Mel, amor mío,
las cosas van de mal en peor. Tú no puedes imaginarte lo que me ha pasado hoy. Si fuera una película no sabría muy bien qué genero elegir: comedia, tragedia, drama… Si es una comedia, la que se ríe no soy yo, eso es seguro.
Por la tarde he ido al notario, que por suerte hablaba francés y es la única persona civilizada con la que me he topado hasta ahora. Él me ha explicado un poco los detalles, pero más que nada nos hemos dedicado a esas grandes formalidades burocráticas que había que resolver. Qué aburrimiento.
Esta señora era una prima de mamá, se conocían de pequeñas porque mamá vivía en Roma. ¿Y quién lo sabía?
Lo cierto es que ella sabía de mi existencia, en caso contrario no habría expresado esta voluntad. Y entonces resulta lícito preguntarse por qué nunca antes hizo nada al respecto. Según el notario, estuvo —¿cómo decirlo?— muy pendiente de enterarse de mis vicisitudes, señal de que le importaba…
La gente sigue lógicas extrañas. Tal vez tendría que ser menos severa con los demás, desde el momento en que yo no me quedo atrás —claro, yo creo tener mis buenas razones, pero ¿habrá alguien que no piense lo mismo de sí?—, de todas maneras, dejémoslo estar, no es el primero de mis problemas y sin duda tampoco el último, por desgracia.
Entre una cosa y la otra se me acaba haciendo de noche cuando consigo llegar al fin al apartamento. Tú dirás: «De qué te quejas, el día te ha ido bien». Deja que el tiempo siga su curso y al final verás que las cosas salen como tenían que salir, es decir, mal.
Sigo las indicaciones del notario, mi vate, mi gurú, mi único maestro de vida, al margen del único conocedor del francés, y me veo delante de la puerta de casa. Hogar, dulce hogar. No te conozco y, pese a todo, ya eres mi casa. ¿Le habrá pasado ya antes a alguien? No lo sé, yo creo que si una persona recibe una casa como herencia difícilmente se trata de una casa que no ha visto nunca en una ciudad que no ha visto nunca donde vivía alguien a quien no ha visto nunca.
No es tan fácil como parece. Entre otras cosas porque abrir una vieja cerradura presupone familiaridad, porque tienes que girar la llave de una forma determinada, a lo mejor ejerciendo una presión hacia abajo en el momento de saltar el cierre o truquitos de este tipo. Al principio me he temido, de hecho, haberme equivocado de puerta, pero con cierto esfuerzo lo he logrado. Dentro flotaba el olor a cerrado y, naturalmente, no se veía un pimiento. Palpando las paredes he encontrado un interruptor de la luz, pero no he tenido tiempo de disfrutarlo porque ni aplastándolo ha habido forma de que se encendiera lo más mínimo. Entonces se me viene a la cabeza que el notario me había dicho que buscara el cuadro eléctrico en alguna parte dentro de la casa, porque por ahora no había sido dada de baja de la red —por suerte, de lo contrario habría tenido que reactivar todos los servicios metiéndome, quieras o no quieras, en otra jungla de burocracia— y probablemente bastaba con darle al interruptor general.
La luz que se filtraba desde el rellano ha sido devorada al cabo de un par de metros por la oscuridad polvorienta del piso y casi me siento tentada de sentarme en el suelo, para esperar allí las luces del día —y tal vez habría hecho bien, vistos los resultados—, pero ya tengo miedo ahora de las ratas y los escarabajos que pueden salir de las tinieblas —la oscuridad lo hace todo más inquietante—, pero tú me dirás: «Cuando hayas terminado con las obviedades, ¿acabarás esta historia?».
Pues bien. Me aventuro disipando las tinieblas con la flébil luz de la pantalla del móvil. Tal vez ese tipo de iluminación sea incluso más siniestra que el negro telón que había antes. La visión de esos muebles de antes de la guerra semiocultos en la sombra me recordaba la escena de Titanic cuando el robotito con su cámara de televisión submarina de rayos infrarrojos devolvía a los investigadores de la superficie las imágenes desdibujadas de otra época.
Sigo avanzando a tientas y me parece estar así una hora. El aire se va haciendo cada vez más asfixiante. No tienes idea… ¡si hubiera decidido echarme para atrás probablemente no lo habría logrado!
Por fin me topo con una cortina y, detrás, una ventana. La desatranco y abro las persianas. La primera bocanada de aire tras una larga apnea. Junto con el oxígeno entra ese poco de luz concedida por el crepúsculo inminente.
Por lo que puedo ver me parece que la casa está ordenada, aunque vetusta. Mejor así: podré regresar a París más pronto.
Prosigo con la búsqueda del cuadro eléctrico, pero pronto me doy cuenta de que tan solo me puedo dejar la vista en el intento. Además, me parece haberme topado con una cama. De repente, todo el cansancio del mundo se me echa sobre la espalda. Suma dos más dos: hay una persona agotada y hay una cama, chirriante y probablemente llena de ácaros, pero sigue siendo una cama. La persona agotada se duerme.
Pero no pasa mucho tiempo, creo, cuando algo me despierta. El chirriar de la puerta de la entrada, tal vez. Por un momento me siento completamente desorientada, ¡cuánto echo de menos mi mansarda, dónde cada respiro de los muebles y de las paredes es como una voz, no digo ya amiga, pero al menos conocida e inteligible! Luego, silencio. Yo en la oscuridad, preguntándome si de verdad lo he oído, si no era un sueño, si no era un ruido procedente, no sé, de la calle o del apartamento de al lado.
No. El crujir del suelo. Pasos ligeros y circunspectos. Hay alguien.
—¡Ay, ay, aquí me parece que esto acaba con un jarrón en la cabeza! Ya me parece estar sintiéndolo… —intervino Massimo.
—Pero, es que tú también… ¿cómo se te ocurre hacer algo semejante? ¿No podías gritar? ¿Tocar el timbre? En fin, la verdad es que cualquiera habría reaccionado así, es más, me parece que aún saliste bien parado…
—¡Pero es que quería coger al ladrón con la manos en la masa!
—¿En qué película creías que estabas, James Bond? A lo mejor si hubiera sido de verdad un ladrón ahora no estarías aquí para contarlo… bien dicen que a vosotros, los hombres, os iría de miedo tener una nodriza.
—Bueno, vale, vale, pero sigue, venga; bueno, si quieres, se puede pasar de puntillas, solo en este momento, por la historia del vil atentado de que fui víctima.
La carrera hasta el hospital tiene matices surrealistas. Ya me ves a mí, con un pequeño corte de nada, montada a rastras en la ambulancia con él, aunque un policía me sigue y me vigila. Entretanto, he podido darme cuenta de que el ladrón no era un ladrón, sino el chico del bar de ayer, que quería verificar si había ladrones. Y, ¿sabes? En ese momento en que lo veo dormir me parece hasta guapito. Indefenso como un pollito.
—Ja, ja, ja, que me muero: ¡un pollito!
—¡Venga ya, Carlotta, para ya! Son cosas serias…
—Perdóname, tienes razón, es que no he sido capaz de contenerme…
Por suerte, ahora que hemos llegado al hospital y eso, se reúne con nosotros el notario, la única persona amable que he conocido, que nos hace de intérprete y nos ayuda en la mediación. A decir verdad, creo que no me ha traducido fielmente todos los detalles, porque ese señor, quiero decir el que lo socorrió y que trabaja también en el bar de ayer (¡una maldición, ese lugar!) debe de haber dicho cosas de todos los colores, con ese tono de loco que se gasta y gesticulando sin parar con unos aspavientos que no prometían nada bueno.
Y así nos enteramos de que el muchacho iba de buena fe, porque al haber visto las ventanas abiertas ha venido a verificar qué pasaba. De todos modos decido no presentar ninguna denuncia y esto debería aplacar los ánimos, aunque me parece que el viejo se muere de ganas de liarse a bofetadas, no sé por qué motivo.
Las condiciones del muchacho son buenas y me dicen que puedo marcharme para casa: el mundo aquí es tan feroz que estoy aprendiendo rápidamente a cogerle cariño a este rinconcito, sobre todo ahora, que he cerrado la puerta con tres vueltas de llave.
Salir del hospital resulta un buen laberinto y una vez en el exterior soy incapaz de parar un taxi. Aquí conducen como si estuvieran corriendo para hacerse un trasplante de corazón con toda urgencia y les quedaran diez minutos de vida.
Por si fuera poco, veo que llega el muchacho al que tumbé (evidentemente no estaba tan mal…) junto con el viejo; se acercan amenazadores. El viejo para un taxi —no sé cómo lo ha conseguido— y me invita a entrar. No sé dónde me quieren llevar, pero ya he visto demasiados episodios de película, por tanto subo volando al taxi y me marcho de allí.
Te había dicho antes que llevo encima todo el cansancio del mundo. Pues imagínate ahora. Pero tenía ganas de poner negro sobre blanco todo lo que me ha pasado esta tarde, nunca se sabe, tal vez este cuaderno pueda servir como prueba en el curso de las investigaciones.