres en la puerta a Jack Nicholson con el hacha!
—A propósito —rebatió Massimo—, ¿te has fijado que ha hecho referencia a Titanic? Por lo tanto, tampoco le disgustan esos buenos peliculones de Hollywood…
—¿Es que acaso debería?
—Pues claro que sí, ¡no te acuerdas de la historia esa del hipster, de las películas mainstream y de todo lo demás! ¿O no te lo dije?
—Sí que me lo dijiste. No creo que quede nada que no me hayas dicho. Pero me parecía también que tu castillo de cartas se había derrumbado en el momento en que ese tipo vino al bar y te diste cuenta de que ni siquiera se conocían.
—Tienes razón, a veces me olvido de ello.
—Parece casi que le hayas cogido gusto a la idea del rival, te imaginas rivales por todas partes.
—Ahora no me trates de paranoico. ¿Ves lo que hay escrito aquí? ¡Mel! M-E-L… me parece poco equívoco.
—Sí, pero se trata tan solo de una palabra, y además muy corta, no puedes construir sobre la misma vete tú a saber qué.
—Yo no construyo nada. Solo me pregunto…
El envenenador ha vuelto.
Y otra vez más.
Y otra vez. Es obstinado y testarudo, me recuerda un poco al pobre Nicolas.
—¿Te das cuenta? ¡Le recuerdo al pobre Nicolas!
—¡Pero espera un poco! Ten un poquito de paciencia: ya dijiste tú que al principio te odiaba…
—Pero una cosa es sospecharlo y otra cosa es… En fin, oír que a uno le tratan explícitamente de pobre diablo ¡es harina de otro costal!
—No ha dicho pobre diablo…
—Sí, claro, pobre y ya está, lo que es aún peor. ¡Por lo menos el diablo tiene ese encanto perverso y un tanto satánico!
—Ya te lo he dicho: has de tener paciencia. Por ahora todo es coherente con lo que me has contado.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Bueno, es bueno. Por lo menos quiere decir que la historia ocurrió de verdad.
—¡Menudo consuelo!
Mel. No sé cómo hacérselo entender: tengo la casa llena de teteras y de tazas. ¡Ya no sé dónde meterlas! Y además yo es que su té no me lo tomo: me basta con el mío, que es mucho mejor, por más que el tesón que demuestra sea admirable.
Esta ciudad me conquista, tendrías que verla. Queda mal decirlo, pero de vez en cuando es tan hermosa que parece de mentira… De todas formas, no tengas miedo, sigo pensando en volver cuanto antes, aunque tal vez me haya planteado que merece la pena tomárselo con un poco más de calma, dado el esfuerzo que he tenido que hacer para venir aquí.
Tendría que servirme como lección: basta muy poco —mejor dicho, nada— para crearse pequeños hábitos tranquilizadores. Y además, ¿cómo decirlo? Si no estás con nadie nunca te sientes sola, ¿verdad?
—¿Lo ves? ¡Dice que no está con nadie!
—Pero se refiere a los amigos, a la vida social. En resumen, que solo está con Mel y volverá con él, que es, por otra parte, lo que ha hecho.
Otra vuelta del tiovivo. Esta vez le he devuelto al fantasmagórico camarero —a propósito, se llama Massimo— todas sus cerámicas. Se ha quedado tocado, el pobrecito…
—¡Y dale otra vez! Pobrecito, pobrecillo, pero ¿qué pasa?, ¿es que doy pena?
Pero en su interior, Massimo había sentido un fuerte calor solo con oírse llamar por su nombre.
Aunque ha sido divertido espiarlo desde la ventana mientras cruzaba la plaza con todas esas cosas: ¡parecía Philippe Petit caminando sobre las nubes!
—¿Y quién es este Philippe Petit? ¡Seguro que es un pobre diablo, no sé, un blanco humano para el campeonato de dardos!
—No, no, mira aquí.
Carlotta, desenvuelta y pragmática como siempre, había aprovechado la pausa para hacer una rápida búsqueda en la Red sobre el tipo en cuestión.
—Es un personaje de culto. Un equilibrista. Es famoso porque en 1974 tendió clandestinamente un cable de acero entre las Torres Gemelas e hizo de funambulista allí arriba. ¿Entiendes? ¡Sin seguridad!
—¡Sus muertos! ¡Qué fuerte! ¿Me dejas ver? Han hecho hasta una película, ¿cómo es que no la he visto?
—¿A mí me lo preguntas? En cualquier caso, si me lo permites, no se trata precisamente del último de los pobres diablos. Y además, te espió desde la ventana… ¡no me digas que no hay ya ternura en ello!
—¡Me espió para reírse de mí a mis espaldas! Y me parece que no fue la única. Pero ¿sabes una cosa?
—No. ¿Qué?
—Esa imagen del equilibrista se me pasó a mí por la cabeza también en ese momento. En fin, que caminaba con un montón de cosas que se me podían caer de un momento a otro y precisamente pensé en la figura del equilibrista, ¿no es raro? No había ningún cable, ni ninguna barra, y sin embargo yo me sentía un funambulista y ella me veía funambulista. ¿Por qué?
—¿Tal vez porque ver a un tipo que cruza una plaza con dieciocho bandejas en precario equilibrio hace pensar en un funambulista? Pero si tú quieres ver ahí la Providencia, no te cortes.
—¡Gracias por el apoyo!
—Perdona, tan solo intento ser realista. Ni me exalto ni me deprimo.
—Bien.
—¡Ah, mira! La próxima palabra del diario es «Bien». La misma que has dicho tú sin leerla. ¿Será esta también una señal del destino?
—¡Venga, venga! ¡Prosigamos, venga!
Bien. ¡Ahora me gustaría tener aquí delante a ese maldito Nicolas que me dejó con la duda de que yo podría ser mejor si me soltara, de que yo incluso podría estar mejor si me soltara! Ahora sabría qué contestarle. Le contestaría que si te sueltas lo que haces no es más que prepararte para la próxima estafa, que los buenos y los ingenuos no sobreviven largo tiempo, pero esta no es la cuestión, la cuestión es que los buenos en su ya breve existencia se ven obligados también a sufrir, no solo porque todo el mundo se aprovecha de ellos —lo que, paradójicamente, podría hacerles sentir útiles—, ¡sino también por esa dosis de sadismo humano que empuja a echarse sobre los indefensos!
He vuelto al bar de debajo de casa. Me parecía justo disculparme con ese Massimo tan insistente, pero amable, a su manera. Pobrecito, en el fondo casi le parto la cabeza. ¡Imagino que para un italiano dejar que una mujer le haga morder el polvo debe de ser una suprema humillación!
—Pero ¿qué se cree, que somos trogloditas?
—Tiene razón: ¡sois unos trogloditas!
—Ah, ¿así que encima le das la razón? ¡La verdad es que las mujeres sois terribles!
—Y entonces, ¿cómo es que no podéis prescindir de nosotras?
—Ya. De tanto en tanto yo también me lo pregunto…
Tengo que ser honesta: la culpa también es mía. Pero sobre todo de Nicolas. Yo no estoy hecha para soltarme, no estoy hecha para hablar con la gente, tendría que encerrarme en la celda de un convento y tirar la llave.
El ambiente, tengo que decirte, no me ha ayudado. Entro y me encuentro a esos personajes que me miran como si fuera un extraterrestre recién desembarcado de su astronave. Yo, como de costumbre, me bloqueo y ellos, como los salvajes que son, empiezan a burlarse de mí. El tipo se azora porque le gustaría unirse a los patanes, pero al mismo tiempo quiere mostrarse educado.
Como la otra vez, me veo obligada a huir porque estoy a punto de romper a llorar y porque me parece que me he tragado un vaso roto y mi cuerpo sangra por dentro.
Me encuentro de nuevo en la plaza, confundida como siempre. Pero ¿qué hay en mí que no funciona?, ¿por qué no consigo vivir?, ¿por qué no estás tú para darme una sacudida de energía?
Por fortuna, cuando estás al borde del abismo, a veces aparece alguien que te tiende la mano. Desde el bar me ha seguido una señora, que me ha parado rozándome el brazo. Ya lo sabes, no me gusta dejar que me toquen, pero cuando alguien te toca comprendes muchas cosas. Este era un toque amable, el toque de alguien que te entiende.
La señora me ha llevado hasta su tienda, un quiosco de flores, y me ha hablado y, aunque haya comprendido la mitad de las cosas que ha dicho, me he sentido acogida. También las flores han puesto de su parte.